
Como un yuyo que brota entre dos baldosas, un político lanza una frase que lo acerca a sus votantes. “El momento de los diagnósticos terminó. Argentina está para una autopsia”. La cita traduce la puteada susurrada por un comerciante al enterarse de otra disparada del dólar y pensar que, al día siguiente, una vez más, deberá pasar la mañana cambiando los precios de sus góndolas.
La conclusión no es novedosa. Rodeado de sus compañeros, un trabajador de la construcción rompió filas y se la adelantó a la máxima autoridad de nuestro país en 2019: “Por favor, hagan algo. Tratemos de hacer rápido las cosas, cada vez estamos peor”. No hizo falta un editorial ni un hilo de Twitter. Frente al complejo cableado que es la Argentina, esas pocas palabras improvisadas bastaron para describir el clima de una época y anticipar el retorno de un estilo político: abandonarse a la inercia y no meter mano. Cuatro años más tarde, esa misma inacción deriva en un “que se vayan todos” ecualizado. Uno que se adivina pero no se dice. Sus síntomas son los votos en blanco, los impugnados, pero, sobre todo, el crecimiento del sentimiento “anti-casta”. Para entender mejor este panorama, hay que dar un paso hacia atrás y uno hacia arriba.
Demos primero el paso hacia arriba. Quince años antes de fallecer, Bruno Latour intentó revivir a un muerto. Trayendo de la tumba a Gabriel Tarde y su antropología económica, el teórico francés ensayó la siguiente teoría: el conflicto es inherente a todo sistema. Dicho de otra manera: no existe un sistema capaz de aniquilar el conflicto. Es inevitable. Todo modelo económico puede como mucho administrarlo, marcar sus ritmos, interferencias y amplificaciones; es posible regularlo y posponer su estallido, pero nunca erradicarlo. Se puede aspirar a domesticar al buey que mueve la historia, pero siempre de manera precaria. El conflicto nunca se resuelve.
Caminar entre el cementerio y el panteón. Entre los profetas de la dolarización y la devaluación abrupta, Duhalde se impuso porque logró innovar: su diagnóstico y solución probaron ser más efectivos que la de los presidentes previamente eyectados
Como un motor inestable, el conflicto necesita ser estabilizado. Hacerlo requiere una mezcla inexacta de valentía e ingenio que provea soluciones innovadoras. El espíritu de los tiempos quiere que relacionemos innovación con Chat-GPT. O con un auto que se maneja solo. Pero para entender la textura de lo social, esa acepción queda corta. Innovar en clave política significa accionar creativamente en un contexto incierto y contingente. Frente a intereses complejos, y siempre en contra de la inercia del sistema, quien innova combina la sensibilidad de su tiempo con la provisión de un diagnóstico certero y un cambio en el sistema que prolongue la regulación del conflicto. Arte de lo posible con aspiraciones imposibles: repartir costos y beneficios. Innovar es ver el tablero, entender a los jugadores y poner el dominó exacto que prolonga el juego. Es apostarlo todo. Oler el humo, abrir la tapa, mirar, entender, meter mano, configurar una solución y cerrar. Si no funciona, el sistema no se autorregula: explota. Si funciona, el conflicto se posterga: toda solución, amplificada y repetida, genera sus propias tensiones. El sistema vuelve a cobrar inercia y otros problemas, distintos al ya resuelto, se apilan nuevamente. El juego se atasca hasta que reaparece el jugador de dominó con la pieza justa. Así se renueva el ciclo, demandando nuevos genios e innovaciones políticas.
Estamos listos para dar el paso atrás: la hiperinflación requirió una solución innovadora como la convertibilidad. Esta solución fue efectiva y por lo tanto se difundió por el sistema. Nadie quería salir del 1 a 1. De la Rúa leyó su hora electoral -conservar la convertibilidad-, pero no su tiempo histórico -salir de ella-. Así fue como visitó Videomatch, pero no supo encontrar la salida. No pudo escaparle a la tentación de la inercia. El éxito mutó a atraso cambiario, desempleo, sobreendeudamiento y pobreza. Su pecado fue no innovar, y el sistema se lo llevó puesto.
Cinco presidentes en una semana intentaron idear una nueva solución innovadora. Intereses apasionados y toma de riesgos a la orden de un nuevo orden. Caminar entre el cementerio y el panteón. Entre los profetas de la dolarización y la devaluación abrupta, Duhalde se impuso porque logró innovar: su diagnóstico y solución probaron ser más efectivos que la de los presidentes previamente eyectados. Corralito, devaluación y pesificación asimétrica fueron las patentes que registró a su nombre. También la represión. La cosecha la recolectó Néstor Kirchner en 2003, cuando aprovechó el impulso y realizó sus propias innovaciones. Pago al FMI al contado, paritarias, superávits gemelos. La solución, como en 1991, cambió la dirección del sistema y, a partir de su éxito, esta nueva diferencia se ramificó, incubando sus propias tensiones. La inflación, por aquel entonces, asomaba tímidamente la cabeza.
Nadie quería salir del 1 a 1. De la Rúa leyó su hora electoral -conservar la convertibilidad-, pero no su tiempo histórico -salir de ella-. Así fue como visitó Videomatch, pero no supo encontrar la salida
Cristina condujo la propagación del nuevo sistema. Administró las tensiones que latían cada vez más fuerte. Profundizó y solidificó un modelo que había nacido demasiado frágil, pero que ya cobraba inercia. Innovó en una baldosa: Asignación Universal por Hijo, estatización de jubilaciones e YPF. Ingenierías que encuadran, hasta el día de hoy, nuestro escenario político. Pero aún con las innovaciones, la amplificación del sistema implicó que los conflictos se polinizaran. De ahí la escasez de dólares, la inflación en alza y la fuga de capitales o la brecha cambiaria (dos caras de una misma moneda).
Frente a estos signos de agotamiento, Macri prometió innovar. Y lo hizo. Con una mano, marcó el rumbo. Con la otra, puso un puestito que traficaba esperanza, porque innovar marida bien con el poder retórico, con el relato. Ir a un programa de fútbol a hablar de economía y jurar que la inflación es un problema que se resuelve en cinco minutos. Pronosticar una lluvia de inversiones. Prometer dejar “lo bueno” y cambiar “lo malo”. Cambiar la dirección del sistema. Cambiar. Sin embargo, el experimento fue de corto aliento. Se animó a meter mano, pero se quemó. La innovación no fue exitosa: las tensiones se propagaron y multiplicaron. La inflación se aceleró y el cepo se endureció, pero además se sumaron los salarios bajos y la deuda con el FMI.
Si Macri giró todas las palancas temerariamente, Alberto decidió no tocar ninguna. Es cierto, el Frente de Todxs nació como una innovación. La vice anunció a su presidente en un tuit y el peronismo revitalizó su carácter frentista. Esa alquimia funcionó para las elecciones y, por unos meses, también para el gobierno. Alberto surfeó un tsunami que requirió innovar como nunca: la pandemia. El ATP y el IFE. Pero la política es saber crear también tus propias olas. Las mesas de expertos y la buena voluntad no cuentan como innovaciones. En la pospandemia hubo amagues y conejos de la galera, pero no se innovó. La sombra inercial del cepo se proyecta mientras crece. Enroques y superministros. Dólar soja 1, 2, 3 y 4 o pagarle al FMI con yuanes. Grandes golpes de efecto, pero sin efecto.
Con un paso hacia abajo y uno al frente, volvemos al reclamo del trabajador: “hagan algo”. El sistema hace rato que no cambia, solo se repite y se propaga. La bola de Leliqs crece mientras rueda. ¿Por qué nadie quiere meter mano? “Nadie quiere pagar los costos” suena como un mantra. ¿Pero los costos de qué? Nadie mete mano porque falta imaginación política. Nadie sabe cómo innovar. La política hoy no es un corso a contramano: es una feria americana. Un museo de novedades. Esto explica la desconexión entre el palacio y la calle. Mucho hambre de poder y poco apetito de fantasía. Se busca vendedor de espejismos.
Se engañan los candidatos de la inercia si piensan que el fuego no entra al palacio, que tiene paredes, pero también helicópteros. La fortuna favorece a los valientes, y al final de cada innovación exitosa se encuentra el botín político
“El momento de los diagnósticos terminó. Argentina está para una autopsia”. ¿Y qué sentido tiene meter mano en una autopsia? Pesimistas, no se adelanten. ¿Estamos efectivamente en una autopsia? Los dominós en juego muestran otro panorama: lo barrani, la recuperación de la producción industrial y el empleo señalan que hay fichas por jugar. Vaca Muerta, litio, cobre, economía del conocimiento, claves que marcan el ritmo de un latido. Se avecina una revolución de nuestra matriz productiva. Pero cuidado, se juega con todas las piezas, con la deuda externa y la tutela del FMI. También con la sequía, la olla de reservas rascada, los trabajadores de plataformas y los trabajadores pobres. 2023 no es 1989 ni 2001, porque las fichas configuran un panorama tan único como la solución que necesitamos. ¿Qué ingeniería política le dará forma al nuevo modelo? No alcanza solo con meter mano, porque innovar caprichosamente puede ser aún peor que no innovar. Dolarizar es peor que endurecer el cepo por enésima vez. Hace falta un diagnóstico certero del problema, ingenio y mucha valentía. Este juego reclama una pieza nueva hace más de dos mandatos presidenciales.
Hubo humo por demasiado tiempo y nadie miró el fuego. ¿Y si bastara un chispazo para que se incendie todo? Se engañan los candidatos de la inercia si piensan que el fuego no entra al palacio, que tiene paredes, pero también helicópteros. La fortuna favorece a los valientes, y al final de cada innovación exitosa se encuentra el botín político. Menem disfrutó de una década de hegemonía política. Los Kirchner, con Cristina persistiendo como centro gravitacional de la política argentina, aún más. Los grandes éxitos se consiguen arriesgando mucho. Existir es diferenciarse, innovar, cambiar la dirección del modelo. Aún hay tiempo para un último diagnóstico. Si nadie puede tomarle el pulso al país que viene, podremos afirmar que anticipamos la autopsia de un sistema. ¿Quién protagonizará el elogio fúnebre de este sistema? ¿Quién le pondrá letra a nuestra nueva canción de cuna? Aún no lo sabemos: la historia necesita nombres para ser contada.