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23 de agosto 2023

Ernesto Seman

EL FIN DEL MUNDO

Tiempo de lectura: 7 minutos

Parte 1: El mirador

For you will still be here tomorrow

But your dreams may not…

Yusuf

En 1996 nació Agustín Romo, el director de comunicación digital de La Libertad Avanza. “El año en que la inflación fue del 0,1%, la más baja de los últimos 40 años”, dice. También fue el año en el que la desocupación subió al 17,3%, la más alta del siglo y la segunda más alta de la historia después de la del 2001. Pero eso no importa tanto, o no como uno creería a la hora de que Romo y Javier Milei recuperen los años de Carlos Menem como una época deseada: fue justo aquel pozo negro el que habilitó la transformación del mercado laboral en algo adonde la asociación entre trabajo, estabilidad y prosperidad se rompía para siempre. Cuando Patricia Bullrich y Sergio Massa hablan desde distintos lugares de la recuperación del trabajo imaginan una audiencia que atrasa casi dos generaciones. Milei, en cambio, abraza lo contemporáneo de un universo desmembrado y libre.

Hubo otro 1996. Ese año, el flujo de capitales privados hacia países en desarrollo superó los 200 mil millones de dólares, la cifra más grande de la historia de la humanidad. Esa enorme cantidad tuvo como destino principal la inversión extranjera directa y la colocación de bonos a individuos y a los famosos fondos de inversión. Para que esa lluvia de guita se hiciera realidad, los países habían comenzado años antes una serie de reformas que abrían sus economías y ofrecían oportunidades de negocio en las áreas que antes controlaba el Estado. Cuando pase el tiempo, 1996 será un punto de referencia tanto o más importante que 1492. No tanto porque alumbró a Romo, sino porque esa disponibilidad productiva empujó cambios que transformarían a la humanidad y a la Argentina adentro de ella: una reconceptualización inédita de qué podía ser considerado un recurso y de cuán intensamente podía ser explotado ese recurso. De ahí a la carrera histérica por identificar cualquier resistencia a la “recursabilidad” como un enemigo de la libertad -leyes laborales, regulaciones ambientales, impuestos, tiempo libre- había un solo paso. O veintisiete años.

Cuando Patricia Bullrich y Sergio Massa hablan desde distintos lugares de la recuperación del trabajo imaginan una audiencia que atrasa casi dos generaciones. Milei, en cambio, abraza lo contemporáneo de un universo desmembrado y libre

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Claro que esa no fue la primera vez en la que esa mirada radical hacía pie en la Argentina. Hacia 1980, Alberto Benegas Lynch (que podría ser el tío o el sobrino o el abuelo del actual aliado de Milei, pero es el padre), advertía (increíblemente) sobre la posibilidad de que la dictadura militar cediera a la tentación de una política redistributiva, “por cuanto todos los procesos que buscan una ‘mejor distribución de la riqueza’ […] conspiran contra la formación de nuevos capitales.”[1] La novedad del ’96 era la verdadera tentación, la disponibilidad absurda de fondos infinitos que hasta entonces no habían existido, no en esa escala, manejados por un millar de cocainómanos dispersos en cuevas de cualquier ciudad bien iluminada de noche, para explotar y comercializar lo que fuera: trabajadores, focas, compañías de teléfono, agua, chanchos. La abundancia.

Y la carencia. Apenas dos años antes, en 1994, se estableció el Plan Trabajar, el primer plan de empleo de la Argentina, como una respuesta ya no al trabajo en negro que había crecido en la década anterior, sino al desempleo asociado a la reforma del Estado y la modernización de la economía. Concebidos como un contrapeso al problema laboral, los planes sociales surgían como un fenómeno coyuntural que, como relata Daniel Nieto en una breve historia de los planes sociales, iría desapareciendo “cuando la economía reformada tuviera nuevamente capacidad para generar nuevos puestos de trabajo”.

Nada de eso sucedió. La Argentina volvió a momentos de altísimo desempleo, y a la salida de la convertibilidad, esas decenas de miles de planes originarios llegaban ya a 2 millones y medio de personas, convirtiéndose en el programa de transferencia monetaria directa más grande de la historia. Pero su importancia tampoco decreció en el esplendor posterior no solo por el fortalecimiento del sistema de previsión sino por el mantenimiento necesario de los planes contra la pobreza y el crecimiento de los programas de alcance universal.

Fuente: Santiago Poy Piñeiro (2019). Mercado de trabajo, políticas sociales y condiciones de vida. La reproducción de los hogares en la Argentina (2003-2014)

No hay tanto para inventar. El crecimiento bajo las políticas heterodoxas del kirchnerismo dependió de la expansión de un sector exportador, especializado y extractivo más que de algún desarrollo endógeno que fuera más allá de remontar empresas icónicas. La carrera loca a tasas chinas alivió los ánimos, pero tuvo un efecto módico en modificar los patrones de desigualdad estructural del mercado de trabajo. Las políticas sociales evitaron la caída en la pobreza y la indigencia de un sector de la población, pero no sólo no lograron eliminar ninguna de las dos sino que tampoco modificó el patrón de especialización y concentración que motorizan tanto la precarización del mercado laboral como la dependencia de las políticas sociales.

En 1994, se estableció el Plan Trabajar, el primer plan de empleo de la Argentina, como una respuesta ya no al trabajo en negro que había crecido en la década anterior, sino al desempleo asociado a la reforma del Estado y la modernización de la economía

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La transición desde 1996, entonces, fue del empleo estable al precario y de ahí al desempleo y de ahí a los planes de ayuda transitorios y de ahí a una precariedad obstinadamente asociada a los planes pero también al empleo estable e informal. A las transformaciones locales se sumaron los cambios tecnológicos que terminaron de separar producción y consumo. Si, fallido y todo, el ideal fordista era que el obrero ganara lo suficiente como para poder comprar un auto como el que fabricaba, el ideal emprendedor moderno establece una separación fundante entre el repartidor de comida (cuya figura crece mitológica para convertirse en el contraste falseado del obrero de Carpani) y el que recibe la bolsa en la puerta de su casa. La polarización de ingresos resultante entre los sectores de ingresos fijos ligados a bienes y servicios transables y el resto de la humanidad generó una desigualdad armónica, permanente mucho más problemática que la simple concentración de ingresos en unos pocos, e impermeable a la mejora de los números de empleo (algo de eso sugiere Mariana Heredia en ¿El 99% contra el 1%? Por qué la obsesión por los ricos no sirve para combatir la desigualdad) y que en parte explica la foto de un país en el abismo con sus restaurantes repletos.

El resultado es que, para 2021, cuando Milei irrumpe en el firmamento, la mitad de la fuerza laboral estaba en situación informal y llevaba  más de una década en esa condición. Un número que, por otra parte, tiene que haber crecido enormemente durante este año. Y una realidad que, mirada en perspectiva, es cualquier cosa menos transitoria.

Fuente: Eduardo Donza: Calidad del empleo y heterogeneidad estructural, 2010-2021.

Sobre esas continuidades, las rupturas sobre las que se monta la aparición de Milei en el 2023 son varias. Externas a él, porque le habla a una sociedad que lleva más de una generación a la intemperie y en la que muchos pueden relacionarse fácilmente con el mundo desamparado que propone: tanto los que llenan los restaurantes como los que aspiran a hacerlo. Propias de él, porque Milei lee bien que su lugar es el de Perón en reversa: ya no la figura paterna que protegía a los recienvenidos otorgándole beneficios a cambio de su libertad -como postularon tantas veces los análisis sobre el populismo-, sino el que ofrece la promesa verosímil de un mundo libre de esas protecciones que también han perpetuado el sometimiento que venían a reparar.

El ideal fordista era que el obrero ganara lo suficiente como para poder comprar un auto como el que fabricaba, el ideal emprendedor moderno establece una separación fundante entre el repartidor de comida (cuya figura crece mitológica para convertirse en el contraste falseado del obrero de Carpani) y el que recibe la bolsa en la puerta de su casa

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No es, en ese sentido, solamente un voto desesperado o desesperanzado, o empujado al abismo condicionado por lo material, o no más condicionado en el joven desempleado de Salta que en el proctólogo exitoso de Villa del Parque. La idea de una movilidad social ligada a dinero obtenido por fuera de cualquier lazo social extra-económico, “la nuestra”, es parte vital de ese “neoliberalismo desde abajo” que describe Daniel Fridman, una parte robustecida, en caso argentino, por el fracaso perpetuo del Estado de alimentar otra interpretación del pasado reciente como algo más que un fracaso. Y hay ahí una alerta para quienes creemos que la riqueza es socialmente producida e individualmente apropiada y que la mera idea de un “impuesto” es engañosa en la medida que sugiere lo contrario: además de discutir hasta el hartazgo el fin del peronismo, hay que conversar sobre el fin del Estado. No su desaparición, sino sus límites ya estructurales para producir una legitimidad fundante como representante de esa riqueza social. Parte de eso explica que la confianza en una sociedad librada de las ataduras de la acción colectiva y del Estado nutra los cambios del país del último medio siglo. En el 2003, con el abismo aún fresco en la memoria, la suma de las candidaturas de Menem y López Murphy -referentes de los dos picos de desempleo más grandes de la historia- alcanzó el 41 por ciento el electorado, extendiéndose por todo el tejido social. El trabajo parecía no tener en el voto el mismo peso que tenía en las encuestas. Y aunque el voto (sobre todo a Menem) tuvo motivaciones múltiples -como si hubiera un voto que no-, la libertad desatada desde el final de la guerra fría era una parte inocultable del atractivo.

1996, entonces, como un mirador privilegiado, el año en el que la globalización se comió al cosmopolitismo, la cofa de un barco a la deriva desde la que podemos ver, hacia atrás, a la sociedad fordista que empezaba a quedar definitivamente atrás. Y hacia adelante, a esa nueva estructura social en la que una abundancia y prosperidad inéditas avanzaban tercamente de la mano de una precarización resistente tanto al crecimiento económico como a la dinamización del mercado de trabajo y la intervención el Estado mediante las políticas sociales. Una Argentina aún sin nombre que recién 27 años después alguien empieza a designar. Las opciones electorales que se presentan en el 2023 expresan distintas formas de relacionarse con esa historia reciente, pero solo una, más allá de su suerte final, parece capaz de capturar la magnitud de esos cambios en su compleción, las esperanzas creadas y las destrozadas. Y la desesperanza también.


[1] Esto está oportunamente en mi libro, que ustedes pueden adquirir en el puesto instalado en el hall del teatro, Breve historia del antipopulismo. Los intentos por domesticar a la Argentina plebeya, de 1810 a Macri (Siglo XXI, 2021). O mejor aún, pueden ir al original, en Sergio Daniel Morresi y Martín Vicente, “Los rostros del liberalismo conservador”, en Daniel Lvovich (comp.) Políticas públicas, tradiciones políticas y sociabilidades entre 1960 y 1980. Desafíos en el abordaje del pasado reciente en la Argentina, t. I. Buenos Aires, UNGS, 2020, p. 190.

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