
Pero ¿cómo? – dicen -. ¿Es que eso de ser escritor compromete?
J. P. Sartre
Todos los escritores tienen sus faros, esas luces que los guían para saber a dónde deben ir a parar. Una costa a donde arribar. Ahí están Borges o Marechal, Saer o Macedonio. Y todos los fantasmas que nos atraviesan. El escritor parece ser una serie de temas. Mejor: el escritor es una serie de persistencias. La patria, el peronismo, la identidad, la memoria, las formas de la escritura, el policial, lo inquietante.
Un estilo y una vestimenta: la época los condiciona y ellos condicionan a su época. ¿Y para quiénes hablan los escritores? ¿A quién imaginan que está del otro lado? Una clase, un poder, un lector metropolitano anónimo, alguien que usa las redes sociales todo el día, los pobres, los ricos, los indiferentes, los colegas, los malditos, los desesperados, los anti, las feministas, los libertarios, los editores, los rompe pelotas, los economistas de la tele. ¿A qué construcción se le habla?
Porque seremos hablados por el lenguaje, un mero pasaje de sentido, pero el nombre es propio. Es un ejercicio de soledad colectiva
No importa de qué colectivo se trate, pero el escritor no deja de ser un extranjero. Escribía Ricardo Piglia sobre los intelectuales (de izquierda) en el número uno de Literatura y Sociedad en 1965: “Es inútil que intentemos correr y mezclarnos: nos sentimos extraños, nuestros gritos suenan falsos, huecos”. El narrador contiene una pasión inútil. Está ahí, lo siente, pero en cierto momento va a dar el paso: escribir es objetivar a los otros. Los pone en palabras, es decir, los congela en un tiempo y en un espacio. El escritor no puede ser parte. Escribir ya es una exclusión. Escribir es una forma de diferirse, de estar a un lado del escenario.
Es siempre estar en otra parte. Pero eso no lo hace irresponsable. De lo que no puede despegarse el escritor es del compromiso. Porque en sus palabras va su nombre. Porque seremos hablados por el lenguaje, un mero pasaje de sentido, pero el nombre es propio. Es un ejercicio de soledad colectiva. El escritor pone en palabras una época: proceso oculto y visible, manifiesto e inconsciente, lo que sabe y lo que sabe no sabiendo.
Escribiendo se expone en el discurso público. O hablando de la materialidad de la escritura se compromete. El compromiso no es apegarse a cierto realismo, como pensaban hace muchos años las teorías del compromiso. El compromiso es también su estilo, la estética que se procura, los temas que toca, los que calla, los que no percibe, las discusiones, las citas. Lo dicho: escribir más que decir parece ser excluir cosas. Dije esto, pero para decir no saben lo que tuve que dejar en el camino. Ontológicamente la escritura es una exclusión, porque está en el ser mismo de las palabras. Lo había dicho Derrida: la escritura es finita, porque siempre implica una “borradura”. Decir es dejar de decir.
Pero hay algo con que la estructura del lenguaje no puede soslayar, donde esa exclusión se frena por un momento. La pasión que implica ponerse a escribir, el acto en sí, íntimo si se quiere, donde el cuerpo mismo es el que escribe. Sin cuerpo no hay palabra. El cuerpo, esa mezcla rara… Por eso el dualismo que separa mente y cuerpo es una mentira más grande que una casa (una casa grande, eh). Ya lo habíamos aprendido con la Fenomenología de la percepción de Merleau-Ponty: el cuerpo piensa. Y si piensa también escribe. Las ideas son una nebulosa hasta que las escribís. Ahí es donde somos escritores. Es ese momento y no otro. Porque es donde existencialmente estamos comprometidos y más solos que nunca, donde vemos, al mismo tiempo, el peso y la felicidad de la página en blanco.