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19 de abril 2017

Martin Schapiro

TURQUIA: EL CIRCULO

Tiempo de lectura: 8 minutos

En 1934 la Gran Asamblea Nacional turca bautizó a Mustafa Kemal, fundador de la República, como Atatürk, literalmente, padre de los turcos. Sus principios fueron consagrados en la Constitución. Tras su temprana muerte, en 1938, las fuerzas armadas se autoerigieron como guardianas de su legado.

En 1960, el primer golpe militar en la historia de la República de Turquía derrocó al gobierno del Primer Ministro Adnan Menderes.

Diez años antes, Menderes se había impuesto en las primeras elecciones libres de la historia del país, con una programa de apertura económica y tolerancia a las expresiones públicas de religiosidad, que lo acercaría a las mayorías populares de la periferia, profundamente islámicas, afectadas por la laicización forzosa emprendida por Kemal Atatürk y su sucesor, Ismet Inönü.

Menderes, imbatible en las elecciones, atravesaba al momento del golpe una profunda crisis económica, a la que respondió con medidas autoritarias, cerrando medios de prensa e intentando subordinar al Poder Judicial. Antes, en 1955, su gobierno había organizado los pogroms que aceleraron el éxodo de la población de origen griego. En nombre de la restauración de los principios secularistas y la unidad nacional, la intervención militar condenó a muerte a Menderes y sus dos principales colaboradores, que fueron colgados, y sancionaron una nueva Constitución, con participación de destacados juristas liberales.

La Constitución volvería a ser modificada por otro gobierno militar en 1982, legitimada a través de un plebiscito, que endurecería las condiciones para acceder al parlamento, estableciendo un mínimo de 10% de apoyo nacional para que los partidos accedan a elegir representantes. Este límite, el más alto de Europa, estaba sobre todo dirigido a negar representación a partidos kurdos e islamistas.

En 1993, en circunstancias dudosas, falleció Turgut Özal, quien había llevado adelante la desregulación económica turca durante los ochenta y había encarado un nuevo proceso de apertura hacia las expresiones religiosas alejadas de los rigurosos dictados oficiales. Tras su muerte, una serie de inestables gobiernos de coalición, celosamente tutelados por las fuerzas armadas, terminaría con una corrida cambiaria y una fuerte crisis económica en el año 2000.

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En el año 2002, la crisis sistémica derivaría en un terremoto político. Ninguno de los partidos de la anterior coalición alcanzó el límite para acceder a parlamento y el AKP, del que Recep Tayyip Erdoğan era apenas el principal dirigente, llegó al gobierno con una mayoría absoluta, que tras un breve intervalo por un impedimento legal, convertiría a aquel en Primer Ministro. La promesa era conciliar la tradición islamista de origen de sus dirigentes con una agenda democrática, el ingreso a la Unión Europea y las buenas relaciones con Occidente.

Tras el ataque a las Torres Gemelas, el AKP encontró un mundo deseoso de narrativas que conciliaran islamismo y democracia liberal. El impresionante crecimiento económico de los primeros años, con un programa que combinaría ortodoxia financiera con expansión de programas sociales y ambiciosas de infraestructura proveería el marco para emprender exitosamente el combate contra los poderes permanentes que habían condicionado la política turca durante el anterior medio siglo.

Los intentos del Poder Judicial de proscribir al AKP con base en la prohibición de partidos religiosos, o las advertencias militares ante la designación del también fundador del AKP, Abdullah Gül, como presidente, encontrarían repudios unánimes en Europa y los Estados Unidos y mayoría reforzadas para el gobierno, que se impondría en forma aplastante en las elecciones parlamentarias de 2007 y 2010, y en los referéndums constitucionales de 2007 y 2010, que dieron lugar a la elección directa del Presidente y la ampliación de la intervención política en la conformación del Poder Judicial, al tiempo que fueron reconocidos y ampliados los derechos de mayorías religiosas y minorías étnicas.

La narrativa según la cual un poder democrático y moderno se enfrentaba a las viejas estructuras nacional-secularistas del régimen resultaba comprensiblemente atractiva. Académicos, periodistas y gobiernos occidentales la repetían. Intelectuales liberales turcos, ansiosos por librarse de las fuerzas armadas dieron su apoyo a un gobierno que, por primera vez, las enfrentaba frontalmente.

Tras el ataque a las Torres Gemelas, el AKP encontró un mundo deseoso de narrativas que conciliaran islamismo y democracia liberal.

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En el camino, unos y otros miraron para otro lado frente a la construcción sistemática de un discurso del enemigo que, tiempo después sería dirigido a otros actores. Tampoco causó alarma la grosera manipulación y adulteración de evidencias en los procesos Ergenekon y Bayloz, por los que serían procesados y condenados figuras secularistas y, por primera vez en la historia, varios altos mandos militares. Tampoco generaron excesiva preocupación en estos sectores la relación ambivalente del gobierno respecto del nacionalismo étnico tradicional en Turquía, en el que períodos de apertura y reconocimiento de derechos alternaron con otros de inflamación nacionalista y religiosa e intensificación de la represión sobre la población kurda, que sólo se interrumpiría en 2012, tras la apertura del proceso de paz con el PKK.

Tanto los procesos fraudulentos como la agitación nacionalista tuvieron como protagonista al grupo de Fethullah Gülen, cuya expansión en el sector educativo, los medios de comunicación y los negocios así como su extensiva infiltración en la burocracia estatal, fue alimentada por la dirigencia del AKP.

Recién en el año 2013, las masivas protestas del Parque Gezi, en Estambul, salvajemente reprimidas por la policía encendieron las primeras luces de alarma entre observadores foráneos. La ruptura con Fethullah Gülen a finales de aquel año, tras una operación por corrupción conducida por policías y fiscales gulenistas, difundida ampliamente desde sus medios, contra el entorno de Erdoğan.

Las elecciones presidenciales de 2014, las primeras elecciones directas para el cargo en la historia, reafirmaron su predominio excluyente en la política turca. Con un 52% de los votos, derrotó fácilmente al candidato conjunto de kemalistas y utranacionalistas y a Selahatin Demirtaş, de la izquierda prokurda.

La victoria electoral no pudo, sin embargo, opacar la inseguridad producida en el presidente por las protestas masivas y el escándalo de corrupción avertido. El control de los resortes del poder público constituyó, de allí en más, su principal motivación.

Para las elecciones parlamentarias de junio de 2015, Erdoğan limpió a todos los candidatos vinculados a rivales internos de las listas del AKP, y llamó a elegir “400 parlamentarios” (el total son 550) para cambiar la Constitución. Aún indiscutiblemente dominante, su partido perdió, por primera vez, la mayoría absoluta.

Desde su elección como presidente, las reverberaciones de la situación siria habían traído riesgo geopolítico y amenazas terroristas, de la mano de los kurdos sirios, cercanos a la insurgencia del PKK, y del accionar del Estado Islámico, alimentado sobre las redes de apoyo a la oposición a Bashar Al Assad.

En este contexto, el presidente decidió terminar el proceso de paz con el PKK y propiciar la realización de nuevas elecciones para noviembre, sin intentar seriamente un gobierno de coalición. Con un discurso marcadamente antiterrorista, el gobierno ocupó militarmente el sudeste del país, vinculó a la izquierda kurda con la insurgencia armada y avanzó contra las voces disonantes en el debate público. Con esta estrategia, recuperó votos fugados hacia los ultranacionalistas y con ellos, la mayoría absoluta en el parlamento.

Al día de hoy, Turquía es el país con mayor cantidad de periodistas encarcelados en el mundo.

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La coalición consolidada a partir de entonces, entre los postergados por el tutelaje laicista, nuevas clases medias islámicas, y los sectores nacionalistas, inevitablemente acentuó los rasgos más autoritarios del gobierno, lo que, a su vez, alimentó los resquemores y críticas occidentales, que a su vez aumentaron aún más la retórica nacionalista, generando una escalada circular.

El intento de golpe del 15 de julio pasado, torpemente planificado y ejecutado, atribuido a una red, la de Gülen, infiltrada y extendida discretamente en el aparato estatal, la lentitud de las potencias occidentales para condenar la sublevación antidemocrática, y su colaboración con otros elementos percibidos como desestabilizadores, como los kurdos sirios, terminaron de consolidar el discurso nacionalista de Erdoğan y legitimar su orientación autoritaria. Fue sancionado el Estado de Emergencia, que permitió legislar mediante decretos presidenciales, purgar a más de cien mil trabajadores del Estado, incluyendo a miles de académicos, al tiempo que fueron reducidas las garantías penales. Cientos de periodistas fueron acusados de cargos de terrorismo, señalados como colaboradores de Gülen o del PKK, y los principales dirigentes de la izquierda prokurda fueron encarcelados por delitos de expresión.

Aliado para entonces al MHP, formación del ultra nacionalismo etnicista, Erdoğan consiguió finalmente los apoyos parlamentarios requeridos para someter a referéndum la reforma constitucional que consagraría de iure los poderes que ostentaba en los hechos.

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La campaña, nominalmente sobre el sistema presidencialista, se convirtió en los hechos en un plebiscito sobre su figura. La campaña del sí llamó a los ciudadanos a proveer estabilidad al sistema, terminar con los conflictos generados por la dispersión del poder y, sobre todo, evitar el triunfo de los poderes foráneos y el estado profundo. La alternativa sería entre la gran Turquía y un grupo indefinido de conspiradores internos y externos, opuestos a la grandeza de la nación. Prometió crecimiento y obras de infraestructura, y terminar con las disputas y el caos característicos de la etapa anterior.

La oposición enfrentó la campaña en condiciones desiguales. Un decreto de emergencia eliminó la obligación de los canales de televisión de distribuir equitativamente el tiempo de aire. Dividida entre nacionalistas disidentes, socialdemócratas laicistas y la izquierda prokurda, con objetivos a veces irreconciliables, impidió un despliegue nacional conjunto o una campaña unificada. La dirigente (ultra)nacionalista Meral Aksener sufrió el hostigamiento de grupos de choque del mismo origen, mientras que el HDP, la fuerza de izquierda con fortaleza en el empobrecido sudeste, donde los kurdos son mayoría atravesó el proceso con sus dirigentes encarcelados, y sus municipios intervenidos por el gobierno central. Las expresiones de disenso en la prensa fueron silenciadas, ya sea mediante presión económica sobre los grupos de medios disidentes como por persecución directa. Al día de hoy, Turquía es el país con mayor cantidad de periodistas encarcelados en el mundo.

La coalición consolidada a partir de entonces, entre los postergados por el tutelaje laicista, nuevas clases medias islámicas, y los sectores nacionalistas, inevitablemente acentuó los rasgos más autoritarios del gobierno

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Aún en condiciones en las que resulta difícil hablar de una voluntad popular libre con este clima de campaña, los resultados publicados se alejan de las mayorías abrumadoras esperadas al momento de la convocatoria. Una diferencia exigua, la derrota en las ciudades, e incluso algunas denuncias de fraude, ausentes en elecciones anteriores, ponen una sombra sobre la legitimidad obtenida por el presidente tras los comicios. Sin perjuicio de ello, la proclamación de la victoria, y su reconocimiento internacional, otorgan a Erdoğan los elementos institucionales para avanzar en el control personalista sobre el aparato estatal.

La oposición, que mostró representar, en el rechazo, a la mitad de la población, se encuentra atravesada por los mismos conflictos que marcaron la historia de Turquía. Difícilmente alguna fuerza pueda unificar a laicistas y conservadores, nacionalistas y separatistas, europeístas y aislacionistas en un mismo proyecto de poder.

La oposición que pudo construir una elección binaria no puede reproducirse en una general, y Erdoğan ha sido hasta ahora magistral manipulando las profundas divisiones de la sociedad turca y colocándose en el bando del sentir mayoritario, erigirse en la voz de los oprimidos y postergados.

Con los resultados puestos, y tras haber amasado suficiente poder para moldear el país a su propia medida, la inconmensurabilidad de sus ambiciones se erige como el principal obstáculo en el horizonte de Recep Tayyip Erdoğan.

Mientras tanto, el viejo orden autoritario, de tutela militar, termina de alumbrar al nuevo que Constitución en mano, sostiene que los turcos tienen un nuevo padre.

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