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11 de agosto 2023

Alejandro Galliano

TÁCTICA Y ESTRATEGIA DE CRISIS CLIMÁTICA

Tiempo de lectura: 11 minutos

Un mapa político

No son buenos tiempos para ser ambientalista. Este es el siglo que ve cumplirse casi todas las proyecciones climáticas y ecológicas de los últimos 50 años, pero en el que es más legítimo que nunca negar esos problemas y atacar a quienes los enuncian, incluso con argumentos caros a cierto progresismo, como el nacionalismo económico o el antiprogresismo. No es una paradoja, es una tragedia: el ambientalismo es el único movimiento político moderno que no promete un futuro mejor, sino uno malo (austeridad, decrecimiento, Manu Chao) para evitar uno peor. 

Eso no significa que el ambientalismo esté en retirada. Al contrario, cada vez hay más manifestaciones y organizaciones. Las impulsa la crisis climática pero también la nueva política: movilización local, promoción digital, intensidad ética y estética, radicalización discursiva. Pero el mismo momento político que tonifica al ambientalismo por un lado, lo debilita por otro. Tomemos el caso de Greenpeace. La organización que a fines del siglo XX fue sinónimo de ecologismo y absorbió toda el aura pop-gresista que eso implicaba, y hoy es uno de los principales destinatarios de la paranoia antiglobalista junto con Soros y el Foro Económico Mundial. Es cierto que algunas de sus filiales no ayudan a despejar ese prejuicio. Pero en términos generales, y muy a su pesar, Greenpeace se transformó en una organización políticamente incorrecta.

El ambientalismo es el único movimiento político moderno que no promete un futuro mejor, sino uno malo (austeridad, decrecimiento, Manu Chao) para evitar uno peor

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No me refiero la «incorrección política» de tirar salvas contra progresistas de cartón y así ganarse una silla en los estudios de LN+ o un libro por Ediciones del Zorzal, eso ya es una corrección política, sino la incorrección estructural de funcionar a contrapelo de la lógica política de la época. Greenpeace creció en el contexto del consenso liberal de los 80 y 90, cuando el modelo eran las organizaciones grandes con un discurso pluralista y lo más neutro posible. Compartió ese paradigma con MTV o el New Labour de Blair, entre otros. El tiempo pasó, el consenso se quebró, los medios cambiaron y con ellos cambió el mensaje. Hoy el modelo es proyectarse con una infraestructura mínima y un discurso radicalizado: Extinction Rebellion, Joe Rogan o El Destape, todas startups de la nueva política que mencioné arriba.

El cruce de estas coordenadas termina produciendo una retroalimentación entre la nueva militancia ambientalista, descentralizada y muchas veces inorgánica, el antiambientalismo, igualmente inorgánico y antiglobalista (en sus varietales nacionalista clásico, progre altermundista y alt right), cada uno acusando al otro de formar parte de un plan global contra los intereses del pueblo llano, y, en el medio, organizaciones como Greenpeace acompañando donde pueden y recibiendo el repudio cruzado de los ambientalistas por ser moderados y de los globalifóbicos por ser enemigos de la nación.  Un feedback que solo puede generar acoples, ruidos que devoran cualquier argumento. 

La situación no solo es compleja sino que está profundamente enraizada. No es que la gente sea mala o estúpida―que lo es―sino que tiene motivos de peso para sostener esas posiciones. No pretendo ofrecer una salida superadora sino un mapa de esos motivos y posiciones.

Esto es un mapa, no una teoría. Como cualquier mapa simplifica el territorio para darle claridad; como cualquier mapa, tiene una proyección, un punto de vista (el mío) que sesga las proporciones de lo que busca representar. A las personas no nos gusta que nos estereotipen, nos sentimos únicas e irrepetibles, o parte de una red o devenir. Pero somos más simples de lo que pensamos. Más aún en esta época: nunca estuvimos tan conectados como ahora y pocas veces fuimos tan tribales en nuestras identidades.

  • El eje vertical va desde las posturas más globalistas (la universalidad de la condición humana, sus intereses y sus derechos; la necesidad de una gestión mundial de los problemas; la neutralidad de la tecnología y las leyes para resolverlos; la ejecutiva africana que viste Prada y nos recibe con una sonrisa e inglés neutro en su oficina suiza) hasta el localismo más cerril (el territorio, la comunidad, el particularismo rayano en el excepcionalismo, mi casa, mi rifle, mi vaca, campeones del mundo). Hace unos años se puso de moda el concepto «glocal» para tratar de soldar, o superar, ambas dimensiones. Es interesante pero en la práctica termina siendo una coartada para no asumir una posición clara. Y esto es un mapa: podemos movernos pero siempre estamos en algún lugar específico.
  • El eje horizontal va desde el negacionismo craso de la cuestión ambiental, pasando por diferentes formas de relativismo, minimización e indiferencia, hasta el interés, la preocupación, la angustia, la sensación de colapso ambiental inminente, inevitable, incluso la convicción de que el colapso ya empezó, si no es que vivimos en un mundo post colapso. Este eje sería circular, los extremos se conectan: el catastrofismo provoca la misma parálisis que alienta el negacionismo. Por eso aquí me interesan más esos puntos intermedios que también podríamos llamar simplemente «ambientalismo» y «antiambientalismo». 

Obviamente no soy neutral en esto: me ubico en algún punto del cuadrante global-catastrófico, seguramente menos global y más catastrófico que Greenpeace, aunque una organización tan grande debe contener a personas aún más catastróficas y menos globalistas que yo. 

Greenpeace creció en el contexto del consenso liberal de los 80 y 90, cuando el modelo eran las organizaciones grandes con un discurso pluralista y lo más neutro posible. Compartió ese paradigma con MTV o el New Labour de Blair entre otros

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Los agonistas

Empecemos por la mitad inferior del mapa. Lo local hoy absorbe el grueso de la libido política: el sueño del pueblo puro, sin intermediaciones ni instituciones, la gente de verdad, la multitud espontánea, rizomática.

El cuadrante catastrófico-local gana para el ambientalismo esa fascinación por las formas populares y territoriales de acción directa, participación y resistencia. Vecinos movilizados por un problema concreto con un adversario identificable. La foto del activista adolescente junto al ama de casa, el dirigente barrial, la performer, el representante de los pueblos originarios y, ya que estamos, algún miembro del colectivo LGTB. Todos juntos contra la corporación o el gobierno que quiere destruir un paisaje, un modo de vida o la salud pública. Es el momento Marvel del ambientalismo popular, con todos los guerreros de la justicia social unidos en defensa del ambiente y contra los poderosos. Pero dos décadas de populismos de izquierda sudamericanos nos enseñaron que esas alianzas sociales amplísimas dignas del Sargento Pepper pueden fallar. Los significantes están vacíos y terminan abotonados en cualquier lado: el mismo reclamo puede ir hacia la izquierda o la derecha, hay formas locales y populares de ambientalismo pero tambén de antiambientalismo, la Voz del Pueblo rechazó a las salmoneras en Tierra del Fuego pero refrendó a la minería en San Juan. 

Todos juntos contra la corporación o el gobierno que quiere destruir un paisaje, un modo de vida o la salud pública. Es el momento Marvel del ambientalismo popular, con todos los guerreros de la justicia social unidos en defensa del ambiente

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Otro problema es la escala de la cuestión: la crisis climática tiene impacto local pero causas globales que requieren un abordaje global. El problema de la lógica NIMBY («no me pises la quintita», por sus siglas en inglés) no es la estrechez de limitar el reclamo a una cuestión particular, casi aldeana, sino que al perder escala su solución choca con el NIMBY de al lado. Rechazar a las salmoneras en Tierra del Fuego implica sostener un polo industrial fueguino cuya logística es una pesadilla en términos de costos ambientales y monetarios. Pasado el momento heroico del pueblo en la calle, viene el tironeo de una manta corta y el espectáculo triste de un Estado atendiendo cada problema por separado para no solucionar nada. 

El cuadrante negacionista-local funciona como fe o como defensa de intereses. Incluye tanto a aquellas personas que creen sinceramente que la crisis climática es un invento, sea para avasallar la soberanía local, para arrasar con las libertades individuales o para terminar con la libre empresa capitalista; como a aquellos grupos de interés que, sin negar expresamente la crisis climática, se ven afectados por las políticas ambientales y, esperablemente, priorizan su interés particular: granjeros europeos, trabajadores asiáticos y norteamericanos con ganas de comprarse cosas, pueblos periféricos que quieren empleo e infraestructura. Ningún gobernante de buen corazón y cargo electivo querría herir a esas personas.

En el cuadrante global-negacionista nos encontramos con nuestro villano favorito: el ejecutivo de corbata ancha que hace sonar el hielo de su Macallan 16 en algún vigésimo piso espejado de la City. Pero seamos realistas: esta gente no es negacionista, no puede serlo. Dispone de más información que todo el ambientalismo junto y probablemente tenga una idea mucho más precisa de la gravedad de la situación. Exxon contaba con informes fidedignos sobre el calentamiento global desde 1977, dos años antes de que el MIT publicara el «informe Charney»―la primera evaluación exhaustiva sobre el cambio climático mundial debido al dióxido de carbono―, y aparentemente siguió recibiéndolos hasta 2015. En todo caso son nihilistas: saben que se avecina una catástrofe pero no les importa, confían en superarla, incluso en capitalizarla.

Finalmente llego a mi cuadrante, el global-catastrofista. En un mapa no tiene sentido buscar el justo medio, solo asumir dónde estamos y ver adónde podemos ir. La decisión es nuestra, no del mapa. Reconocer nuestra posición nos sirve para buscar maneras de relacionarnos con el resto.

¿Qué hacer?

A la hora de plantear una estrategia también conviene empezar por la mitad local del mapa: allí se encuentra la mayor cantidad de energía política disponible en este momento. Pero está dispersa. En el caso de los ambientalismos locales la cuestión es cómo articularlos en un movimiento más grande que rompa la lógica NIMBY y vectorice a los reclamos flotantes en una dirección política coherente. El modelo aspiracional que siempre sobrevuela esta pregunta es el feminismo, que en muy poco tiempo logró un grado de movilización de grupos muy diversos hacia un conjunto de objetivos concretos. Pero es una vara muy alta. Ninguna otra organización logró replicar esa performance y a veces pareciera que al propio feminismo le cuesta mantenerla. Un modelo más viable proviene del gran enemigo del ambientalismo: las nuevas derechas. Mediante un lento y laborioso trabajo de construcción hegemónica, las nuevas derechas lograron vertebrar un conjunto de demandas y movimientos locales alrededor de una ideología que, pese estar muy estandarizada a nivel internacional (pensemos en las morisquetas trumpistas de tantos candidatos sudamericanos, o en el libertarismo hidropónico de Javier Milei), logra presentarse como enemiga y katechon de los intereses globalistas, sea el marxismo cultural, la agenda 2030 o el libre comercio chino. El problema con este modelo es que sirve para acumular poder más que para usarlo. La alt right todavía nos debe un gobierno exitoso: Trump y Bolsonaro no lograron reelegir y el resto aún intenta ser elegido. (Putin, Orban y Erdogan llegaron al poder desde otro lugar y se subieron a la nueva ola de manera cosmética). La propia dinámica vertiginosa que hace tan seductoras a las nuevas derechas no parece resistir el ripio de gobernar cada día (es cierto que Franz Von Papen decía lo mismo del nacionalsocialismo en 1932, pero bueno, es otra discusión).

La dificultad de articular a los ambientalismos locales puede darle una nueva misión histórica al ambientalismo global. Para ilustrarla voy a tomarme de un ejemplo incómodo: el Partido Comunista Chino. En 1927 el PCCh―virtualmente una filial de Moscú―fue arrasado por el gobierno nacionalista de Chiang Kai-shek. Los pocos militantes que sobrevivieron se escondieron en el campo. Las aldeas rurales chinas, arcaicas y aisladas cultural y geográficamente, no eran el mejor lugar para difundir el marxismo. Fue entonces que Mao implementó la llamada «línea de masas»: mandó a los cuadros comunistas a hablar con los campesinos, vivir con ellos, conocer sus problemas y sobre todo, la manera en que los expresaban. Luego el PCCh ordenaba esa información en un discurso y una estrategia que volvía al campesinado para testearse. El PCCh funcionaba como un software físico en retroalimentación permanente con los datos locales. Es un buen trabajo para cualquier organización grande y conectada globalmente. Lo que vale para el PCCh vale para gigantes cansados como la UBA, Clarín o Greenpeace: que haya cambiado el clima que las hizo posibles no significa que deban morir, tienen una estabilidad y capacidades que las startups de la política y la cultura no podrían alcanzar en años. Si el concepto «glocal» tiene algún sentido, es el de esta cibernética territorial. La deriva poco feliz del maoísmo puede funcionar de advertencia, pero recordemos que si el PCCh logró sobrevivir a su casa matriz rusa, aún después del desastre maoísta, fue justamente por entender mejor lo que la sociedad necesitaba.

La relación con el negacionismo local tiene un límite infranqueable. A esas personas las movilizan las dos fuerzas más grandes que conoce la humanidad: la fe y el instinto de supervivencia. Esperar que la propia crisis climática les queme los pies y les ilumine la cabeza es inútil. Un problema tan grande, un hiperobjeto como la crisis climática nunca es percibido en su totalidad, entenderlo supone un grado importante de imaginación, por más «pruebas científicas» que manejemos, y allí cualquier cosa es posible. Más aún cuando la digitalidad nos provee del dato o contradato que necesitemos para reafirmar nuestra postura, cualquiera sea esta.

Un modelo más viable proviene del gran enemigo del ambientalismo: las nuevas derechas. Mediante un lento y laborioso trabajo de construcción hegemónica, las ND lograron vertebrar un conjunto de demandas y movimientos locales alrededor de una ideología

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La oposicion es tan cerrada que hasta un dandy como Bruno Latour, casi en su lecho de muerte, se sintió obligado a escribir un Manifiesto ecológico-político, proponiendo replicar palmo a palmo la operación intelectual del marxismo: detectar filosóficamente una necesidad material (la habitabilidad terrestre), construir alrededor de ese interés a una clase de vanguardia (la clase ecológica) y transformarla en un pivote de los otros grupos sociales. Este último punto deja ver el espíritu conciliador que pese a todo tiene la propuesta: siempre diplomático, Latour confía en que los granjeros holandeses y las clases medias chinas se dejarán conducir por esta imprecisa clase ecológica hacia un mundo sin crecimiento económico. No por nada Latour, al igual que James Lovelock, siempre jugó la carta de una «nueva religión ambientalista». Credo quia absurdum. Muy distinta es la propuesta de Mark Alizart en Golpe de Estado climático, un libro que nació a partir de una conferencia que el autor dió en Buenos Aires. Para Alizart el calentamiento global es un proyecto de las grandes empresas que ya especulan con capitalizar la crisis, la nueva derecha que las representa y el lumpenaje blanco que movilizan. La única manera de detenerlo es organizar a los más perjudicados (los jóvenes, los pobres, los habitantes de las regiones más expuestas a las sequías e inundaciones), para presionar políticamente y tomar el control de la tecnología: automatización para gastar menos, legislación para distribuir el riesgo, geoingeniería para descontaminar. Un final feliz pero Alizart nos ahorra el arco narrativo de ese enfrentamiento, que podemos imaginar muy violento. Un escenario tan factible como preocupante. 

Eso nos lleva a la batalla final, el encuentro con el negacionismo global. Aquí me voy a poner un poco especulativo así que invito al lector práctico a abandonar el texto. Ya dije arriba que el negacionismo global no es negacionista. Me gustaría redoblar la apuesta y ampliar el foco desde Exxon hasta el Capital, esa cosa que se abstrae sola, sin necesidad de ningún filósofo, apenas con su lógica de expandirse al máximo. Se abstrae tanto que se discute hasta qué punto necesita al trabajo (ver el «fragmento sobre las máquinas» de Marx), a la especie humana (ver el «debate» entre Reza Negarestani y Nick Land) y al planeta mismo («El mundo puede arreglárselas sin recursos naturales». dijo Robert Solow ante la American Economics Association). De todos esos delirios, me quedo con el más delirante. Jacques Camatte es un viejo discípulo de Amadeo Bordiga en la ultraizquierda europea que hacia 1972 perdió las esperanzas en una clase obrera totalmente domesticada por el capitalismo y, junto a Giorgio Cesarano, pasó a militar una revolución apocalíptica de la especie humana. Con todo, Camatte es consciente de que el capital tiene el interés y los medios para superar el colapso de la Tierra: «Más generalmente, el capital en proceso asegura su dominación precisamente transformando todo proceso en fenómeno lineal; así tiende a romper el movimiento de la naturaleza, lo que conduce a la destrucción de ésta. En la medida en que esta destrucción puede tener consecuencias nefastas para su propio proceso, el capital se ve obligado a adaptarse a la naturaleza: la anti-contaminación». 

El colapso no será un armagedón redentor sino una larga transición administrada por un capital global que pretende absorber al trabajo, la humanidad y la naturaleza. En ese momento al ambientalismo glocal le convendrá tener un modelo alternativo de colapso administrado para disputar o negociar. Cesarano se pegó un tiro en 1975; Camatte todavía vive en una cabaña y fabrica su propia ropa. Pero hay otros caminos, solo necesitamos un nuevo pensamiento ecológico.

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