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23 de junio 2015

Bruno Bauer

Dibuja en Playboy y Mu. Escribe en Crisis y La Vanguardia.

TODOS SOMOS CHINOS

Tiempo de lectura: 7 minutos

El 1° de octubre de 1949 Mao Zedong proclamó la República Popular China. No se trató de un evento revolucionario, como la toma del Palacio de Invierno, sino del tramo final de una guerra o más bien, la suma de todas las guerras: guerra civil de nacionalistas contra comunistas,  guerra de liberación de los chinos contra los invasores japoneses, guerra social del campesinado contra los terratenientes y “señores de la guerra”. Todo adornado con esas escenas gore a las que nos tienen acostumbrados la historia china, con comunistas arrojados vivos a las calderas de las locomotoras, etc…

La derrota y el desbande comunista obligaron a Mao a marchar en una retirada que terminó siendo un éxodo de 9.600 kms hasta Shanxi, la Larga Marcha. En ese entorno agreste, y con la autonomía que el paciente Shu Enlai le gestionaba ante la Unión Soviética, este hijo de la clase media rural  emprendió la recuperación de China, que era la conquista de la revolución, que era la apropiación del marxismo.

 Mao I

En el arte de vencer al enemigo, el aporte de Mao fue formalizar una tradición que venía desde la resistencia antinapoleónica: la guerra de guerrillas. Compensar la inferioridad militar con una estrategia prolongada de movimientos: retiradas provisorias hasta atraer al enemigo al terreno escogido, fuerzas dispersas que se concentran y atacan para volver a retirarse, simbiosis total entre civiles y combatientes: “un guerrillero debe sumergirse entre el pueblo como un pez en el agua”. Para ello, el ejército debe mantener relaciones respetuosas y autocríticas con los civiles, lo militar debe subordinarse a lo política. Von Clausevitz da un paso atrás, para dar dos adelante.

En la medida en que su ejército avanzaba, Mao se encontraba con un territorio, una sociedad que gobernar. Y no era la que un comunista esperaba gobernar: campesinos portadores de mil años de costumbres y legislación imperial. Mao suspendió las confiscaciones, alentó la formación de mutuales agrícolas y flexibilizó al máximo el control del Partido sobre la Sociedad: la lucha de clases debía estar velada bajo la nueva política de conciliación.

Semejante política obligó a Mao disciplinar a su marxismo contra el rigor teórico. El Partido debía mantener una línea de masas que comunicara los sentimientos y necesidades del pueblo a los cuadros y actualizara permanentemente la estrategia, la doctrina, el saber. Contra la tradición confusiana de la introspección, Mao propuso el predominio de la práctica como formadora de conceptos. Nuestras ideas están inevitablemente marcadas por la laoyin, la cicatriz indeleble que deja la pertenencia a una clase social en ellas. La validez de un cuerpo de ideas y su portador reside en condensar esa borra de conceptos cicatrizados en nosotros.

El ideario marxista fue saqueado por esta concepción de la práctica mediante una serie de traducciones traicioneras con las que Mao instrumentalizó los conceptos de Marx al agreste entorno chino: proletario pasó a ser wuchan jieji: sencillamente, “sin propiedad”, como tantos campesinos chinos que no sabían qué era una fábrica. “Acabar con el estilo estereotipado extranjero, dejar el dogmatismo y las nociones abstractas, para dar sitio a un aire y un estilo chinos, llenos de vida, que agraden a la gente sencilla”

En 1942 Mao castigó a varios de sus camaradas por dogmáticos, ortodoxos, sectarios e individualistas: los acusados debieron escuchar pacientemente los reproches de los aldeanos chinos sentados en torno a ellos, reflexionar en una celda de bambú encadenados con esposas de papel y luego hacer una autocrítica ante la aldea.

Mao IV

Ya en el poder Mao formó un gobierno transversal, nacionalizó la banca, estabilizó la moneda, combatió la corrupción, las drogas, la inseguridad y suciedad de las calles, sancionó una constitución calcada de la soviética y aplicó dos planes quinquenales, con modelos de colectivización agrícola mucho más amables, herencia de sus años den Ya´nan.

Pero el Timonel no estaba feliz: la revolución no era la última parada, luego del capitalismo, los riesgos proseguían y la lucha también.

Mao dun (矛盾, literalmente “lanzas y escudos”) es un principio que los chinos manejan desde el siglo III a.C. Es la unidad y lucha de los contrarios, la contradicción.  En 1937, el maestro rural y poeta aficionado Mao Zedong escribía: “No hay nada que no contenga contradicciones. Sin contradicciones no hay universo”. En el mundo nunca habrá orden ni armonía, siempre habrá conflictos, algunos de ellos deben tratarse con la violencia, como la contradicción entre proletariado y burguesía; otros, deben tratarse con la autocrítica y la persuación, como la contradicción entre intelectuales y pueblo.

La categoría de intelectual era, para Mao, particularmente insidiosa porque era fruto de la división del trabajo capitalista entre trabajo manual e intelectual. Los intelectuales hacen de su saber un poder y así participan de la explotación y dominación de los trabajadores manuales. Por otro lado, su pensamiento meramente teórico se deforma al alejarse de la práctica. Es necesario desandar la especialización y división del trabajo, y fundir a trabajadores manuales e intelectuales en el sixiang: el pensamiento validado en la práctica.

Desde 1958 Mao buscó esas nuevas contradicciones para construir poder sobre ellas y mantener a la sociedad en estado de revolución permanente. Lo hizo con la autoridad lograda durante la Larga Marcha fomentando el compromiso moral y la autogestión, pero también la tradición de un mandarín para hacer lo que quisiera con su pueblo.

Primero invitó a dejar florecer las cien opiniones posibles pero no le gustaron. Luego conminó a todos los chinos a dar un Gran Salto Adelante e incrementar la producción más allá de lo que recomendaban  la fría lógica: las órdenes bajaban con un entusiasmo delirante y los chinos fundían sus propias sartenes para cumplir, incluso superar, las metas siderúrgicas. Luego de tres años, el gobierno chino se vio obligado a reconocer 15 millones de muertes por hambre y agotamiento. Y fueron muchas más. Finalmente, rompió con la URSS y movilizó a las juventudes de la Guardia Roja contra la dirigencia de su propio Partido y contra el intelectualismo occidentalista en general. Durante tres años, diez millones de jóvenes de clase media, hijos de funcionarios comunistas, llevaron adelante la Revolución Cultural: los estudiantes lograron el “derecho a rebelión” sobre sus profesores, la formación escolar incluyó prácticas laborales y políticas. Los obreros y campesinos fueron a la universidad; los intelectuales, a cultivar arroz.

En 1969 Mao dio por terminada la Revolución Cultural: el país estaba al borde del colapso. Pronto, el Parkison lo dejó fuera de combate y los funcionarios del PCCh, encabezados por el siempre leal y conciliador Shu Enlai y su discípulo, Deng Xiaoping, terminaron de normalizar al gobierno. Mao murió en 1976, y en 1978 Deng quedó al frente del Partido y de una China casi en ruinas. El resto es historia conocida.

mao-v

El maoísmo de la Revolución Cultural encantó a Occidente con su movilización de juventudes y campesinos, su cuestionamiento al poder intelectual y a los partidos comunistas, y su despliegue constante de frentes de batalla.

En Argentina la experiencia maoísta llegó mediante Radio Pekín y el semanario Pekín informa, además del material que difundía el PC Argentino. Mientras tanto circulaban los libros de los viajeros y simpatizantes: Raúl González Tuñón, Eduardo Galeano, Elías Semán, Andrés Rivera, Carlos Astrada, Juan José Sebrelli y Juan L. Ortíz. El campeón fue Bernardo Kordon, que publicó cinco libros de viajes a China, además de dirigir una revista y la Casa de la Amistad Chino-Argentina.

El concepto “maoísmo” fue estrenado en el país por Vittorio Codovilla, en su opus de 1963 “La posición de los marxistas-leninistas frente a los cismáticos trotskizantes del P.C. Chino”, que, de paso, formalizó la ruptura con el PCA. Para entonces, el interés por el maoísmo se había derramado hacia editoriales académicas como Paidós, que publicó tres títulos, e intelectuales peronistas como Puigross o Hernández Arregui, cuyo linkeo entre maoísmo, antiimperialismo y peronismo influyó en la revista Crisis y La hora de los hornos.

En 1965 un grupo de militantes proveniente del Partido Socialista Argentino de Vanguardia (desprendimiento del PS), fundaron Vanguardia Comunista, cuyo primer secretario general fue Elías Semán. En 1968, un conflicto en la Federación Juvenil Comunista dio lugar al Partido Comunista Revolucionario, con incidencia en la FUA y en la Agrupación de Obreros Metalúrgicos, que dirigía René Salamanca en Córdoba. VC y PCR serán los dos “grandes” partidos maoístas argentinos.

En esa órbita se publicaban las revistas La Rosa Blindada y Los Libros, esta última a cargo de dos PCR, Beatriz Sarlo y Carlos Altamirano, y un VC, Ricardo Piglia.

Para abrirse de su nicho intelectual, VC se proletarizó e intervino en varios conflictos fabriles; durante el Viborazo de 1971, enarboló banderas de Mao y el Che Guevara juntó al PRT en la plaza Vélez Sarsfield; participó del Devotazo y las ligas agrarias, propuso “Diez puntos de unidad antiyanqui” al gobierno de Cámpora y se retiró de Plaza de Mayo junto a la JP el 1° de Mayo del ’74. A diferencia del PCR, VC combatió al gobierno de Isabel, y, para 1976, propuso enfrentar al golpe con huelgas y tomas. Por esos años, el joven estudiante de Derecho y militante de VC, Carlos Zannini fue arrestado. Entre 1977 y 1978, VC impulsó la publicación de la revista Punto de Vista, para “llegar a la intelectualidad dispersa […] a través de notas culturales y sociales, ejerciendo la resistencia en el ámbito de la lucha por las ideas”. En 1978, luego de un raid represivo que se llevó, entro otros, a Semán y al Secretario General, Roberto Cristina, la revista se discontinuó para volver luego y abrirse camino a la celebridad, lejos del maoísmo.

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Semán, Salamanca y Cristina están desaparecidos; Altamirano, Piglia y Sarlo consagrados como intelectuales; China es capitalista, Mao es historia. Zannini fue liberado en 1980, siete años después lo convocó la municipalidad de Río Gallegos como secretario de gobierno y así desarrolló en Santa Cruz, y luego en Nación, una ascendente carrera política y judicial como peronista. ¿Qué puede quedar del maoísmo más que alguna divertida anécdota de militancia o una dolorosa cicatriz de la represión?

En un artículo de Le Monde, Roland Lew señala que la transición de China al capitalismo en parte fue posible por muchas de las capacidades que la sociedad adquirió durante el periodo maoísta. Por un lado, la cultura de autogestión del trabajador le permite a las firmas ahorrar millones en gastos de supervisión y management. Por otro lado, la dirigencia china, educada en la contradicción y el riesgo de desborde permanente, desarrolló una flexibilidad capaz de afrontar los cambios de la transición lejos de las peroratas de Castro o la sobreactuación de Yeltsin. Las contradicciones no son un problema a resolver, sino parte de la realidad. Uno es dos, dos es uno. Deng y los suyos avanzaron hacia el capitalismo con una política de experimentación y gradualismo que llamaron 摸石头过河   shí tou guò , “cruzar el río tanteando las piedras”.

Cualquier maoísta carga con su laoyin: sabe que las contradicciones afloran de la misma realidad. Nunca habrá paz ni armonía, conviene estar preparado y ser flexible para derrotar al enemigo y también para aceptar los dobleces de esa unidad que creemos ser. Control del territorio, retiradas estratégicas, fusión de práctica y teoría. Flexibilidad. Los grandes cambios requieren  shí tou guò hé. El capitalismo y la democracia son demasiados complicados para ser liberales, siempre conviene ser un poco maoísta.

 

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