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06 de junio 2017

Martin Schapiro

DONALD TRUMP: RECUERDOS DE PROVINCIA

Tiempo de lectura: 5 minutos

Oklahoma es un estado petrolero. Con alrededor de cuatro millones de habitantes, cerca del 15% de su producto bruto y más de uno de cada veinte empleos dependen directamente de esa industria. Oklahoma es también uno de los estados más consistentemente conservadores de la Unión. Ninguno de sus altos cargos estaduales, ni de sus dos senadores nacionales, ni de sus cinco representantes en la Cámara, es Demócrata, y sus votantes eligieron, en 2004, incorporar a la Constitución estatal la definición del matrimonio como unión exclusivamente entre un hombre y una mujer.

No es de extrañar, entonces, que durante el mandato de Obama el Procurador General del Estado, Scott Pruitt, fuera uno de los principales litigantes contra el Gobierno Federal, sosteniendo desde Oklahoma una agenda de oposición a las políticas nacionales en todas las materias, desde la salud hasta la regulación financiera. Receptor de fondos de campaña por más de 300.000 dólares de las industrias vinculadas a los combustibles fósiles, el principal blanco de Pruitt durante su mandato como Procurador del Estado fue la Agencia de Protección Ambiental (EPA), a la que demandó trece veces ante las cortes federales.

la política interna en materia ambiental se contaba entre los éxitos que podía mostrar el cuadragésimo cuarto presidente norteamericano.

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Cuando Donald Trump debió elegir a la persona a quien confiar la EPA, el nombre del oklahomense cumplía con las pretensiones esbozadas durante la campaña presidencial, en la que confluyeron muchas de las propuestas más regresivas del Partido Republicano y las suyas propias, junto con la pretensión de deshacer, en su totalidad, los puntos salientes del legado de Barack Obama.

El Acuerdo Climático de París es el más resonante de los avances alcanzados en el fuerte legado obamista en materia ambiental, debido a las enormes dificultades de coordinación que requería un acuerdo abarcativo para países desarrollados y emergentes, así como las necesidades vinculadas al crecimiento de las nuevas potencias y las concesiones a las que las tradicionales estuvieran dispuestas. París tuvo la función de enfrentar, a la vez, todo aquello. Sin embargo, aún sin el acuerdo, la política interna en materia ambiental se contaba entre los éxitos que podía mostrar el cuadragésimo cuarto presidente norteamericano. Al contrario de la que había sido la tendencia ininterrumpida durante las décadas anteriores, la economía norteamericana dejó de requerir cantidades crecientes de combustibles fósiles para alimentar su crecimiento económico y, a partir de una política de incentivos fiscales para las energías limpias, y aumento de las presiones regulatorias sobre las fuentes más contaminantes, consiguió multiplicar la inversión en aquellas. El porcentaje de emisiones de CO2 de los Estados Unidos se contrajo de casi la cuarta parte del total global hace quince años a menos de un sexto, mientras las emisiones por habitante se redujeron cerca de un 20%.

La exitosa política de Obama, sin embargo, dejó heridos. Los gigantes de la industria petrolera se debatieron entre resistir el cambio e invertir en nuevas tecnologías, intentando muchas veces ambas. En peores condiciones quedó la industria del carbón, preeminente en algunas de las regiones más pobres y postergadas de la Unión. Es probable que, a la hora de buscar explicaciones a la victoria electoral de Trump, la incapacidad de reinventar las economías industriales tradicionales como reverso del modelo de crecimiento encabezado por Silicon Valley y las nuevas tecnologías tenga guardado un lugar de indudable centralidad.

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Aún si así no fuera, es una de las narrativas abrazadas por Donald Trump cuando, en campaña, y desde la empobrecidísima Virginia Occidental, prometió con casco puesto traer de vuelta el empleo a las minas.

Además de las consecuencias internas, cada uno de estos relatos conlleva una visión sobre el rol estadounidense en el mundo. Obama proponía abrazar el progreso, poniendo a Estados Unidos a la vanguardia ante un problema global por excelencia, con una estrategia en la cual el ejemplo y los incentivos ocuparían un rol más importante que la coerción, bajo la premisa de que Estados Unidos tenía la capacidad tecnológica y política para liderar y sacar ventaja de un proceso de cambio que evaluó inevitable. Desde la vereda de enfrente, Trump considera que el acuerdo resulta una cesión voluntaria de competitividad frente a los rivales chinos y, en última instancia, confía en el inmenso valor global del mercado de consumo norteamericano, y su indiscutible primacía militar para imponer términos más favorables a su país en una pregonada renegociación del orden internacional.

La propuesta es, en cambio, un unilateralismo cuya novedad respecto del anterior, experimentado durante la presidencia de George W. Bush, radica en la concepción puramente material y transaccional del lugar de los Estados Unidos.

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Esa visión de Trump, autorreferencial y autocentrada, no puede confundirse con aislacionismo, sencillamente porque es imposible concebir tal cosa en la primera potencia global, con tropas estacionadas en forma permanente en todos los continentes, y entre un cuarto y un quinto del Producto Bruto Global. La propuesta es, en cambio, un unilateralismo cuya novedad respecto del anterior, experimentado durante la presidencia de George W. Bush, radica en la concepción puramente material y transaccional del lugar de los Estados Unidos. Lejos de manifestar una voluntad de expresar valores universalizables, Trump propone, desenfadadamente, el interés inmediato norteamericano como único vector de su intervención en el mundo. Gobernar para Pittsburgh y no para París, según sus palabras.

El nuevo unilateralismo, sin embargo, enfrenta los mismos problemas de credibilidad que, desde Irak, afronta el liderazgo norteamericano. Los déficits gemelos, fiscal y comercial, y la falta de apoyo doméstico para las costosas incursiones militares en el extranjero hacen de la amenaza una herramienta bastante menos potente de lo que la potencia económica y la incuestionable supremacía bélica norteamericana podrían sugerir, al tiempo que vuelven a Estados Unidos mucho más dependiente de sus socios/competidores.

Así las cosas, nos encontramos con escenas como la ocurrida luego de la última reunión de la OTAN, en la que Angela Merkel llamó, desafiante, a los países europeos a independizar la suerte de la defensa continental de los vaivenes de la voluntad norteamericana, un atentado terrorista terminó en un, hace poco inconcebible, cruce verbal entre el presidente de los Estados Unidos y el alcalde de Londres, y una gira por el Medio Oriente termina precipitando una crisis de proporciones entre dos países aliados. La retirada del Acuerdo Climático resulta sintomática de ese estado de cosas. Si no hay indicador más evidente del debilitamiento del liderazgo norteamericano que una respuesta conjunta de China y la Unión Europea, la decisión de retirarse de un acuerdo global suscripto por casi todos los países del mundo, que no contiene ni mecanismos de cumplimiento coactivo, constituye un desafío abierto al resto del mundo, y una señal de confianza en la autosuficiencia norteamericana y el peso de sus intereses frente a los del conjunto de las naciones.

Si durante los gobiernos Demócratas una de las obsesiones del Partido Republicano fueron los derechos de los Estados frente a la Unión, el intento de replicar aquello a nivel nacional, frente al orden internacional establecido puede encontrar, paradójicamente, sus primeros e infranqueables límites a nivel interno. Las principales ciudades y regiones norteamericanas, que representan en conjunto más del 70% del producto bruto, prometen dar batalla y generar sus propias regulaciones y exigencias ambientales, asumiendo las competencias abandonadas por el gobierno federal. Mientras, el límite de sus proyectos siguen poniéndolo las propias fuerzas productivas. Como sucede con toda política estatal de fomento exitosa, la inversión en energías limpias terminó por generar una baja en los costos de obtención y distribución, aumentando su competitividad respecto de las fuentes tradicionales. Y aunque Trump haga enojar al mundo, se ponga casco, y prometa traer el carbón y sus empleos de vuelta, difícilmente encuentre empresas dispuestas a invertir el dinero que supone aquella idea.

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