
Cuando las mujeres salimos de la casa –de noche todavía más–, armamos un cálculo del recorrido. Antes de que salgamos, varones –y también mujeres– nos dicen “avisame cuando llegues” y “cuidate”. El subtexto en ambas situaciones es “cuidate de que no te violen”. ¿Cuáles son las implicancias de este “cuidado”? Las violaciones no son, como ha señalado Virginie Despentes, una experiencia lateral que les ocurre a unas (pocas) mujeres, sino que constituyen el centro de los temores de la vida social y su organización. A partir de la denuncia de Thelma Fardín –junto al colectivo de Actrices Argentinas–, contra Juan Darthés, son los días que sacamos las violaciones del clóset.
¿Qué es una violación? Durante mucho tiempo han sido codificadas a partir del desconocimiento entre víctima y victimario, el ejercicio de la violencia física y el acontecimiento en el ámbito público. Sacar a las violaciones del clóset implica habilitar otras escuchas, porque muchas veces ocurren en los ámbitos íntimos y hasta familiares, inscriptas en relaciones de poder, aunque no necesariamente traducidas en violencia física, y entre personas que ya se conocen.
“Mirá cómo nos ponemos” desarma la causalidad construida entre moral y violación. Por muchísimos años ha operado una sobremoralización de las vidas de mujeres: si te violan es porque trabajás (como a las “costureritas” en las primeras décadas del siglo XX), porque sos actriz o modelo (“de vida fácil”), o más recientemente porque sos “fiestera”, “putita”, “bombacha floja”. Nunca la moralidad de las víctimas puede ser causa de un delito. ¿La contracara de estos días –y quizá su necesario conflicto– es que, por momentos, nos deslicemos a una sobremoralización de las vidas de varones, es decir, otra causalidad entre moralidades y delincuencia? ¿Todo “mal tipo” es un delincuente, un acosador, abusador o violador?
Las violaciones no son, como ha señalado Virginie Despentes, una experiencia lateral que les ocurre a unas (pocas) mujeres, sino que constituyen el centro de los temores de la vida social y su organización.
Demasiado rápido lo que pasa se traduce como el “Me Too argentino”. La periodista Florencia Alcaraz señala importantes diferencias. A esa serie se suma la distancia en el estatuto de victimidad entre una escena y la otra. En Hollywood, tras la escalada de denuncias, la revista Time, a finales de 2017, elige como personalidades del año a las denunciantes, mujeres que aparecen en tapa vestidas de negro, sin maquillaje y hasta sin sonreír. La escena local es distinta, como lo muestra lo que ha sucedido el lunes, y, en especial, las fotos que al patriarcado le generan “polémica”, porque en ellas se implota el estatuto de victimidad.
Quizá se trate de no ser funcionales a lo que venimos a combatir. La industria de la victimización fabrica “buenas víctimas” que acceden a este estatuto sólo si dejan de lado su seducción (su poder) y se amoldan a lo que se “espera” de ellas. No existe ninguna causalidad entre provocación, belleza, audacia y ser víctima de un delito. Esa asociación, arengada durante décadas, es la que se está desarmando.
La primera convocatoria Ni Una Menos en 2015 se organiza en torno al “no nos maten” y este final de 2018 se organiza en torno al “no nos violen”. Se trata de consensos, como el democrático “no matarás”, que por momentos parecen más saldados de lo que están en verdad. Al mismo tiempo que se consolidan estos consensos, se puede descongelarlos para que emerjan otras discusiones y voces, cuya llegada o escucha parecen más restringidas. Como lo que pasó con las trabajadoras de casas particulares en Nordelta (que también denunciaron abusos), o la niña de 11 años que murió hace pocos días en un taller textil clandestino.
¿Cuáles son las voces que se replican? Hoy las mujeres somos convocadas en todos los medios para que tomemos la palabra. El lunes de esta semana, cuando se cumplieron 35 años de democracia, las firmas de mujeres en columnas o notas de opinión fueron de escasas a nulas. Buscamos explotar la fuerza social de este momento tanto como discutirla. ¿Por qué las mujeres accedemos a la palabra pública a partir de una narrativa que nos ubica como víctimas? ¿Por qué la eficacia depende más de esta denuncia que de otras? ¿Qué hacer con eso? Incluso quienes llegamos, estos días, a mayores condiciones de enunciación no somos de ninguna manera “todas” y muchas veces lo hacemos con la paradojal inscripción –que es una visibilización aunque no una condena– de que somos ayudadas por varones, sin los cuales ciertas posiciones de poder serían todavía más difíciles de alcanzar.
No existe ninguna causalidad entre provocación, belleza, audacia y ser víctima de un delito. Esa asociación, arengada durante décadas, es la que se está desarmando.
Cuando decimos “yo también”, ¿a qué se lo decimos? ¿Yo también fui víctima de un delito? No se trata de minimizar los delitos, sino de cuestionar los efectos de las prácticas de escrache y sobre todo de linchamiento ante situaciones que, aun siendo cuestionables y dolorosas, no necesariamente se enmarquen dentro de un delito. Los feminismos asisten a varias paradojas, algunas irresolubles: las tensiones entre revolución e institución, entre masividad y mediatización.
La escucha de estos días está siendo y tiene que seguir siendo destacada. El Ministerio de Justicia y Derechos Humanos informó que se registró un aumento del 1240 % en las llamadas a la línea nacional contra el abuso sexual infantil (0800-222-1717). También aumentaron en un 240 % los llamados a la línea nacional 144, para las mujeres en situación de violencia, y se registraron aumentos en la línea 137, para víctimas de violencia familiar y sexual en la Ciudad de Buenos Aires.
Quizá se trate de no ser funcionales a lo que venimos a combatir. La industria de la victimización fabrica “buenas víctimas” que acceden a este estatuto sólo si dejan de lado su seducción (su poder) y se amoldan a lo que se “espera” de ellas.
Pero también surge una zona de riesgo, que reside en la espectacularización, en ser “vampirizadas” por la narrativa patriarcal. El morbo siempre es de los otros. Y el “derecho al mal” que señala Amelia Valcárcel también es nuestro. Nuestra responsabilidad es poder leer violaciones donde antes la democracia no las leía, como en los militares que violaron a las detenidas en los centros clandestinos.
La vida democrática, como tal, precisa diferenciar entre delito y daño. Los delitos de acoso, abuso y violación que sufren muchas mujeres en los ámbitos público y privado son distintos del daño –incluso del daño “patriarcal”– que muchas veces también persiste en nuestros vínculos. Si todo es delito, nada es delito. Las relaciones siempre son conflictivas. Los feminismos buscan transformar las relaciones pero nunca abolir los conflictos porque, como señala Judith Butler, la vulnerabilidad es constitutiva de estar vivos.
¿Qué imaginarios supone reducir el feminismo a la protocolización de los daños o a la creación de nuevos delitos como el piropo callejero? ¿Cuál es el sueño sexual de los feminismos? ¿Qué hacemos con los “patios de atrás” de nuestros deseos? ¿Podemos sancionar nuestras fantasías? ¿Cómo queremos que se reconfigure nuestra intimidad? ¿Qué pasará cuando se institucionalice hasta la última de nuestras disidencias?
La vida democrática, como tal, precisa diferenciar entre delito y daño. Si todo es delito, nada es delito
Tanto como luchamos por la justicia, lo hacemos por nuevas gramáticas que no sean ni esencialistas ni deterministas. Las viejas gramáticas afectan a mujeres y también a varones, y ponerlas en crisis de ningún modo se limita a invertirlas. Los mismos varones pueden haber sido violados y la apertura a esta escucha es aún más compleja.
Este texto señala algunas preguntas molestas, ásperas, que irritan hasta al escribirlas, pero apoyar lo bueno y condenar lo malo nunca es un acto político; la política comienza cuando se hace cargo de los conflictos, y de las decisiones que supone. En estas disputas quizá sea más potente lo que los feminismos puedan hacer con la política que lo que la política pueda hacer con los feminismos.
Sobre todo, no se pueden regalar los “significantes vacíos” de los feminismos. Los feminismos son múltiples y al homogeneizar nuestras diferencias los significantes “seguridad”, “cuidado”, “protección” son fácilmente reapropiados, como ya pasó en las palabras del presidente Mauricio Macri o en la editorial de Joaquín Morales Solá.
Este texto señala algunas preguntas molestas, ásperas, que irritan hasta al escribirlas, pero apoyar lo bueno y condenar lo malo nunca es un acto político; la política comienza cuando se hace cargo de los conflictos, y de las decisiones que supone
¿Queremos un feminismo “puritano”, que proponga un registro nacional de violadores, o uno “punitivista”, como advierte la antropóloga Rita Segato? Segato cuestiona algunas formas del escrache porque debe poder garantizarse el derecho a la interlocución con el acusado. También se viene problematizando, a veces en voz baja, el escrache cuando ocurre entre pares, como ha sucedido entre muchos compañeros de colegios secundarios. Segato subraya que estamos “luchando por un mundo diferente, no por un mundo igual en otras manos”. ¿Cómo no tropezar en un garantismo torpe, pero tampoco acodarnos en un feminismo punitivista? Un Estado no promueve el castigo al victimario sino la reparación a las víctimas. ¿Acaso son formas premodernas las que cambiarían la modernidad?
Thelma –y en ella todo el movimiento Ni Una Menos– ha sacado las violaciones del clóset y es un nombre propio que se va a sumar a los de las grandes transformaciones de la democracia reciente, como han sido los de las Madres de Plaza de Mayo, las piqueteras y las referentes de los movimientos sociales
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