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04 de marzo 2023

Juan Di Loreto

UNIDAD DE LUGAR

Tiempo de lectura: 3 minutos

El espacio dentro de nosotros gana

y traduce las cosas

Rilke

¿Y si el infinito queda lejos de la gran ciudad? Estás en la ruta 3 y ver la llanura produce una escena donde el horizonte no termina nunca. Al atardecer, el paisaje matiza su verdor amarillento y las sombras lo vuelven todo más interesante. Pero claro, en ese momento ya llegás al pueblo, las luces de los faroles te reciben con un aire distraído y uno se pierde entre saludos, como quien no quiere la cosa. Magias parciales de viajar por las pampas.

Ahí estás. Volviste al pueblo. Volver, se sabe, es retornar a una versión anterior de sí. Todos los lugares gritan lo que uno fue. Las historias de regresos son historias truncas, como ha refutado Alejandro Dolina alguna vez. Vos no sos es el mismo y el lugar cambió. El reencuentro nunca se produce. Aunque los pueblos sostienen un poco ese simulacro. Uno finge ser el mismo y el lugar se hace el que no pasó nada.

Uno se pierde entre saludos, como quien no quiere la cosa. Magias parciales de viajar por las pampas

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Volver no es un reencuentro sino una reminiscencia; un mojar, lento, la medialuna, en, claro, un café con leche, para, sí, recordar lo que fue; resulta, entonces, que estás ahí, parado, papando moscas, en el ensueño que te produce el centro, esas diez cuadras del pueblo, y entonces, como si recién despertaras, se te confunden los tantos: ves pasar un auto que fue tuyo. Pensás que uno de los tesoros que tienen los lugares chicos es que nada se pierde del todo, como en la física. Todo tiende a estar ahí, a la vuelta, es un aroma, un sonido lejos, un parpadeo, un gesto.

En la metrópoli eso está más solapado. Lo inabarcable de una ciudad como Buenos Aires esconde un poco lo que sigue dando vueltas por ahí. Por eso se dice que es impersonal, de todos y de ninguno; quién nos va a recordar en este monstruo sin cabeza. Como insinuaba Heidegger en Construir Habitar Pensar, decir “hombre” es decir “espacio”, porque no hay lugar sin hombre. A pesar de que la ciudad nos traga, nos empequeñece entre las sombras de los edificios, la ciudad no deja de pertenecernos; no dejamos de crear lugares que, a su vez, en la multitud, no dejan de tornarse impersonales. Te hunde y te aplasta.

y entonces, como si recién despertaras, se te confunden los tantos: ves pasar un auto que fue tuyo

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En el pueblo el rastro de nuestro lugar, nuestro habitar, que significa también “permanecer, demorarse”, anota Heidegger, es algo que perdura. Si bien “todo pasa”, como sabemos de memoria, las ciudades chicas conservan la virtud de diferirnos. A pesar de habernos ido, los que nos fuimos (y los que se irán aunque se hayan quedado), estamos un poco más. Ese auto que vimos, las novias, las casas de las abuelas, las plazas, los recorridos. Nos fuimos pero quedan nuestras cosas dando vuelta. Como una reserva ecológica de sí mismo.

Querer demorarse es afirmarse un poco más en donde uno está. Es un movimiento conservador, porque queremos afirmarnos allí donde estamos. Demorar, morar… Hay que ver cómo se demora uno en la ciudad. Es decir, cómo habitamos la ciudad, cómo construiremos nuestra poética en un espacio inmenso que se nos escapa. No se puede. Por eso la ciudad grande debe narrarse, escribirse, versearse, cantarse. La única posibilidad de habitarla es construir un artificio, no un doble ni un espejo, sino crearla sobre nuestras narices. Inventarla es la única forma de salvarla, un patrimonio que vive en una utopía que no puede demolerse.

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