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10 de septiembre 2018

Ezequiel Kopel

¿UNA SOMBRA YA PRONTO SERÁS?

Tiempo de lectura: 7 minutos

Yitzhak Rabin no fue su creador. Tampoco Shimon Peres y Yasser Arafat tuvieron la idea original. El mérito reside en una figura de segunda línea de aquel momento, el israelí Yossi Beilin, quien dio el visto bueno a dos académicos para que continuaran con unas conversaciones secretas en Oslo, Noruega. La extrema paciencia del palestino Ahmedi Qurei también merece ser destacada en esta historia. No era la primera vez que palestinos e israelíes se encontraban cara a cara -en 1991 había tenido lugar la multiconferencia de Madrid, aunque los palestinos estaban dentro de una delegación variopinta junto a jordanos, libaneses y sirios – pero fue la primera vez que Israel aceptó sentarse con los denominados terroristas de la Organización para la Liberación de Palestina.

Hoy, los tres protagonistas han muerto -Rabin asesinado, Arafat en confusas circunstancias y Peres “de viejo”-, Beilin está retirado de la política y tildado de “pacifista”, y Mahmmoud Abbas, enfermo, a punto de dejar su puesto como mandamás de la Autoridad Palestina. A pesar de que se cree que Oslo fue una oportunidad perdida para la paz -y sus creadores extintos o retirados-, los acuerdos se encuentran aún intactos y en pleno funcionamiento. Lo que falló fue la “visión” de Oslo, esa que comprometía a que el 4 de mayo de 1999, como fecha límite, se firmara una paz definitiva. No obstante, en sus provisiones, en la división y control de territorio, en la repartija de recursos y regulación de movimiento, el acuerdo se encuentra en pleno funcionamiento. Así, a 25 años de su firma, los principios de Oslo son las directivas que reglamentan la vida y relación diaria de palestinos e israelíes en Tierra Santa.

A pesar de que se cree que Oslo fue una oportunidad perdida para la paz, los acuerdos se encuentran aún intactos y en pleno funcionamiento. Lo que falló fue la 'visión' de Oslo, esa que comprometía a que el 4 de mayo de 1999 se firmara una paz definitiva

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No faltan trabajos de investigación sobre la declaración de principios conocida como los “Acuerdos de Oslo” que se firmó en la Casa Blanca el 13 de septiembre de 1993. Sin embargo, como suele ser en el caso de los hechos históricos, la versión difundida es diferente y mucho más aburrida que el curso real de los hechos: los líderes israelíes debatieron hasta último momento si darle la mano a Arafat en la firma de Washington e incluso amenazaron con no concurrir a la ceremonia si el líder palestino usaba su uniforme de fajina (tiempo después, durante la firma de la ampliación del acuerdo llamado Oslo II, la situación se tornó más delicada cuando el “rais” palestino se rehusó a firmar el nuevo arreglo, al observar adjunto al documento unos mapas que no conocía, hecho que produjo que el ex dictador egipcio Hosni Mubarak lo llamara frente a todas las cámaras de televisión del mundo “Ibn Kalb” (“hijo de un perro”, aunque la traducción más fidedigna y menos literal sería “hijo de puta”).

Cuando las negociaciones comenzaron en 1992, las relaciones entre los dos antagonistas se encontraban en un punto tan bajo que la ley israelí sancionaba específicamente el contacto con los palestinos, estaba prohibida la bandera palestina y los israelíes hasta llegaron a cobrar un impuesto “por rotura de vidrios” a los palestinos durante la Primera Intifada. Las conversaciones tuvieron muchas idas y venidas -como cuando los israelíes se ofendieron al ser comparada su ocupación con la realizada por la Alemania nazi en Noruega- pero el momento clave que destrabó las múltiples recriminaciones en Oslo fue la decisión mutua de centrarse en una agenda para el futuro y no discutir sobre el pasado. En las etapas iniciales, desde fin de 1992 hasta abril de 1993, las negociaciones fueron realizadas en secreto por dos “académicos” externos, Yair Hirschfeld y Ron Pundak, bajo la tutela del entonces viceministro de Relaciones Exteriores, Yossi Beilin. En mayo de 1993, a instancias de Peres, se cruzó el Rubicón y las conversaciones pasaron a ser comandadas por Uri Savir, director general del ministerio de Asuntos Exteriores, y Joel Singer, asesor jurídico de ese ministerio. La intención israelí era aprovechar la debilitad internacional de la OLP por su apoyo a la invasión de Saddam Hussein a Kuwait, posteriormente marginalizados por casi todo el mundo, incluida la Liga Árabe. Rabin evadió dar su autorización y después de que se pusieran en marcha las charlas, intentó cambiar de opinión. Pero Peres no cedió (y al llegar a un acuerdo, Rabin tuvo la valentía – y viveza- de asumir la responsabilidad final como primer ministro.) De esta manera, enviados oficiales de Israel desarrollaron por vez primera negociaciones sobre un acuerdo político con representantes de la OLP liderados por Ahmedi Qurei (Abu Ala), mano derecha de Arafat. El arreglo constaba en acordar una “hoja de ruta” según la cual los palestinos reconocían al estado de Israel y renunciaban a la violencia y, a cambio, Israel admitía a la OLP como único representante de los palestinos y el permiso de la autoadministración de sus principales centros urbanos (los que representan sólo el 20 por ciento de territorio de Cisjordania). No especificaba nada acerca de cuestiones claves por las que israelíes y palestinos no se ponían de acuerdo: Jerusalén, refugiados, límites y asentamientos). Asimismo, estipulaba en cinco años la fecha máxima para llegar a un arreglo definitivo.

el momento clave que destrabó las múltiples recriminaciones en Oslo fue la decisión mutua de centrarse en una agenda para el futuro y no discutir sobre el pasado

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Para los palestinos la concesión era enorme. Ellos abandonaban su narrativa de liberación (“liberar toda la Palestina histórica”) y aceptaban cerca del 25 por ciento del territorio, es decir, solamente Gaza y Cisjordania. Si bien recibían algo a cambio -la entrada de sus fuerzas de seguridad para patrullar sus grandes ciudades (no así los asentamientos, las extensas zonas aledañas adjuntas y las carreteras de los territorios palestinos)- los israelíes salían largamente beneficiados: los acuerdos de Oslo no mencionan palabra alguna sobre un estado palestino y, más importante, no dicen nada respecto de la evacuación de los asentamientos, la prohibición de nuevas colonias o la imposibilidad de seguir poblándolas. Por lo tanto, solo en el periodo que va desde 1993 hasta el inicio de la Segunda Intifada en 2000, las colonias israelíes alcanzaron el ritmo de crecimiento más rápido de toda su historia, duplicando así su población (durante los Acuerdos de Oslo se inauguró Modi’im Illit, el asentamiento más populoso de toda Cisjordania). Incluso hoy, Joel Singer, el indoblegable enviado israelí durante las conversaciones, admite que esa fue la principal equivocación de parte de Peres y Rabin (los palestinos lo exigieron todo el tiempo durante Oslo) al hacer imposible que un estado palestino se establezca de forma contigua en Cisjordania cuando solo existían 100 mil colonos allí (en 2018 el numero es de 700 mil por lo menos). A la vez, supeditaba la administración palestina en sus ciudades a estar bajo el control militar israelí y, a diferencia de lo que acontecía antes de Oslo, los palestinos ya no podían ingresar libremente a Israel o trasladarse de Cisjordania a Gaza. El acuerdo también dejó de lado a las minorías de ambos bandos que se oponían a cualquier tipo de arreglo: los colonos judíos y los palestinos del movimiento islamista Hamas quienes, ni lerdos ni perezosos, descubrieron que podían utilizar la violencia para torpedear la movida.

La división de la tierra de Cisjordania que devino de los acuerdos de Oslo consagró la entrega de los grandes centros urbanos a los palestinos (zona A), las aldeas rurales al “control administrativo” palestino (zona B), y todo el resto a Israel en la denominada zona C, un área que cubre el 60 por ciento de Cisjordania. Desde ese momento, Israel interpretó a la zona C como un territorio anexado y desarrolló allí nuevos asentamientos, una enorme universidad, centros culturales y religiosos junto a la ominosa explotación de los recursos naturales de la zona para usarlos en el mercado israelí junto al consecuente desplazamiento de miles de palestinos que vivían allí. Asimismo, el acuerdo financiero que acompañó a Oslo mantiene a la economía palestina como un mercado cautivo para los capitalistas y emprendedores israelíes mientras recauda los impuestos de los palestinos para pagar el agua y luz que consumen junto a la obligación de que los palestinos no tengan un Banco Central o puedan desarrollar su propia moneda.

El acuerdo también dejó de lado a las minorías de ambos bandos que se oponían a cualquier tipo de arreglo: los colonos judíos y los palestinos del movimiento islamista Hamas

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Si bien la cantidad de explicaciones ofrecidas para narrar el proceso de Oslo no es menor a la cantidad de personas que estuvieron involucradas, está claro que el esfuerzo de paz, pese a sus buenas intenciones, terminó por proveer el marco legal y la legitimidad internacional para la opresión de millones de palestinos. A pesar de que fue un proceso plagado de contradicciones internas y forjado por fuerzas que albergaban diferentes intenciones, es clave -ya con la perspectiva de un cuarto de siglo- en identificar el papel que desempeñó Israel para que Oslo no haya desembocado en un acuerdo de paz definitivo. Desde 1967, los israelíes tienen el control de la tierra, la economía, los bordes y los recursos naturales de Palestina. Los palestinos, por su parte, sólo podían ofrecer legitimidad internacional y cierta calma. Pero para llegar a este punto, Israel no necesitaba un acuerdo final sino, en cambio, un proceso de paz interminable. Así fue como, para el Estado de Israel, las conversaciones se transformaron en el fin mismo y no en el medio: a través de ellas pudieron salir de cierto ostracismo internacional y económico, iniciando así importantes relaciones diplomáticas con países que antes se negaban a ellas como China, India y hasta el Vaticano; y logró que importantes empresas insignias que habían decidido boicotear al estado hebreo como Mc Donalds o Pepsi ingresaran por primera vez en al país.

La razón principal de que Oslo no haya desembocado en el fin del conflicto se reduce a la negativa israelí de abandonar los territorios ocupados. Aunque trajeron beneficios, los acuerdos de Oslo no alcanzaron para convencer a Israel de que es necesario abandonar los territorios palestinos para que este pueblo pueda establecer un estado. Y sin esta decisión no hay perspectivas de forjar un acuerdo real. Ya sea que el conflicto se trate de una consecuencia directa de la conquista de los territorios, tenga sus raíces en una disputa religiosa, agravada por un sentimiento nacional de injusticia, no puede existir ninguna solución sin la retirada israelí de los territorios conquistados en 1967. La insistencia en la prolongación de la ocupación israelí sobre Cisjordania y Gaza (la ONU sigue considerando a la Franja ocupada pues Israel controla el espacio aire y mar), condena a ambas partes a una eterna disputa. Esa que -a pesar de los deseos israelíes- nunca tendrá un líder palestino consintiendo la conquista de sus tierras.

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