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25 de agosto 2021

Mercedes Viola

DESTIERRO

Tiempo de lectura: 4 minutos

Caminaba por Milán buscando quién sabe qué y respiraba con fuerza, tratando de mandar al fondo de los pulmones la humedad punzante y helada del atardecer invernal. El cielo se parecía al de los cuentos que contábamos para hacer crecer el miedo cuando se cortaba la luz que se parecía a los cuentos de Allan Poe que se parecían a la voz de un amigo de la universidad, impregnada de humo de tabaco negro.

A veces me paraba a mirar las ventanas amarillas sin personas y sentía calor y lloraba un poco; se parecían a los cuentos de Cortázar que contábamos a la luz del velador para hacer crecer los sueños que se parecían a la voz que me llevaba a casa.

“¿A qué casa te llevo?”, preguntaba la voz. Las nieves del tiempo platearon mi sien y no sabría dónde ir. ¿Dónde está el río del que chupa agua enloquecida mi nostalgia? ¿Adónde volver?  Pregunta para ociosos, me digo, que dispara un rollo de diapositivas; algunas vivaces, otras descoloridas, que tiran propuestas imposibles: el patio de la casa natal, el aserrín en los escalones de mármol de la escuela las mañanas húmedas de invierno, la señorita Nené, el sabor del helado de frutilla. O volver a la costa apacible del río Paraná en verano, mar marrón sin olas donde los camalotes nadan lentos, panza arriba, cuesta abajo. Volver a la casa de los abuelos y a ese amor sin tormento, como el amor de los amigos. Volver a Paraná, a Gualeguaychú, a Córdoba, a Buenos Aires. Consolarme en Nápoles, tu sucursal, o en Venecia, ciudad cuna y misterio. Casas y ciudades sin principio ni fin que nos habitan para siempre.

No te tomes tan en serio, que si sos de echar raíces todo es destierro. Para alguien así cambiar de ciudad es tan entusiasmante y doloroso como cambiar de zapatos

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Chavela dice que uno vuelve siempre a los viejos sitios donde amó la vida. Sabina, en cambio, que al lugar donde has sido feliz no debieras tratar del volver. Quizás tenga razón. Uno cambia, cambian las ciudades, pero en algo nos parecemos y cuando vuelvo nos miramos sabiéndonos en parte crecidas, en parte decrépitas, en parte perdidas. Luego, por la noche, una tormenta o un ruido en el techo despiertan el miedo que me quitaba el sueño, y sufriéndote por inestable y peligrosa tanto cuanto viva y vasta y hermosa, con los ojos clavados en el techo, me propongo llenar un bolso de realismo para mitigar tu magia el día del regreso y los días de nostalgia que llegarán después, como éstos.

Si al final todo es irse, me digo, consolándome como si fuera hija mía -un ejercicio que aprendí de grande y que a veces funciona-, cada noche nos vamos de un día que no va a volver, pero no hay día que no tenga algo memorable, una sorpresa aunque sea nimia, un perfume, una nube, unos ojos.

Aguantatelá. No te tomes tan en serio, que si sos de echar raíces todo es destierro. Para alguien así cambiar de ciudad es tan entusiasmante y doloroso como cambiar de zapatos. Cada final es el exilio de un mundo posible. Como para la niña que salía del circo enamorada del domador y lloraba en silencio, en el asiento trasero del auto, hasta llegar a casa.

Pare de sufrir, decía con acento brasilero el de la Iglesia Universal en televisión. Un eslogan perfecto para una tierra que dio frutos regada de ilusiones y de lágrimas inmigrantes, con horizontes repletos de miradas perdidas en sueños de tierras lejanas.

Y seguí caminando. Caminar ayuda. Terminó el invierno. La primavera dio su discurso ignorando las circunstancias y después llegó el verano. Que el orden de las cosas estuviera intacto no dejaba de ser tranquilizante. Verano diametralmente opuesto a tu invierno, en la redondez de la tierra gorda que no se ofende. Una estate italiana, como cantaba Gianna Nannini en el mundial aquel. La estación donde estamos invitados a bajar con desparpajo, casi obligados a la felicidad. Los verdes de la mancha mediterránea que explotan contra el cielo azul, el ruido del mar y el lenguaje universal: las risas de los niños, los primeros amores de los jóvenes, el paso lento con las caderas hacia adelante de las mujeres que pasean y conversan en la orilla.

Volver a Paraná, a Gualeguaychú, a Córdoba, a Buenos Aires. Consolarme en Nápoles, tu sucursal, o en Venecia, ciudad cuna y misterio. Casas y ciudades sin principio ni fin

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Sentada en la arena abrazada a mis rodillas miro todo. Te extraño. De repente pienso en La casa infinita que presentó éste año el pabellón Argentina en la Bienal de Arquitectura de Venezia. La casa chorizo, monoblocks que se multiplican, ventanas que se repiten, patios que comunican puertas, lugar donde encontrarse. La casa infinita es y no es de este mundo, nunca termina, que no tiene fin y que habitamos todos, como el infierno de Calvino, donde buscamos aquello que no es infierno para hacer que dure, para darle espacio. Casas que viven en ciudades como las Pink City de Cerami. Ciudades que corren como el mundo al lado del camino. Fluyen coloradas, encendidas y simétricas, donde arriba y abajo se confunden, sin principio ni final. Islas flotantes que atravesamos y nos atraviesan, que hacen nido en algún rincón del pecho y se te quedan adentro como un perfume sin nombre, un sabor inalcanzable. “Noté sus peculiaridades y dije: los dioses que lo edificaron estaban locos.” dice Borges en El inmortal.

Llegará el otoño y su calma dorada. Podremos descansar, entrar, calentar el agua. Temer algunas cosas. Pero la casa es infinita, las ciudades son una gran ciudad. Ya no hay destierro posible. Hay puertas que se parecen a los libros que amamos, que abrimos cuando buscamos refugio, un mundo familiar donde reposar un rato, donde tenernos la mano hasta que en alguna esquina, en algún patio, nos volvamos a encontrar.

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