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31 de mayo 2021

Marcelo Leiras

Universidad de San Andrés. Conicet.

UNA EXCURSIÓN FUERA DEL AGUA

Tiempo de lectura: 8 minutos

David Foster Wallace, el escritor favorito que más me cuesta leer, empezó el discurso hermoso que ofreció en la entrega de diplomas de una universidad norteamericana en 2005 contando un chiste engañosamente infantil. Dos pececitos vienen nadando. Se cruzan con un pez más viejo que los saluda y les pregunta: “Buen día, muchachos, ¿cómo está el agua hoy?” Los pececitos devuelven el saludo pero no contestan y siguen nadando un trecho más. Entonces uno de ellos para y le pregunta al otro: “¿che, qué es agua?”

El discurso de Foster Wallace es una invitación a la empatía. La empatía nos requiere anfibios, demanda que pensemos como si viviéramos fuera de nuestro elemento. No podemos saltar entre ambientes. La empatía completa es imposible. Pero al cabo de cruzarnos con muchos peces viejos, podemos darnos cuenta que nuestro elemento no es el único e imaginarnos cómo es vivir en otro. Para entender qué son, por qué subsisten y hasta dónde podrían crecer las derechas en Occidente necesito imaginarme la vida fuera del credo igualitario y pluralista. Lo que sigue es el resultado de mi excursión fuera del agua.

Creo que las formas de describir y juzgar la vida en común, es decir, los discursos que ubicaríamos en el hemisferio derecho del espacio ideológico, circulan hoy en dos variantes principales: el conservadurismo de los acreedores y la alterofobia de los estafados. A continuación, describo cómo entiendo cada uno de ellos y qué condiciones me parece que facilitan su difusión.

El conservadurismo de los acreedores es la impugnación de cualquier intervención que desvíe la distribución de los ingresos y la riqueza de los resultados que se obtendrían a partir de intercambios irrestrictos. Digo “irrestrictos” y no “voluntarios” porque creo que hay intercambios que no siendo forzados de todos modos tampoco ofrecen opciones a todas las partes. Por ejemplo, en ausencia de leyes de salario mínimo y ayuda social básica, me cuesta decir que una persona que vende su fuerza de trabajo al precio que le ofrezcan lo está haciendo voluntariamente. Claro, esa persona puede no trabajar y morirse de hambre. Pero si aceptara trabajar a cualquier precio no me parece razonable decir que está obedeciendo a su voluntad.

La empatía completa es imposible. Pero al cabo de cruzarnos con muchos peces viejos, podemos darnos cuenta que nuestro elemento no es el único e imaginarnos cómo es vivir en otro

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Esta aclaración es más que un detalle. Revela la convicción profunda en la que, creo, arraiga el conservadurismo de los acreedores: toda regulación es una distorsión. Altera un orden potencial que, siendo irrestricto, reflejaría el acuerdo quienes participan de él. Alguien puede llegar a esos intercambios en una posición comparativamente débil. Pero eso no es culpa de nadie o, si fuera de alguien, lo es sobre todo de quien llega a esa posición de relativa debilidad; por haber aceptado los intercambios anteriores que lo dejaron así o por no haber hecho lo necesario para fortalecerse mientras tanto. Esta es la acusación cruel y velada, el lado oscuro de las defensas silvestres de la meritocracia.

De este modo, todas las restricciones a los intercambios son, en principio, sospechosas: las leyes de salario mínimo, la ayuda social, la negociación colectiva, la regulación de la negociación colectiva, el reconocimiento de ciertos resultados básicos como derechos, los impuestos con tasas más altas para los contribuyentes con mayor capacidad económica, la designación de ciertos bienes como públicos y cosas análogas. Estas restricciones pueden ser justificadas pero para justificarlas es necesario demostrar que por lo menos compensan el daño que implica desviarse del ideal de intercambio sin limitaciones.

El conservadurismo de los acreedores es una versión del credo libremercadista que se suele denominar neoliberalismo (la denominación es equívoca pero usual) y corresponde a su etapa defensiva y de resistencia. Como discurso político, esto es, como conjunto de argumentos para justificar candidaturas o acciones de gobierno, el neoliberalismo es ofensivo. Es una crítica del keynesianismo como doctrina y del conjunto de instituciones y prácticas que crecieron bajo su paraguas interpretativo: el estímulo de ciertas actividades o sectores económicos, la difusión de los seguros contra las situaciones que impiden generar ingresos (la enfermedad, el desempleo, la vejez), la determinación política y concertada de los principales parámetros de la economía (el empleo, la inflación, la apertura comercial) o la administración del comercio exterior.

Creen pagar más que lo que reciben. Ese es el subtítulo que se lee cuando se los escucha reclamar que la asistencia social a quienes residen en hogares pobres o los salarios de burócratas, funcionarias y legisladores se financia “con sus impuestos”

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La crítica se gestó, heroicamente, durante el período de auge del keynesianismo, cuando la redistribución progresiva y los salarios altos parecían el camino cierto al crecimiento económico y la paz social. Hacia mediados de los 70s, la combinación entre crecimiento económico bajo, inflación alta y productividad estancada minó la fe en las políticas keynesianas y abrió una ventana para el ingreso vehemente de las iniciativas desreguladoras. El aumento en los ritmos de crecimiento del producto y de la productividad durante los 80s y 90s pareció confirmar el acierto del diagnóstico neoliberal y sostener a los discursos inspirados en él como doctrinas de gobierno y garantías de orden: el ingreso de todos depende del crecimiento, el crecimiento, de la inversión y la inversión, de las decisiones de agentes privados que tienen que tener motivaciones suficientes para invertir en lugar de gastar o ahorrar. Entre esas motivaciones, las medidas y los discursos políticos ostensiblemente orientados a adaptarse a las presuntas exigencias de los inversores son, al menos en el corto plazo, las más potentes y, por tanto, indispensables. El neoliberalismo se difundió y ganó ascendiente como promesa de crecimiento, creatividad y desarrollo, primero, para los inversores y luego, eventualmente y en alguna incierta medida, para todas y todos.

La desigualdad en la distribución de los ingresos y la riqueza también creció, pero más rápido que el producto y que la productividad. De acuerdo con la promesa original, se diversificaron los bienes y servicios y se sofisticaron los consumos pero, en contra de esa promesa, el acceso a esas nuevas experiencias quedó restringido a un grupo pequeño de la población. La evolución del poder de compra real de los salarios creció a un ritmo más lento que antes y, en algunos países o para algunos grupos de trabajadoras y trabajadores, se estancó o retrocedió. El contraste se percibió rápidamente en las economías en desarrollo que adoptaron recetas orientadas al mercado y motivó su reemplazo por otras orientaciones de política económica ya a comienzos de los 2000s. Luego de la crisis financiera de 2008 se hizo evidente también en las economías desarrolladas. El conservadurismo de los acreedores es una reacción al incumplimiento de las promesas ecuménicas del neoliberalismo.

En lugar de anunciar los beneficios generales de las políticas de estímulo a las iniciativas privadas, el conservadurismo de los acreedores se queja de la injusticia de las regulaciones estatales. Por supuesto, no existe un orden social espontáneo de intercambios irrestrictos. ¿Sabemos cómo serían los intercambios si no hubiera autoridades políticas y regulaciones legales? El cristal hipotético a través del cual el conservadurismo de los acreedores juzga las políticas y sus resultados es, como todas las lentes ideológicas, aproximadamente verosímil pero arbitrario. Quienes adoptan este discurso se imaginan (de modo más o menos creíble de acuerdo con sus ingresos y su grado de cumplimiento de las obligaciones tributarias) como contribuyentes netos al balance de impuestos y bienes públicos. Creen pagar más que lo que reciben. Ese es el subtítulo que se lee cuando se los escucha reclamar que la asistencia social a quienes residen en hogares pobres o los salarios de burócratas, funcionarias y legisladores se financia “con sus impuestos”. Y ese es el eco que suena cuando se propone juzgar la viabilidad social de un ordenamiento macroeconómico comparando la proporción de personas que genera ingresos en intercambios en el sector privado con quienes, percibiendo ingresos que paga el sector público, “viven del Estado” (y, por ende, de los contribuyentes que creen financiarlo).

El grupo de migrantes internos o internacionales que se ofrece para los mismos puestos de trabajo a los que aspiro yo puede leerse inmediatamente como responsable del deterioro de mis oportunidades de empleo, mis ingresos o mis condiciones de trabajo

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El conservadurismo de los acreedores no puede ser una doctrina de gobierno. Es apenas un resguardo, un esfuerzo por curarse en salud y un reconocimiento tácito y reactivo de que los resultados sociales que produce el capitalismo desregulado demandan algún remedio. Sólo se trata de que el remedio no sea excesivamente caro. Por eso, a pesar de su raíz anti-estatal, me parece apropiado presentar este discurso como una forma de conservadurismo. Es un compromiso de mantenimiento del statu quo en un sentido muy literal y, por tanto, un poco miope.

El conservadurismo de los acreedores está inspirado en una ilusión de autosuficiencia y un retrato limitado de la cooperación social: concibe como socialmente útil solo a lo que puede intercambiarse por un precio determinado libremente entre privados. La afirmación obstinada de esta ilusión y este retrato incompleto es lo que produce rechazo en las versiones más rústicas y agresivas de esta posición conservadora. Sin embargo, haciendo el esfuerzo de pensar fuera el agua, es importante reconocer que ideas contrarias, esto es, la idea de que somos parte de un sistema de interdependencia completo, de una sociedad, hilvanada, como ensañaron Smith, Mandeville o Durkheim, por vínculos de solidaridad orgánica, o una idea vecina, la de que somos parte de una comunidad de destino, derivada del mero hecho de estar sometidos a la autoridad de un mismo Estado, y que entonces corresponde que sintamos alguna solidaridad nacional, estas ideas, no son menos metafóricas, aproximadas e imprecisas que la colección de contribuyentes autosuficientes y beneficiarios dependientes que se imaginan los acreedores conservadores. La segregación de las ciudades, las escuelas, los mercados de bienes, los mercados de trabajo, los consumos de noticias y los de otros bienes simbólicos hacen creíble el conservadurismo de los acreedores y contribuyen a su reproducción.

El conservadurismo de los acreedores es la doctrina oficial y la confesión involuntaria de impotencia política de las derechas sudamericanas. Abrazan este discurso sectores sociales de altos ingresos y se refugian en esta posición representantes de sectores empresarios que parecen haber renunciado, al menos temporariamente, a toda vocación de dirección social y liderazgo.En un momento de desconcierto generalizado sobre el modo más adecuado de organizar una sociedad capitalista, es comprensible que quienes se reconocen principales beneficiarios de ese orden se aten al mástil de un ideal defensivo. Pero tampoco parece descabellado que adopten este ideal sectores sociales que necesitan otra defensa y de modo más urgente: por ejemplo, trabajadoras y trabajadores que no son alcanzado por las garantías públicas de ingreso, tienen menos o ninguna protección sindical, no pueden comprar servicios privados de salud o educación y que, dadas sus calificaciones o productividad, ven que sus ingresos no crecen o caen y que la vida económica que les espera a sus hijas e hijos puede ser todavía más difícil que la propia.

El deterioro de las condiciones de empleo y la disolución de las esperanzas de ascenso social alimentan también la alterofobia de los estafados. Este discurso es lógicamente compatible y puede funcionar en combinación y como refuerzo del conservadurismo de los acreedores. Consiste en la atribución de responsabilidad por un daño social percibido a grupos concebidos como ajenos de acuerdo con distintos criterios (de origen nacional, de etnia, de género, de orientación sexual). La estafa consiste en la comparación entre, por un lado, los aumentos de productividad, diversidad y sofisticación percibidos en el ambiente y, por otro, la limitación y simplicidad de los ingresos y la experiencia propios. En este discurso, la estafa se explica como consecuencia del reconocimiento ilegítimo de derechos a grupos que se percibe como extraños. En algunos casos, el impacto de ese reconocimiento tiene una interpretación simplificada pero directa. El grupo de migrantes internos o internacionales que se ofrece para los mismos puestos de trabajo a los que aspiro yo puede leerse inmediatamente como responsable del deterioro de mis oportunidades de empleo, mis ingresos o mis condiciones de trabajo. En un sentido más remoto pero no menos persuasivo, el deterioro de mi situación social puede interpretarse como otro signo de una desorden social generalizado. El deterioro de mi contrato de trabajo puede interpretarse como otra manifestación de los cambios de normas que reconocen oficialmente derechos sexuales y reproductivoso contratos matrimoniales antes prohibidos. La reorganización de las relaciones familiares y domésticas acompaña y a veces es erróneamente presentada como causa de la dislocación de las relaciones de trabajo. Si la estafa es monumental, el desorden que la hace posible también debería serlo.

El conservadurismo de los acreedores es una reacción al incumplimiento de las promesas ecuménicas del neoliberalismo

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La alterofobia de los estafados es especialmente urticante para el credo igualitario y pluralista. Ofende también al individualismo que sostiene a algunas formas de este credo. ¿Qué culpa tienen les pibes que se reconocen no binaries de que tu ingreso esté estancado hace veinte años? ¿Qué te importa con quién decide tener hijos tu vecina? Hay que ser capaz de respirar mucho rato fuera del agua para no hacerse estas preguntas. Y sin embargo, el desencanto, la estafa son el resultado de una monumental violación de expectativas. No es descabellado que se manifiesten como rechazo intenso y generalizado a todos los signos inesperados.

La alterofobia de los estafados tampoco es un ideal de gobierno. Es aún más reactiva y menos convincente como argumento político que el conservadurismo de los acreedores. Pero la combinación entre estos dos discursos puede ser muy eficaz como arma defensiva y potencialmente corrosiva de los órdenes democráticos. No son discursos elaborados para gobernar: se difunden para impugnar y minar el gobierno de otros. No ayudan a imaginar un orden posible: identifican la forma de un orden inaceptable. Señalan un blanco. Pienso que el fenómeno que habitualmente se llama polarización se describe mejor como la radicalización esto es, la intransigencia, atribuibles al arraigo de estos discursos. Visto así, pensar fuera del agua no es una obligación ética, es una necesidad política.

(Publicado originalmente en Revista Aguinaldo, N 3, Diciembre de 2020, pp. 111-115.)

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