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05 de julio 2022

Juan Di Loreto

TODOS Y UNO

Tiempo de lectura: 3 minutos

Ya lo dice el dicho duhaldista: “en una crisis todos tienen razón”. ¿Y en una crisis dentro de una crisis? Todos tienen razón y culpa. “Culpa” es una categoría individual, claro, que siempre uno tiende a huirle porque lo individual no explica lo total. Pero todos tienen tanta razón como culpa. Esa es una de las pocas verdades en pie.

Hegel decía que el “búho de Minerva volaba al atardecer” metaforizando que la Filosofía, así con mayúsculas, era una disciplina retrospectiva. Cuando pasa el temblor podemos ver lo que deja. A dos años del gobierno de les Fernández se puede intuir con más certeza un modo de funcionamiento. Lo primero es casi una obviedad: la pandemia del Covid-19 retrasó, al menos, un año y medio el desbarajuste político y económico que vivimos. La coalición de gobierno puso en stand by el internismo y se dedicó a, prestar atención, ¡a gestionar algo! Ahí los flujos de poder y decisionales funcionaron en todos los niveles y colores políticos.

En el origen de todo Cristina quizás pensó en Alberto como su Yo virtual, un avatar con el que negociar con otros factores de poder, un rostro amable para los modos kirchneristas. Y Alberto que creyó que el poder era suyo, cuando era una delegación absolutamente explícita

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La apertura de las restricciones sanitarias trajo aperturas de estilo de gestión y, ahí, en ese punto, es donde los senderos comenzaron a bifurcarse. Un gobierno que cumplía con las profecías y los rumores que no se querían creer: desde el que nadie hablaba con nadie hasta el están todos peleados. En un país con estilo de gobierno radial, donde las decisiones partían de un centro y se iban expandiendo, a un estilo de gobierno de la “esfera de Pascal”. Lo decimos con palabras de Borges: “La naturaleza es una esfera espantosa cuyo centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna”. Un gobierno donde el poder no está localizado. Como sabemos por Foucault el poder no es algo, sino una relación, un flujo, que en este caso no era vehiculizado, que no iba a ningún lado. Un armado que, aunque parezca new age, el poder no fluía. Si un ministro no puede sacar un formulario es un síntoma bastante grave. Como me dijo una gran mujer alguna vez: cuando empiezo a trabajar en un lugar, lo primero que pregunto es a quién le reporto. Acá pusieron demasiados jefes por área, un imposible, donde virtualmente paralizás cualquier repartición pública. 

Si siempre se dice que todo lo personal es político, acá se llegó a la reducción de que todo lo personal se quedó en lo estrictamente personal. Como lo demostró Estela de Carloto, no había un punto de encuentro posible. Dos partes que confiaron demasiado en sí mismas, Alberto y Cristina, y que no pusieron reglas (¿una mesa política?) que los resguarde cualquier tormenta. Allí comenzó la política del Yo o el “pimpinelismo de la política”. Un conflicto que se transformó en lo peor: una inercia de desgobierno, que tiñó la esfera pública y hoy, ahora, desordena en extremo la vida de los argentinos. No hay precios, se suspenden ventas de productos porque: ¿quién puede tener la seguridad de reponer productos?

Un gobierno donde el poder no está localizado. Como sabemos por Foucault el poder no es algo, sino una relación, un flujo, que en este caso no era vehiculizado, que no iba a ningún lado

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Si no hay política, no hay política económica. Una (des)pareja gobernante en donde nunca se entendió, después de tantos años, la naturaleza del poder ejecutivo y qué significa delegar alguna clase de poder. En el origen de todo Cristina quizás pensó en Alberto como su Yo virtual, un avatar con el que negociar con otros factores de poder, un rostro amable para los modos kirchneristas. Y Alberto que creyó que el poder era suyo, cuando era una delegación absolutamente explícita. El presidente quizás tenía dos opciones conscientes: entregarse a los designios del cristinismo y ejecutar políticas que le dictaban. Lo que le deparaba un destino más ejecutivo y menos conflictivo. Por el otro lado, la opción era generar un “ismo” propio, hacer lo que le hizo Néstor Kirchner a Duhalde. Ambas opciones era las más “sanas” (no me gustan las metáforas médicas) y más claras. Porque el poder tenía un sentido y todo (gestión, relato propio, banderas, discurso…) podía pretender cierta armonía y un destino. Pero como en un tango, la inercia de gobierno fue arrastrándose entre espinas pero incapaz de dar su amor.

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