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22 de febrero 2023

Diego Labra

(VOLVER A) MATAR AL AUTOR

Tiempo de lectura: 8 minutos

A tono con el espíritu iconoclasta de la época, el semiólogo y crítico literario Roland Barthes se despachó en vísperas del mayo francés con un influyente ensayo titulado “La muerte del autor”. Pero al igual que Dios, declarado muerto por Nietzsche hace ya ciento cincuenta años, el autor goza todavía de buena salud. En las aulas universitarias se da por abolido el análisis textual con el modelo “vida y obra”, pero el acto reflejo intelectual a “No sabés qué buena película que vi” sigue siendo “¿Quién la dirigió?”.

Vuelvo a la problematización de la figura del autor cada vez que se “cancela” a uno en redes. Es decir, una y otra vez. Entre los últimos se cuenta a Justin Roiland, quien denuncia de violencia doméstica mediante, pasó de ser el genio que revolucionó la industria de la animación estadounidense con Rick y Morty a ser un pelotudo peligroso que realmente no tenía mucho que ver con la serie. También se montó el enésimo operativo clamor contra Roger Waters tras que su entusiasta antiimperialismo vintage lo llevara a hacerse eco de la bajada de línea de RT. ¿Por qué levantamos estos ídolos para luego tirarlos abajo? ¿No sería más fácil directamente no entronarlos en primer lugar?

Un problema contemporáneo: separar la obra del artista o juzgarla con su prontuario en mano. “Vida y obra” strikes back. Votar con el bolsillo es dejar de comprar su arte para darle de comer en señal de protesta (o seguir consumiéndolo, pero “pirateado”). La posible ética de un consumo cultural exhibido. Si vas al Lorca y no lo compartiste en una story ¿Fuiste al Lorca? Entre el FOMO y el miedo a quedar en offside. “You are what you eat”, dice el proverbio anglosajón. “Sos lo que comés” ¿Qué dice de nosotros nuestra dieta cultural? Que tenés “buen gusto”, que sos un cipayo que no apoya la industria nacional, que tenés un diploma guardado en el placard. Que (no) te importa que ese músico fue denunciado de abusador por media docena de mujeres, o que la escritora que creó las fantasías que te transportaron a otro mundo en tu infancia resultó ser una terfa. No me juzgues por lo que digo, sino por lo que consumo.

Votar con el bolsillo es dejar de comprar su arte para darle de comer en señal de protesta (o seguir consumiéndolo, pero “pirateado”). La posible ética de un consumo cultural exhibido

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Para el del videoclub, para el mantero, el criterio ordenador siempre fue el actor o la actriz. ¿Tenés la nueva de Bruce Willis, la de Denzel Washington, la de Julia Roberts? Catalogar el consumo de cine por director, el “autor” de la película, es de iniciado. Aún tras medio siglo de sociología del libro, tras la estocada de Barthes, la noción de la autoría en literatura se resiste a desaparecer. Sí, está recontra estudiado el rol que juegan en la creación literaria editores, correctores, colegas escritores, traductores, publicistas. Los autores se hacen en la Feria del Libro de Frankfurt. Pero el acto de escribir, lo que estoy haciendo en este mismo momento, sigue constando en su mínima expresión de una sola persona que tipea, que vuelca lo que tiene en la cabeza a una página/pantalla en blanco. Una imagen de la creación artística con mucha potencia. Por eso la literatura, el texto impreso, es la matriz desde la que nace la figura de autor (y de su correlato legal, el concepto contemporáneo de copyright o propiedad intelectual). En el cine, el arte industrial por excelencia, debería ser incluso más difícil sostener esa ficción de autoría. Como delata la nómina de nombres que no leemos al principio y final de cada película, lo que se ve en pantalla es el producto del trabajo de decenas de personas, delante y detrás de cámara. ¿Porqué entonces adscribimos toda esa energía creativa a una sola persona?

La crítica cultural, como toda institución, es conservadora por naturaleza. Por eso ante el surgimiento de lo nuevo siempre se cuentan entre sus miembros más apocalípticos que integrados, y por eso la manera más directa para legitimar, por ejemplo, un nuevo medio, es encuadrarlos dentro de los límites de un aparato crítico ya montado y aceptado. Esto es justamente lo que hicieron André Bazin y sus colegas de la revista Cahiers du Cinéma, fundada en 1951. En su apreciación de las producciones italianas de la segunda posguerra juzgaron al realismo y al drama como las formas más elevadas de un cine que, al igual que la literatura, debía aspirar a representar la realidad. Más influyente aún fue la teoría del autor de Bazin, que consagró al director como el auteur de una película, así en francés, e instaló la idea de que esta debe ser la “visión personal” de una sola persona (genial, en la medida de lo posible).

El éxito de la teoría del autor aplicada al cine se mide en el hecho de que se ha cristalizado en un sentido común. En el imaginario popular, Spielberg y Ford Coppola se sientan en la misma mesa que Picasso y Borges. Hace ruido cuando entregan el Oscar a mejor película, el premio último, y suben a recibir la estatuilla los productores. ¿Qué hace un productor que lo convierte en más responsable por una película que al director? Pues lo hay de todos los tipos y pelajes, pero su expresión más pura son el motor detrás de un proyecto cinematográfico: los que comisionan/compran un guión, los que venden la idea a los financistas, los que contratan al director. He ahí su pecado original, encontrarse demasiado cerca de la guita para poder ser llamados artistas con comodidad (aunque la mayoría de los directores más celebrados sean también productores). En parte por eso molesta tanto a la crítica cinematográfica “afrancesada” la existencia y el éxito (sobre todo el éxito) del Universo Cinematográfico Marvel, un multiverso de largometrajes y series televisivas que, con un productor como Kevin Feige como la fuerza propulsora detrás de todo, recuerda a un Hollywood anterior a la conquista del auteurismo de los setenta.

En el imaginario popular, Spielberg y Ford Coppola se sientan en la misma mesa que Picasso y Borges. Hace ruido cuando entregan el Oscar a mejor película, el premio último, y suben a recibir la estatuilla los productores

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Hay quienes han dado la discusión acerca de quién es el verdadero autor de una película. Alex Garland, novelista y escritor para la pantalla detrás de 28 DaysLater y NeverLet Me Go, trató de llevar agua al molino de los guionistas antes de rendirse y hacerse él mismo director. Se podrían articular argumentos igual de sólidos a favor del cinematógrafo o el editor. Pero más que discutir eso acá, me interesa más pensar por qué necesitamos un autor en primer lugar. Porque si bien hay como vimos una historia intelectual detrás de la idea, lo cierto es que el público más intenso la ha abrazado también. Probablemente ayuda que simplifica el “saber de cine”. Alcanza con memorizarse un nombre y no veinte, mirar la filmografía de un director y no reconstruir una genealogía rizomática que incluya el trabajo de diseñadores de sonido y directores de segunda unidad.

La idea del autor también resulta atractiva porque, aceptémoslo, nos gustan los nombres propios, los ídolos. Los tenemos en el deporte, y también en las artes. Pasan las olas y las modas, pero en esa seguimos siendo románticos (del Romanticismo europeo del siglo XVIII). Queremos que nuestro arte esté hecho por 1 (una) persona genial, más inspirada que el resto. Si además es torturada y tiene final trágico, mejor. Quizás haya algo del orden de lo emotivo allí, pues la autoría de sola firma facilita imaginar que la conexión empática que suscita una gran obra en cada espectador es en realidad un contacto mediado entre dos personas. Entre el genio que admiro y yo. Linklater me entiende, Sofia Coppola sabe cómo me siento, somos un poco parecidos con la directora de Aftersun ¿no?

El que usa una remera que dice “Directed by Quentin Tarantino” se ríe del que usa una de los Avengers, pero los dos están haciendo publicidad gratis para gente millonaria

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Precisamente por eso la noción de autor también funciona como marca. Si no hay método en el arte (sino seria ciencia), entonces la única garantía de genialidad es la firma. Esto se explota no solo en términos simbólicos, de prestigio, sino también comerciales. Con el nombre de un director se recaudan fondos para una producción, y también con ese nombre te venden una película. A veces, solo basta con un apellido, como prueban los directores de “segunda generación” como el hijo de Cronenberg. El que usa una remera que dice “Directed by Quentin Tarantino” se ríe del que usa una de los Avengers, pero los dos están haciendo publicidad gratis para gente millonaria.

Tras del nombre propio, bajo la sombra del autor, se encuentra el trabajo creativo de decenas de artistas. Al mismo Garland se lo cita decir que “desbancar la mitología de hacer cine” es caer en cuenta que ese no es un acto individual, sino “colectivo, y una colaboración”. En este sentido, es interesante que nuestro plebeyismo nacional hace difícil que reconozcamos como laburante a un empleado de cuello blanco que supera caminando el piso de Ganancias y vive de darle órdenes a otros, pero pensamos como el artista último al director de Hollywood, cuyo trabajo ulteriormente es el de gerente de una producción cinematográfica.

No hace falta traer a colación a Woody Allen o Roman Polanski ni googlear los últimos casos de abuso que tal acumulación de poder en una sola persona facilita (y hasta incentiva) para argumentar contra esta asimetría. Todos en el set, y especialmente quienes están detrás de la cámara, se ven robados de su cuota de autoría bajo este régimen. Que puedas enumerar de memoria la filmografía de Scorsese, pero no la de sus editoras históricas, Marcia Lucas y Thelma Schoonmaker, es prueba de que hay ahí una plusvalía simbólica que está siendo apropiada. Esto es particularmente cierto en el caso de las artistas, ya que la dirección ha sido mayormente una prerrogativa masculina, mientras que otros roles claves a lo que se ve en pantalla como casting, maquillaje o vestuario son tradicionalmente realizados por mujeres. ¿Acaso hay alguien que haya contribuido más al éxito deMarvel que la directora de casting Sarah Finn? Yo diría que no, pero ningún fan conoce su nombre.

El movimiento#MeToo puso el foco sobre el costado más exacerbado y oscuro de un abuso de poder del cual en realidad ya se sabía (lo de Cosby era conocido, lo de El último tango en París también). El hashtag sacudió a Hollywood hasta sus cimientos y abrió caminos para que más mujeres lleguen a directoras, y hasta a ser autoras: en las noventa entregas del Oscar previas al #MeToo solo una mujer había ganado la estatuilla por dirección (Kathryn Bigelow en 2009), en las cuatro que celebraron después ya ganaron dos (Chloé Zhaoen 2020 y Jane Campion en 2021). Pero no se ha puesto en tela de juicio a la figura del director/autor en sí, ni se ha buscado horizontalizar el proceso creativo.

Así como la profundización de la globalización tendió a reforzar los nacionalismos, el desarrollo de la IA podría terminar revigorizando al culto del autorismo

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Lo que si se ha vuelto común es someter a un escrutinio más severo a nuestros artistas geniales, escudriñando cada acto público y/o privado. Una distinción cada vez más borrosa gracias a la necesidad de actual de exponerse 24/7 para mantener la relevancia y seguir facturando, como canta Shakira. En tiempo de redes sociales, la vida del autor se vuelve una obra suya más. Ya no se los juzga solo por la genialidad de su trabajo publicado, sino que también se demanda un mínimo de decencia en su vida privada, o al menos que no comenta ninguna transgresión que ensucie nuestro consumo de lo que vende. Mejor todavía si piensa como nosotros, si comprar su obra viene aparejada con el plus de la sensación de estar haciendo lo correcto.

No falta quienes dicen que esta nueva demanda social puestas sobre los artistas está (volviendo a) matar al autor. Otros temen que sea el Chat GPT y otros avances en Inteligencia Artificial los que harán realidad la metáfora de Barthes. Como en la película de ciencia ficción Ex Machina, dirigida y escrita por Garland, el precio de crear una máquina capaz de pasar el test de Turing podría probar ser demasiado alto. No cabe duda de que estas tecnologías redefinirán los límites de la autoría, así como lo hicieron anteriormente otras invenciones (por ejemplo, la imprenta). Pero así como la profundización de la globalización tendió a reforzar los nacionalismos, el desarrollo de la IA podría terminar revigorizando al culto del autorismo. Especialmente si detrás de este se encuentra ese deseo de conexión con otra persona (genial) a través del consumo de productos culturales. El autor ha muerto, ¡Larga vida al autor!

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