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Es un gran lugar común decir lo hermoso que es Buenos Aires en enero. No en verano, porque en febrero ya se nota que “volvieron todos”. Pero enero es un remanso increíble. Tenés a tu merced una de las mejores ciudades del mundo con poca gente pero con los horarios de siempre. Vas a la pizzería de barrio de noche, en malla, hay poca gente y te llevas la de mozzarella y, mientras esperás, te tomás un balón de cerveza.
La noche estrellada sigue invisible a ojos ciegos de la metrópoli. Se ve la Luna, quizás Marte o Venus con un poco de suerte. En ese momento, con la ciudad así, en apariencia vacía, creemos que vamos a tener tiempo para todo.
2
La vida no tiene fin. Mejor: la vida no tiene finales. Es una continuidad que pausamos al dormir y al morir. En el resto del asunto nunca hay una verdadera interrupción. Ese momento con piano de fondo, un tanto melancólico, donde algo, un tiempo, concluye. Nunca tiene lugar esa escena. La vida es lo que no tiene elipsis. Flujo continuo sensorial, arrojo existencial, atadura de un pobre sujeto a una estructura social. Todo lo que sabemos. Pero corte no tiene. Nunca seremos Chaplin caminando sobre el horizonte o David Banner dejando otra ciudad en su eterno periplo.
El cuento, el libro, la serie nos proveen el significado del que la vida carece. Los veranos también
Por eso el arte y la literatura son una necesidad. Porque la creación es sobre todo la creación de un momento que comienza o termina. A pesar de la polisemia y las interpretaciones, los finales resueltos o cortados… la creación no deja de ser una unidad de sentido. Un momento al que se vuelve. Nuestra propia mortalidad hace de la literatura algo tan valioso, como se ha dicho tantas veces. El cuento, el libro, la serie nos proveen el significado del que la vida carece. Los veranos también. Por eso los recordamos tanto y volvemos a ellos.
3
Solo agregar “verano” a cualquier cosa le da otro estatus ontológico, otro modo de ser. Sospechará el lector que todo se constituirá como más liviano y pasajero. Así, las novelas de verano tendrán el peso pluma que se merecen. Nadie se lleva a Claromecó, Reta y Orense la Ética demostrada según el órden geométrico de Spinoza. Lo mismo el romance veraniego. Algo livianito nomás. En contraposición, se supone, a las oscuras, frías y penosas novelas invernales o relaciones para pasar el invierno (pasamos de romance a relaciones).
En el invierno todo queda. En el verano todo pasa, se dirá.
4
Cada verano tiene su sello, su hecho notable, su acaecer. Está el verano de la devaluación aquella, el verano del 2002, el de Cromañón, el de las tragedias marplatenses del ´88. Este será el verano de un Brasil amenazado por fuerzas oscuras y del sueño mundialista del que vamos despertando día a día.
Se ve la Luna, quizás Marte o Venus con un poco de suerte. En ese momento, con la ciudad así, en apariencia vacía, creemos que vamos a tener tiempo para todo
5
El verano es la hora sin metáfora. La hora sin sombra. Palidez, ceguera, ensimismamiento. Es un poco el descanso del hormiguero urbano, de las dobles filas, de los embotellamientos. Los que vivimos en Buenos Aires (todos en Argentina tal vez vivamos Buenos Aires, aunque no lo hayamos pisado nunca o nos hayamos ido hace rato) es la del Verano porteño de Astor Piazolla. Una melodía tan urbana, con una pausa melancólica que al final retoma un ritmo desenfrenado, que se devora todo, que sólo puede terminar con un “chan!”.