
François Hollande decidió, a principios de este año, no buscar la reelección como Presidente de Francia. Con 4% de valoraciones positivas, su mandato no tiene logros que mostrar en casi ningún campo. La economía estancada, el desempleo oscilando alrededor del 10%, y un país jaqueado por el miedo, ante los peores atentados terroristas de su historia. No extraña que haya contemplado la elección desde los monitores de la residencia oficial, de la que pronto se despedirá como el presidente más impopular de la V República. Y a pesar de todo esto, seguramente haya sonreído anoche al pensar en su ministro mimado, que se perfila como su sucesor.
Emmanuel Macron, desconocido para el gran público hasta que Hollande lo nombró al frente del Ministerio de Economía en 2014, se encuentra inmejorablemente posicionado para convertirse en el próximo presidente de la República Francesa.
En tiempos de auge del malestar civilizatorio en el mundo desarrollado, Macron parece objeto mismo de aquel malestar. Un orgulloso cosmopolita, que pregona abiertamente las bondades de la integración global y la amalgama cultural, egresado de la Escuela de Administración, nido de la élite burocrática del país. Tras comenzar como inspector de hacienda, abandonó la carrera pública para ocupar posiciones en la banca Rothschild, donde, con un salario de 400.000 euros anuales, obtuvo además primas millonarias por su participación en procesos de fusiones empresarias. Tras su regreso al sector público, como asesor presidencial, y luego como ministro, se convirtió en el principal impulsor en el gobierno de la agenda corporativa empresarial, incluyendo una reforma laboral que facilita los despidos y flexibiliza los contratos y que sólo pudo ser aprobada por un decreto, tras enfrentar huelgas masivas durante 2015 y 2016.
La promesa encarnada es una de tecnocracia en lugar de (una muy calificada) burocracia, reformas en lugar de inmovilismo y estancamiento, y juventud frente a un sistema notablemente envejecido
Sin embargo, ni su trayectoria, ni sus propuestas, identificadas desenfadadamente con las cuestionadas élites europeas, evitaron que se posicionara a sí mismo como un candidato de fuera del sistema. Con un discurso que reivindicó “ni de izquierda ni de derecha”, eligió el antagonismo entre lo nuevo, que él mismo vendría a representar, y lo viejo, encarnado por la dirigencia política tradicional, como el leitmotiv de su campaña. La promesa encarnada es de una tecnocracia en lugar de (una muy calificada) burocracia, reformas en lugar de inmovilismo y estancamiento, y juventud frente a un sistema notablemente envejecido. Al discurso, que alcanzó para movilizar algunos miles de jóvenes, obtener cobertura y favor en los medios, y aspirar a ingresar seriamente en la discusión nacional, se agregó la suerte.
La caída en desgracia del conservador católico François Fillon, tras un escándalo de nepotismo y corrupción le permitió superar a quien era hasta entonces el candidato mejor posicionado para obtener la pesidencia, mientras la derrota del ex-primer ministro Manuel Valls, en la interna del Partido Socialista, le valió el apoyo de aquel, así como el de toda el ala derecha del partido. En esas condiciones, alcanzó a terminar el domingo en el primer lugar, aún con un porcentaje de votos que lo hubiera dejado fuera del ballotage en las dos presidenciales anteriores.
Representante de la identidad urbana acostumbrada a las fronteras borrosas, los intercambios culturales y los vuelos low cost, Macron integra el mentado uno por ciento
La providencia no fue menos generosa frente a la inminente segunda vuelta. Apoyado por todo el sistema político, mediático y empresarial, y posicionado en el centro del espectro, tendrá enfrente a la candidata del Frente Nacional, una marca que, aún después de años de cosmética, resulta, por buenos motivos, tóxica para la mayoría de los franceses.
Marine Le Pen intentará recortar distancias identificándose a sí misma con el pueblo, y a su rival con las élites globalistas a las que responsabiliza por el actual estado de cosas. Probablemente no le falte razón sobre su rival. Representante de la identidad urbana acostumbrada a las fronteras borrosas, los intercambios culturales y los vuelos low cost, Macron integra el mentado uno por ciento, el sector más aventajado del país, beneficiario material de la globalización, el avance tecnológico y la liberalización comercial en los países desarrollados.
De imponerse, Macron intentará brindar respuestas pro-mercado a un país donde las voces de los perdedores de aquel proceso suenan cada vez más fuertes. Una Francia donde, tras las tres décadas gloriosas de la posguerra, el desempleo nunca volvió a perforar el piso del siete por ciento. Macron seguramente intentará avanzar en medidas destinadas a expandir la oferta, flexibilizando, precarizando y desprotegiendo el empleo asalariado, al tiempo que buscará reducir la carga impositiva de empresas y empresarios. Una solución que, en el mejor de los casos, conseguiría mitigar los problemas de empleo y competitividad a costa de salarios y condiciones de trabajo, provocando además un aumento en la desigualdad distributiva.
Sí, aún de ser exitosos, los remedios sostenidos por Macron resultan cuestionables, las condiciones políticas estructurales a las que enfrenta hacen muy difícil su concreción.
A mediano plazo, sin embargo, difícilmente sus ideas resulten menos utópicas e inviables que las de quienes ofrecen recuperar pasado e identidad reconstruyendo fronteras
La deuda se ubica casi en el 100% del producto bruto, mientras el déficit fiscal, durante el último quinquenio, se ubicó invariablemente por encima del límite del 3%. Resulta difícil, en esas condiciones, pensar cualquier reducción de la carga tributaria que no traiga aparejado un ajuste brutal sobre los gastos del Estado. En cuanto al mercado de trabajo, las políticas económicas definidas por Bruselas y el Banco Central Europeo tuvieron como resultado que, en 2016, el saldo comercial francés en bienes y servicios registrara un déficit de 81.333 millones de dólares en 2016, mientras el superávit alemán en el mismo rubro fue de 249.518 millones de dólares. Imposibilitado de utilizar la política monetaria, enfrentar semejante disparidad competitiva requeriría una rebaja salarial intolerable para sindicatos y trabajadores franceses.
Si el frente económico asoma problemático, ningún indicio parece señalar algún cambio relevante destinado a reducir las presiones migratorias sobre Europa, mejorar la situación de los migrantes, compartir equitativamente las cargas o incrementar las capacidades preventivas frente a las amenazas del terrorismo internacional.
La inercia europea se presenta para Francia como un obstáculo mucho más infranqueable que su inmovilismo casero. El apoyo monolítico de Berlín y de Bruselas, y sus propias posiciones, no hacen prever que la joven esperanza del sistema vaya a proponer ninguna fórmula de enfrentamiento. Aún así, la Unión sigue representando, en la mente de muchos franceses, la prolongada paz y prosperidad posteriores a la Segunda Guerra Mundial. A la hora de abandonarla, el recuerdo de lo ganado supera todavía al miedo y la abulia por el presente.
Seguramente Macron alcance esta vez a conjurar el riesgo de una restauración del nacionalismo xenófobo europeo. A mediano plazo, sin embargo, difícilmente sus ideas resulten menos utópicas e inviables que las de quienes ofrecen recuperar pasado e identidad reconstruyendo fronteras. Con la diferencia de que habrán sido puestas en práctica.
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