
A comienzo de los setenta, nuevas corrientes de pensamiento renovaron la discusión acerca de la cultura en Argentina. Estaban los peronistas gramscianos (Anibal Ford, Eduardo Romano, Jorge B. Rivera), “viejos populistas” como los llamaría Beatriz Sarlo años después quienes conjuraron a Jauretche con una mirada más sofisticada acerca de la cultura masiva para imaginarla como un vehículo posible para acercarse al “pueblo”. También estaban los fundadores de la Asociación Argentina de Semiótica (Juan Carlos Indart, Oscar Steimberg, Oscar Traversa y Eliseo Verón), primeros lectores vernáculos de Eco y Barthes e innovadores en derecho propio. Con todas sus diferencias, los unos y los otros sin embargo coincidían en un diagnóstico: el cada vez más refinado funcionamiento del imperialismo norteamericano a través de los medios de comunicación.
Entonces, la industria cultural argentina dejaba atrás una verdadera “edad de oro”. De Dante Quinterno y Ramón Columba a los “locos de la azotea” y la Radio Belgrano de Jaime Yankelevich, del cine for export a Gardel superstar. En su lugar, comenzaban a prodigar los patos Donald y el rock anglosajón. En el horizonte asomaba Star Wars, Tiburón y Rocky, con su primo más belicoso Rambo llegando no mucho después. La lectura geopolítica de los consumos culturales, que ya era por entonces un sentido común, lo fue aún más. El destino de la patria se disputaba también en las carteleras de los cines, en el zapping y en el dial.
Incluso cuando no tienen nada, cuando tienen que endeudarse en los miles de dólares para tratar con la enfermedad que los destruye, los estadounidenses siguen teniendo un capital inalienable: ser estadounidenses
¿Quién no tuvo un abuelo o un tío que lo cagó a pedos por mirar esos “dibujitos chinos” o escuchar música en inglés? Era un poco responsabilidad de cada uno decidir si se dejaba seducir por la fantasía hollywoodense que los gringos nos venían a vender. A los habitantes originales del continente los engañaron con cuentas de colores y adornos de vidrio (o así por lo menos lo vi en una película), y a nosotros nos llenaron la televisión con superhéroes y amigos neoyorkinos.
Siempre recuerdo esos debates y denuncias cuando algún domingo gris sintonizo H&H o TLC y paso las horas mirando cómo un paciente diagnosticado con TOC de limpieza se pelea con un acumulador cuya casa parece un basural. ¿Dónde quedaron los espejitos de colores? ¿Dónde está el viejo sueño americano en Technicolor y Dolby Surround? La ficción de rutas interminables recorridas en un descapotable y el sinuoso pero seguro camino a la fama ha sido reemplazado aquí por una mirada clínica a las miserias de los que no llegaron. Los trapitos sucios se lavan en pantalla, con fines de lucro.
Si bien el reality show se asocia a la televisión crepuscular de las últimas décadas, ha sido parte del medio desde su comienzo. El programa de jodas con cámara oculta Candid Camara llegó a las pantallas norteamericanas en 1948, habiendo debutado en radio y cine un año antes como The Candid Microphone. Sí es cierto que su encarnación actual es un desarrollo más reciente, pudiendo rastrearse el origen del formato estilo Gran Hermano de “extraños encerrados en una casa” al éxito en que se convirtió The Real World de Mtv de comienzos de los noventas. Apenas unos años antes se había estrenado Cops, el Policías en acción de ellos.

Ya entonces el morbo de ver a la gente “dejar de ser amable…y comenzar a ser reales” era uno de los principales atractivos. La década siguiente dobló la apuesta, mezclando al reality con la curiosidad por la vida de los ricos y famosos expresada en el predatorio ethos paparazzi. El resultado fueron programas como The Simple Life, donde una heredera de la cadena hotelera Hilton y la hija de Lionel Richie trastabillaban en trabajos de “gente común” como limpiar habitaciones y fritar patitas de pollo; o The Osbournes, donde se podía ver al otrora “Príncipe de la Oscuridad” buscar durante media hora el control remoto a través de su inmensa mansión.
Patéticos somos todos parecía ser el reconfortante mensaje que nos abrazaba mientras el mundo se iba al tacho en la década corta que fue del 2001, año del atentado a las Torres Gemelas (y de nuestro estallido), al 2008 de la crisis subprime. Hoy, quien sintonice alguno de esos canales acrónimos encumbrados en las alturas de la grilla del cable se topará con una puesta en escena tan perfecta del concepto de alienación, que se corre el riesgo de dejar obsoletos los tratados filosóficos del joven Marx.
Los famosos de la B cedieron nuevamente el protagonismo a la “gente común”. Bienaventurados sean los desposeídos, porque ellos heredarán la pantalla. Están los acumuladores, en su mayoría gente mayor que consume desmedidamente y se siente patológicamente imposibilitada de deshacerse de nada. Las necesidades de las cosas puestas sobre las de las personas. Lazos humanos se tensan y rompen a medida que familiares y amigos se cansan de lidiar con la mugre que implica visitar a su padre o madre acumulador. Una habitación, una cama, un baño, todo sepultado por la demanda de más lugar de almacenaje. El dueño de casa siempre se quiebra cuando se lo obliga a enfrentarse al container vacío. ¿Cómo puede arrojar una parte de sí mismo a la basura? Esos productos que simbolizan esa persona que ya no está, esa vida que no fue.
¿Qué queda hoy entonces del sueño americano? No del suyo, sino del nuestro. De la fantasía norteamericana que los estudiosos de la cultura masiva de los setenta tanto temían que nos estaban vendiendo
Después vienen los obesos mórbidos, quienes cargan en el cuerpo con esa cruz. Mi vida con 600 libras (300 kilos en el sistema métrico nuestro), se llama el programa que documenta su lucha por bajar lo suficiente para ser aptos a la operación de cinturón gástrico. Los obstáculos son muchos: casas disfuncionales con padres o parejas habilitadoras, el precio irrisoriamente bajo de una industria del fast-food que premia comprar en cantidad, y los propios demonios. “La comida es la peor adicción”, repite como un mantra el carismático Dr. Nowzaradan, médico de origen iraní cuyo sueño americano cumplido es delatado por el estetoscopio de oro sólido que le cuelga alrededor del cuello. “Es la peor adicción porque al contrario de la cocaína, no se puede prescindir completamente de ella.” Hay que aprender a vivir con lo que nos destruye.
Fuera de foco pueden intuirse la silueta de los problemas detrás de los problemas. Un sistema de salud completamente roto, por ejemplo. ¿Por qué otra razón los pacientes de la Dr. Lee esperarían tanto tiempo para ir a hacerse reventar esos forúnculos, abscesos y tumores gigantes que hacen las delicias de los espectadores más morbosos? Mientras menos hablemos de No sabía que estaba embarazada, mejor. Pero la teoría la tenemos que poner nosotros, porque la voz en off no nos dará ni una pista.
Con la autenticidad como norte, estos programas desatan sobre sus sujetos/objetos la mirada impasible de la cámara HD con sinceridad descarnada. Aquí no se encuentra ningún atisbo del imperativo estético que pesa incluso sobre el más vanguardista de los cineastas independientes. Como el anverso perfecto a la vida hiperestilizada por los filtros de Instragram y Tik Tok, los realities contemporáneos muestran las miserias de la “vida real” de los otros, nos entretienen con ellas. No seremos Kim Kardashian-West, pero tan mal no estamos. Hay una palabra alemana para todo y esta es schadenfreude: “el sentimiento de alegría o satisfacción generado por el sufrimiento, infelicidad o humillación de otro”.
“La comida es la peor adicción”, repite como un mantra el carismático Dr. Nowzaradan, médico de origen iraní cuyo sueño americano cumplido es delatado por el estetoscopio de oro sólido que le cuelga alrededor del cuello
Y, aun así, la gente parece estar desesperada por irse a vivir a esos Estados Unidos de la alienación. Todo en 90 días ofrece una crónica de prospectivos cónyuges que mediante la visa especial K-1 se mudan al país del norte con miras a casarse y conseguir así la ansiada green card. Nunca falta el primo desconfiado que mete drama en la mesa familiar y pregunta “¿Cómo sabés que de verdad te ama? ¿Estás seguro que no está con vos solo por la ciudadanía?”. Incluso cuando no tienen nada, cuando tienen que endeudarse en los miles de dólares para tratar con la enfermedad que los destruye, los estadounidenses siguen teniendo un capital inalienable: ser estadounidenses.
Mucho se habla de la desaparición de las comedias y los romances de la gran pantalla, pero, ¿cómo puede la ficción competir con estas telenovelas verdaderas? Durante el siglo XVIII y XIX, los hombres de letras y ciencia temían que las mujeres lectoras, despojadas del uso de la razón por la fatalidad de pertenecer al “sexo débil”, no fueran capaces de diferenciar la realidad de sus vidas de las historias que leían. Bovarismo o mal de libros, nombraron al diagnóstico. Hoy, la realidad de la tele, reality fiction como la llamó meridianamente Guido Süller, hace obsoleta a la mejor ficción.

Hasta el más aspiracional entre todos los géneros de reality, el de la compra y refacción de casas, esconde debajo de los pisos flotantes y espacios abiertos algo que late queriendo ser revelado como en ese cuento de Poe. Ni siquiera hay que ir tan lejos como resaltar, como han hecho comentaristas de la cultura pop y académicos, la relación que existe entre la cultura de house flipping (la práctica de comprar una propiedad, refaccionarla y venderla por una ganancia) con la crisis del 2008. Hay algo obsceno en el mismo sentido inmobiliario común norteamericano, que manda que el hábitat mínimo y necesario para una familia de cuatro es una propiedad de cientos de metros cuadrados, con cinco cuartos y tantos o más baños. En un país con una crítica situación habitacional, donde los campamentos de carpas prodigan en ciudades ricas multiplicando lo que parece una crisis de refugiados propios, el mayor problema parece ser alcanzar finalmente a tener esa codiciada isla de mármol inmensa donde apoyar todas las bolsas del delivery. En tiempos de conciencia ecológica y crisis climática, el elogio de la abundancia corre el riesgo de cruzar el límite de lo caricaturesco, y hasta de lo obsceno.
Los famosos de la B cedieron nuevamente el protagonismo a la “gente común”. Bienaventurados sean los desposeídos, porque ellos heredarán la pantalla
¿Qué queda hoy entonces del sueño americano? No del suyo, sino del nuestro. De la fantasía norteamericana que los estudiosos de la cultura masiva de los setenta tanto temían que nos estaban vendiendo. Estas postales que nos regalan los reality contemporáneos, corresponsalía de guerra desde los puntos ciegos del desarrollo, ¿han hecho mella en ese imaginario grabado como un surco en el cielo que separa a Buenos Aires de la Florida? ¿Acaso los sub-25 sueñan con los suburbios de Dallas o Sarasota, donde prodiga el negocio inmobiliario que auspicia la programación? ¿O el decorado de las aspiraciones se movió hacia el oeste, a la Seúl de los ídolos K-Pop, o la siempre futurista Tokio de los videojuegos y el anime? La desigualdad desatada y desidia para con lo público, desde la infraestructura de los puentes al mínimo de una seguridad social, pasa primer plano en un país voluntariamente expuesto a las cámaras para nuestro entretenimiento. Esa contagiosa esperanza sobre el futuro que informó a la ciencia ficción de Viaje a las Estrellas y llevó a Walt Disney a imaginar una ciudad del mañana, quedó sepultada junto con su merchandising en la casa de algún acumulador.
Aunque, debo confesar que, así y todo, me gustaría tener una isla.
