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30 de junio 2016

Martín Rodríguez

Capitalino.

Sobre “El Pichi o la revolución de los frágiles”, de Eduardo Blaustein

Tiempo de lectura: 7 minutos

Lo primero para decir es que Eduardo Blaustein lucha contra el tiempo: escribe libros en la urgencia del presente político con inteligencia. Es escritor y periodista, publicó, los últimos años, por ejemplo, “Días de rabia”, sobre las riñas periodísticas durante el kirchnerismo, y “Las locuras del Rey Jorge”, una biografía crítica de Jorge Lanata. Su última novela, “El Pichi o la revolución de los frágiles” (2016, Marea Editorial) tiene también cierta condición contrarreloj, contando la vida de Pablo, el “parapléjico”, un jovencísimo militante político y estudiante del Nacional Buenos Aires, en su derrotero entre 1973 y la dictadura. La historia de un tal Pablo que fue, como alguna vez se autodefinió el propio Blaustein, “furgón de cola de la generación del ’70”. Es decir: los últimos que entraron al campo de batalla, los más jóvenes, los de la UES, los que crecieron a los pedos entre Ezeiza y el golpe, los que despidieron a Sui Generis, la más tierna carne de cañón, dirían otros. Esta novela es la versión de los hechos (armados) del propio Blaustein y su punto de vista sobre los modos de relatar los años 70 durante el kirchnerismo. Blaustein elige contarse y reinventarse a través de “Pablo”.

Tal vez suenen engañosas las palabras “frágiles” y “Pichi” del título porque pueden apuntar a la vidriosa condición de inocencia en un caso, y en otro, una referencia a la novela de Rodolfo Fogwill, “Los Pichiciegos”. No a las dos cosas. Blaustein empieza desde el principio: reproduce en su novela las condiciones de la vida familiar, barrial y escolar en esas cuadrículas suburbanas de capas medias de la zona norte del Gran Buenos Aires donde se delimita el sueño de los hijos o nietos de la inmigración (en este caso, judía), algo así como nuestra versión del “sueño americano” más trunco: el sueño argentino. Donde se entrecruzan la inestabilidad de la nación en armas, el autoritarismo de la educación, la inercia ascendente del peronismo y la lenta modernización del consumo desarrollista. Blaustein escribe la lengua del furgón: los hijos de la Argentina de los mejores indicadores sociales, entre 1945 y 1976, es decir, los años que vivimos en peligro. Blaustein, o Pablo, el “parapléjico”, fue a la guerra. A esa guerra. Y fue porque fue educado para ir a una guerra, porque así lo educó su familia judía, así lo educó el colegio Nacional Buenos Aires. Y así lo educó la Argentina. Diríamos entonces: la clase media fue a la guerra. Como retoma el historiador Javier Trímboli en su artículo “Casi reina” sobre Tulio Halperín Donghi, cuando precisa el mito traumático de la dictadura en la clase media: el Terrorismo de Estado “cobró sus víctimas también entre sus filas”. Porque un modo de percibir la envergadura de la represión es el contrario de lo que la corrección política repite: se abunda en el detalle de que las víctimas del 76 fueron -sobre todo- de clase obrera, omitiendo quizás la cualidad trascendente de una represión que se cobró miles de vidas en las capas medias, en muchos casos, por supuesto, en los hijos de los que celebraron la caída de Perón. Blaustein, sin los subrayados de la sociología, dibuja el contorno de esa clase que creció como testigo de otra sangre derramada: la de peronistas vencidos por militares. En la sangre derramada de los años 70 les tocó a ellos, a sus hijos. Y esa tragedia policlasista revela la fuerza del capital simbólico de la memoria: un Alsogaray o un Brodsky arrojados a la misma fosa remota que un Espósito.

Con humor pero sin joda, con ironía pero sin cinismo, con ternura pero sin piedad, “El Pichi o la revolución de los frágiles”, viaja a la cabeza de un joven que a los 18 conoce lo que a mucho les lleva una vida: el sexo, la muerte, la guerra, el exilio. En la historia del joven del “furgón” se expone la fragilidad, pero lo frágil no es la edad de Pablo y sus compañeros tiernos, no es una “historia de perejiles”, sino el tejido de una organización (Montoneros) y su frente estudiantil (UES), lanzados a una guerra en la que se confiaron pese a su escasa preparación porque ellos en verdad se confiaban a la mano invisible de la historia. Pablo se dejaba guionar por el viento hasta que, de pronto, de golpe, ese viento ya no lo empuja, y los que antes eran el dulce candor de una juventud organizada se convertían en parias, átomos cada vez más aislados subidos a un colectivo 60 sin destino fijo, zombis de una identidad legal superpuesta a una identidad de guerra.

no es una “historia de perejiles”

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¿Sabían que el tren estaba equivocado pero estaban demasiado atrás para cambiarle el rumbo? No parece preguntarse exactamente eso, sino algo anterior: ¿cómo se salta del tren de la historia, cómo se sale de una organización, cómo es el “interior” de un combatiente? Blaustein recorre la educación de Pablo en ese vecindario burgués y asustado, la naturaleza social de su familia, sus vecinos tan amigos circunstancialmente del progreso cosmopolita como de las modas guerrilleras o las represiones, la insolencia justiciera aprendida en un living con libros de aventuras y fascículos de “la guerra de los seis días” hasta que su “compromiso” no parece la excepción al seguimiento de esas reglas sociales sino una libre adaptación a ellas: fue educado para la guerra. Pero Pablo transforma esa precocidad en lucidez y distancia: la clandestinidad o el exilio son también un tiempo para estar solo, y cuando alguien está demasiado tiempo solo aparecen las preguntas. ¿Qué es la militancia? A Pablo le van quedando las rutinas fijas, una alienación bamboleante (la cita de control, la llamada), un circuito cerrado e invisible por la ciudad en la que vivió su existencia primaveral y el miedo, el miedo como estructura, el miedo como constante, como organización del tiempo, como último refugio del enano civil que lleva adentro, aterrado. Del 73 al 76, de la guerra popular a la guerra interior, un pasaje histórico donde se vuelve cada vez más abstracto ese “otro” por el que se lucha (el “Pueblo”) y cada vez más concreto ese otro “otro” que es el compañero, conocido o desconocido, en ese caso no importa, pero cuya existencia devuelve las certezas seguras de la revolución y la identidad.

fue educado para la guerra

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Hay miedo pero hay resentimiento: Pablo se exilia pero vuelve, tiene miedo pero contraataca, y lo que empezó por “cambiar el mundo” termina en una causa personal por los compañeros torturados o muertos. En el canónico y extenuante “¿Por quién doblan las campanas?” de Hemingway hay un diálogo en la montaña entre el protagonista, el brigadista norteamericano Jordan (especialista en explosivos) y un soldado republicano acerca de matar. En el diálogo los dos confiesan que matar está mal. Matar es un pecado, dicen, y como advierten que no son católicos, admiten que no habría otra palabra y entonces usan “pecado”. Y el viejo republicano dice que tendría que haber algo (una ceremonia, un exorcismo) que pueda hacer de redención de esa culpa el día después de la victoria. Toda guerra es -para el combatiente humano, no el mercenario- la última guerra. Toda guerra tiene un sentido: la libramos como un último acto de justicia. Ese dilema, que se hace presente en la cabeza de Pablo, un hijo de judíos laicos, se convierte en un monólogo trascendente. “Ellos venían matando de lejos, mataron más. Con premeditación, cálculo y alevosía. Masivamente, sistemáticamente, mataron a la perfección. Nosotros, respondiendo, en defensa propia, con las más nobles y generosas intenciones, matamos un poco, un poquito, sin elección, sin alegría y sin eficacia.” Esta frase, en la página 188 de “El Pichi o la revolución de los frágiles”, concentra la sangre en el ojo y una ironía sobre el modo en que puede ser hoy “revisada” la violencia de esos años. Matamos, dice, pero matar no nos hace iguales. Matamos distinto, matamos menos, empezamos después, lo hicimos sin gracia. Sin eficacia. Blaustein no esquiva el “No Matarás”. Ni la culpa. Pero construye el hilo sobre las mil reelaboraciones yoicas que tiene un hombre de izquierdas en su paso por la Historia, su interior en estado de asamblea. Es, utilizando la figura del poeta Martín Gambarotta, un “combatiente resentido” entre el odio al enemigo que mataba mucho y la conciencia de una fragilidad propia negada, simulada en actos heroicos. A su modo escribe un libro picado por la religiosidad: es un libro moral que reconstruye el dilema (¿matar o no matar?) sin rendirse ante él, sin designarle a la lengua autocrítica del combatiente la unívoca evolución de un quebrado. No hubo dos ejércitos regulares enfrentados (como quisiera Ceferino Reato) y tampoco inocentes guiados al matadero por mesiánicos guerrilleros (como dictó un poco el siempre perdonable prólogo del Nunca Más). Blaustein retrata una historia más incómoda de ordenar: hubo violencias. La de arriba, la de abajo, la del medio, la del foco, la insurreccional, la equivocada, la picana, la bomba, el submarino, la violación, la contraofensiva. Y el narrador, también cuando va y viene del presente al pasado, reproduce esa distancia incómoda que forzó esta suerte de “No lugar” generacional para los más chicos, los del furgón, los que quemaron la adolescencia en el fuego: no se sabe qué hacer con tanto pasado pesado. Blaustein escribe sin quedar en paz porque no sabe qué hacer con el pasado (no lo quiere entregar) o con la memoria (no quiere olvidar). ¿Toda esa historia es suya, le pertenece? Pensar su clase, su barrio, su historia, su colegio, su elite, su línea de tren en capas que explican pero que también envuelven el vacío que le deja la Historia. Su malestar se incluye contra las formas oficiales de la memoria que, más de treinta años después, se volvieron parte de un ritual urbano ineludible. Los homenajes lo incomodan porque parecen reproducir el mismo efecto de “arriba hacia abajo” que su antigua educación marcial, la fundación de una aristocracia del dolor que detenta un monopolio del uso de la fuerza simbólica, ¿y qué pasa unos metros más allá, qué pasa entre los desafiliados, los millones, a esa memoria? A la vez, si Pablo fue demasiado joven para la guerra, en este presente, lo sigue siendo para tanta memoria.

UES

Blaustein construye un relato como si fuera el lado B de ese monumento que eclipsó la lectura en los años 90: La Voluntad, los tres tomos de La Voluntad. Las biografías políticas con las que Eduardo Anguita y Martín Caparrós retrataron a esa generación. Aquellos libros se basaban, a grandes rasgos,  en reponer la identidad militante y la violencia naturalizada. Pero donde en La Voluntad hay “naturalidad” en la novela de Blaustein hay “extrañamiento”, donde en La Voluntad hay periodismo-ficción en la novela de Blaustein hay ficción a secas, y donde en La Voluntad hay mito, aunque sea el mito de los anti héroes (el anti héroe colectivo que aprende a desarmar policías, a cobrar rescates, a disparar, a hablar en asambleas), en Blaustein hay verdad. Es una novela del miedo pero no de la derrota, o, mejor dicho: del modo en que los explotadores de la autocrítica terminan celebrando porque creen que sólo en el vencido están las razones históricas de su caída. Blaustein abre la caja negra del joven combatiente que fue. Reconstruye el momento de soledad en el que Pablo levanta su bandera blanca. Me rindo, dice. No matarás, dice. Ganaron, dice. Perdimos. Y como es una guerra irregular o una guerra sucia, Pablo tiene sólo a Pablo y su impulso de dar un paso al costado cuando la pertenencia, el entrenamiento, el diseño de los atentados, las rutinas de seguridad, todo eso cobra absoluto extrañamiento, cuando lo que era natural se vuelve insólito, o el punto crítico en que guerra y política (o guerra y vida) se discontinúan.

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