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06 de diciembre 2021

Diego Labra

TODO UN PALO, YA LO VES

Tiempo de lectura: 6 minutos

Uno de los textos que más me quedó de todos los que tuve que leer a lo largo de la carrera de Historia es uno de Eric Hobsbawm sobre los luditas. Llamados así por el mitológico Ned Ludd, este movimiento de artesanos y granjeros ingleses de comienzos del siglo XIX se caracterizó por protestar contra la mecanización de la producción en el contexto de la Revolución Industrial, la cual redundaba en un retroceso de sus prerrogativas sociales. Su metodología era simple y directa: romper las máquinas que venían a reemplazarlos.

El artículo de Hobsbawm puso en valor esta lucha de base, denostada por la historiografía liberal, analizándola desde la óptica del por entonces novel marxismo británico como un método de negociación colectiva “mediante disturbios” que antecedió a la organización obrera sindical. Pero como yo soy un mal lector, me quedó más que nada el concepto de ludista y ludismo como precisamente lo presentaban los viejos historiadores ingleses que Hobsbawm venía a refutar. Como una resistencia fútil ante el avance irrefrenable de, no necesariamente la Historia con mayúscula, pero sí del paso del tiempo y el surgimiento de novedades técnicas y culturales. Luditas son los boomers.

Años después encontré un ejemplo histórico más útil y persuasivo al fin de fundamentar mi desagrado con aquellos que siempre ven en la aparición de lo nuevo una amenaza. En su Historia del Copyright, el fundador del Partido Pirata sueco, Rick Falkvinge, cuenta que la Iglesia Católica y sus monjes copistas, encargados a lo largo del medioevo de reproducir los libros de puño y letra, se opusieron vehementemente a la propagación de la imprenta perfeccionada por Gutenberg en el siglo XV. “¿Y ahora de que van a vivir los monjes?”, argumentó entonces la institución. Además, claro, de pasar por la espada y el fuego a mucha gente.

Cultura basura es (la d)el Otro ¿Cultura masiva+tiempo=alta cultura? Esos videojuegos que en los noventas se decía que te pudrían el cerebro hoy están en un museo

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Los que lloran porque el line-up del próxima Lollapalooza tiene muchos traperos que graban con autotune, pero pocas bandas de rock que suenan en Aspen. O los que canonizan a Martin Scorsese como santo patrono del credo del “cine era el de antes, no está mierda de Marvel que mirás en tu teléfono”. Los que usan milenial como descalificativo y atribuyen la decadencia de la civilización occidental a la invención del mismo smartphone con el que están tuiteando su opinión… ¿Cuál de los dos son? ¿Son los obreros luditas de Hobsbawm, que combaten como pueden contra un “progreso” que amenaza con despojarlos de su dignidad? ¿O son los monjes copistas de Falkvinge que recelan un cambio que saben les viene a socavar el stock de capital simbólico?

En 1985, el profesor norteamericano Melvin Kranzberg condensó su trabajo de décadas como historiador de la tecnología en una serie de principios o “leyes” que buscaban martillar la naturaleza social del avance tecnológico. La primera de ellas, “la tecnología no es ni buena ni mala, tampoco es neutral”, corta en ambas direcciones. Una tecnología novel, y por extensión a los efectos de este texto, la cultura producida con ella, es como ese proverbial martillo que puede usarse para construir un techo o para romper una cabeza. La naturaleza de la invención, de lo nuevo es, por lo tanto, abierta. Puede ser, y es, una cosa u otra, o muchas a la vez. Es un factor en la difusión de la moda que te molesta, pero también te da una plataforma para quejarte al respecto.

Otra de las “leyes de Kranzberg”, la última, subraya que la “tecnología es una actividad muy humana…”, y este es el hilo del cual tirar para desovillar la motivación detrás del culto del “[inserte acá cualquier cosa] eran los de mi época”. De la tan humana necesidad de reafirmar una identidad, de definirse a uno mismo frente a los demás, de buscar ser visto y reafirmado por (sobre) otros. Uy, qué buena remera de los Guns… Nombrame tres canciones que no suenen en la radio.

Ya hace treinta años Néstor García Canclini afirmaba que la ola de globalización dinamizada por la Tercera Revolución Industrial (la de las tecnologías de la información), y coadyuvada por el consenso neoliberal de los noventas, tendía a atenuar el peso de los estados y de las “culturas nacionales” en la construcción de subjetividades. En su lugar, aparecía una cultura global, individual, atomizada y tendiente a la identificación con los consumos culturales. Algo que desde las ciencias sociales latinoamericanas se leyó, no como la descripción de un fenómeno sociocultural en tiempo presente, si no como el diagnóstico de una enfermedad a la que había que buscarle cura. ¿Tan así? Es difícil para mí juzgarlo, siendo que yo soy uno de los sujetos de ese predicado. Solo diré que, cuando viví afuera, el terreno común a través del cual terminé conociendo gente fueron las películas de Disney y el anime.

Una tecnología novel, y por extensión a los efectos de este texto, la cultura producida con ella, es como ese proverbial martillo que puede usarse para construir un techo o para romper una cabeza. La naturaleza de la invención, de lo nuevo es, por lo tanto, abierta

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Nosotros hablamos de las cosas y las cosas hablan de nosotros. O, mejor dicho, las hacemos hablar de nosotros. Mucho ha cambiado desde los tiempos de mi bisabuela, quien siempre me decía que lo importante era tener un buen par de zapatos, y otro tanto no. Alienación, reificación o como sea que se traduzca en la última edición de los Grundrisse de Marx. Somos lo que tenemos (o vemos, o escuchamos, o leemos) porque no podemos ser lo que hacemos.

Por eso mismo siempre hay gestos y disputas en las redes, donde se ponen en escena y actualizan constantemente las posiciones en cuestión ¿Cuántas de estas “100 películas esenciales” viste? ¿Y cómo las viste? Porque no es lo mismo verla en 35 mm., VHS o streaming. En este sentido, no puedo dejar de encontrar cierta cuota de ironía en que, en su búsqueda por herramientas con las cuales librar la batalla cultural del buen gusto, aquellos coetáneos criados a puro Spielberg, Mtv y Family Game argumenten porque su cultura masiva importada de ayer es mejor que la cultura masiva importada de hoy con los mismos aires de teoría afrancesada con la que los críticos culturales de los sesentas y setentas, por prurito ideológico o estético, la vilipendiaban. Cultura basura es (la d)el Otro ¿Cultura masiva+tiempo=alta cultura? Esos videojuegos que en los noventas se decía que te pudrían el cerebro hoy están en un museo.

Arriesgo otra hipótesis. La producción cultural vernácula siempre ha tenido cierta inclinación por el pasado. Nuestro primer fenómeno de cultura masiva, la gauchesca, le cantaba con nostalgia a un mundo que ya no era. Otro tanto hizo el tango. Hasta el rock, que gusta sacar chapa de su gesto revolucionario sesentista, acá no tardó en volverse sobre sí mismo en su variante más popular, el rock chabón, para cantarle a la vieja y al barrio y todo eso que, como la pampa infinita de Fierro, amenaza con dejar de existir. El futuro ya llegó/llegó como vos no lo esperabas/todo un palo, ya lo ves, canta el Indio vanguardista desde un parlante lejano, mientras los pibes recordamos que bien la pasábamos cuando éramos (más) jóvenes.

El argentino adoptivo Pablo Capanna, uno de los primeros críticos en reflexionar sobre la ciencia ficción en el mundo, se agarraba de la máxima de William Tenn de que ese género es la “literatura del hombre industrial” para establecer una conexión causal entre el régimen de sustitución de importaciones peronista e hitos como El Eternauta, de Oesterheld y Solano López. Por la misma vía explicaba su posterior caída en desgracia en el mercado cultural argentino, donde al día de hoy las películas de viajes especiales o robots tienden a recaudar poco (salvo que tengan superhéroes).

La producción cultural vernácula siempre ha tenido cierta inclinación por el pasado. Nuestro primer fenómeno de cultura masiva, la gauchesca, le cantaba con nostalgia a un mundo que ya no era

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Juan José Campanella, uno de los directores argentinos más taquilleros gracias a sus films nostálgicos y costumbristas, quien tiene además una no tan conocida exitosa carrera como director de televisión norteamericana, estuvo hace unos años muy cerca de realizar una de Terminator. Solo imaginen una versión de la historia distópica trasplantada al Gran Buenos Aires, en la cual John Connor (Guillermo Francella) envía al pasado al T-800 (Ricardo Darín) con la misión de salvar un pequeño club de barrio de la amenaza de una multinacional de Silicon Valley, que lo quiere tirar para poner un server de Skynet.

Quien sí tiene una película con ribetes de ciencia ficción o fantasía que viene al caso es Woody Allen, otro santo patrono del “cine en serio”, cuyas opiniones sobre Netflix no se atienden tanto por razones de público conocimiento. En Medianoche en París, una de sus últimas buenas películas, no casualmente basada en un guión de los setenta que le había quedado guardado en un cajón, el proxy de turno de Allen (Owen Wilson) harto de la chatura intelectual del presente logra viajar en el tiempo a la París de los “locos años veinte”. Allí se codea con Hemingway, Fitzgerald, Picasso, Dalí y, claro, inevitablemente se enamora de la manic pixie dream girl de turno (Marion Cotilliard). Pero también descubre que esos protagonistas de la “edad de oro” de la Ciudad de las Luces consideraban que la verdadera edad de oro era otra, la anterior, la Belle Époque de Toulouse-Lautrec, Gauguin y Degas.

Acéptenlo, alguna de las de Marvel va a ser la Volver al Futuro de tus hijos y no hay nada que puedan hacer al respecto.

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