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02 de noviembre 2022

Pablo Semán

OLAS Y VIENTOS

Tiempo de lectura: 10 minutos

Contra la memoria de pez de los análisis que hipotetizan olas y contraolas, como si viviéramos en un proceso pendular eterno en que las elecciones libres se dan por descontadas, la elección del domingo en Brasil es un acontecimiento en el que operan procesos de varias escalas temporales y espaciales que decantan en una situación de una gravedad extraordinaria desde el punto de vista de la continuidad democrática y la vigencia de un mínimo de valores humanitarios que hoy están siendo atacados con una fuerza inusitada y destructiva.

Que en el portugués habitual “obrigado” y “legal” sean formas de agradecer y de describir algo como bueno, divertido, rico, conveniente, no es irrelevante. En las bases inconscientes de la expresión cotidiana se manifiesta un universo de relaciones verticales que en Brasil ha cedido muy poco y en muy largo plazo a las exigencias del igualitarismo moderno, tal vez hoy en decadencia. La universalización del voto y la plenitud de las instituciones democráticas alcanzaron un máximo relativo en la primera de década de los 2000, luego de una larguísima carrera de obstáculos que va desde el tardío fin de la esclavitud al final del siglo XIX, pasa por las décadas de gobiernos militares y de una débil extensión del derecho efectivo al voto en buena parte del siglo XX y una prolongada dictadura que desembocó en una transición con condicionamientos que frecuentemente se olvidan en los análisis que mas que de coyuntura son inmediatistas.

En 1974, el presidente Geisel -que representaba a la facción institucionalista que gobernaba Brasil de facto desde la década anterior- anunció una apertura que sería “lenta, gradual e segura” y terminaría 15 años más tarde (sin contar, claro, el peso político inercial de los políticos que defendieron la dictadura y fueron parte de las alianzas electorales que triunfaron en Brasil desde las elecciones directas de 1989 hasta la llegada de Lula al poder en enero de 2003). La respuesta de la facción militar, a la que se filia Bolsonaro, frente a esa propuesta de apertura de 1974 revela que la democracia en Brasil fue y es toda una batalla: más de 25 atentados con explosivos ocurrieron entre 1980 y 1981 para tratar de detener esa transición que sólo daría lugar a elecciones presidenciales directas 25 años después del golpe de 1964, luego de un ciclo de movilización social y política inigualable en la historia de Brasil.

En 2003 el gobierno de Lula recogiò los hilos de las más diversas aspiraciones democráticas que Brasil engendró a lo largo de todo el siglo XX. El PT, nacido al calor de la lucha antidictatorial, anudaba las reivindicaciones distributivas e identitarias del pasado, las de una modernización cultural que hizo de variados sectores sociales brasileños una vanguardia en el despliegue de las agendas de reivindicaciones ambientales, de las luchas de género y en el combate a la discriminación racial y, también, hacia suyas las demandas nacidas de las profundas heridas que dejó el período Cardoso en el imaginario desarrollista brasileño. Desde la oposición y desde el gobierno impulsó la posibilidad de hacer reales algunas de las promesas de la recién nacida democracia, así como también las del progreso (que está en el lema de la bandera nacional junto al orden). La modestia de sus logros y apuestas en sus períodos de gobierno y, mucho más, del que iniciará en 2023 no debe medirse contra el imaginario radical del anticapitalismo de cátedra que desde el maximalismo parlamentario sataniza todo lo que no es su programa de laboratorio de reformas radicales, marchas, cabildeo y merchandising para hacer valer mayorías parlamentarias circunstanciales (todas las igualdades ya, todas las soluciones ahora por la vía de un reformismo que sonrojaría por su ingenuidad al propio Arturo Illia), sino contra el fondo de autoritarismo que debió enfrentar y reaccionó sin escrúpulos ni vergüenza apenas las fuentes de legitimación de las políticas petistas comenzaron a debilitarse por efecto de la crisis financiera internacional disparada en 2008 y sus efectos ya manifiestos en a elección de 2011. Poco después de ese año la facción de la Academia de las Agulhas Negras, la de los atentados, inició la recomposición que la llevaría a ser incidente en el golpe contra Dilma, la detención de Lula para inhabilitarlo electoralmente y el triunfo del “capetao” Bolsonaro.

La idea de las olas no sólo fracasa porque “ahora triunfan las oposiciones” tal como sostienen en general los análisis tributarios de la ciencia política (que son como los de aquellos que obsesivamente buscan reglas para ganar en el casino) sino porque además de disolver la especificidad del proceso brasileño, y de cualquier proceso latinoamericano, en una grilla de cuatro o cinco variables, tiende a ignorar la dimensión histórica de lo que se está viviendo.

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La idea de las olas no sólo fracasa porque “ahora triunfan las oposiciones” tal como sostienen en general los análisis tributarios de la ciencia política (que son como los de aquellos que obsesivamente buscan reglas para ganar en el casino) sino porque además de disolver la especificidad del proceso brasileño, y de cualquier proceso latinoamericano, en una grilla de cuatro o cinco variables, tiende a ignorar la dimensión histórica de lo que se está viviendo. Sólo para quien crea que el tiempo es apenas un envase y la historia el bronce puede ignorarse que lo que está en juego, y lo estará durante un tiempo que excede el nuevo mandato de Lula, es la posibilidad de supervivencia de la democracia tal como la conocemos.

Bruce Ackerman, un constitucionalista con más sentido de los procesos históricos que la politología de las olas, anclada en el presente continuo y la definición provocativamente minimalista de democracia que propuso Guillermo O´Donnell (hay democracia cuando la oposición puede ganar las elecciones) entiende que “un régimen político-constitucional no es la relación especular entre un conjunto de textos y su aplicación lineal a la realidad política o jurídica. Un régimen político-constitucional es una matriz de sentido que logra consolidarse en el tiempo, un entramado de prácticas, instituciones, sentencias judiciales, piezas legislativas, decisiones presidenciales y discursos sociales aceptables o inaceptables que domina la vida política—y que lo hace, usualmente, durante varias generaciones” (en palabras de Martín Plot: http://revistabordes.com.ar/la-matriz-de-sentido/). Es ese régimen constitucional el que viene cambiando desde hace varios lustros en América Latina y en Brasil, donde un día se puede militarizar una villa, otro día relevar ilegalmente a una presidenta en medio de un ataque combinado de varios factores de poder que incluye a las fuerzas armadas (un golpe de estado), luego reivindicar la represión, y mañana clausurar las elecciones no sin antes desvirtuarlas con artimañas violentas de efecto numérico e institucional decisivo como se vio estos días en Sao Paulo, Brasilia, Rio y, sobre todo, en los estados del nordeste.

Ateniéndonos al análisis riguroso de los números exclusivamente nos perdemos lo más objetivo del proceso en curso: el deterioro progresivo de lo que aquí llamamos “régimen constitucional”. Y esto no debe perderse de vista porque los bolsonarismos, que mucho más que un partido electoral, configuran una corriente social potente, regresiva y al mismo tiempo revolucionaria, han avanzado hasta establecerse como una parte extensa de las sociedades latinoamericanas en las que imponen su agenda gobierne quien gobierne. De este hecho no debemos esperar mucho más que él alivio que produce el amainar de la tormenta. Ni efectos contagio regionales, ni presumibles éxitos de maniobras imitativas que surgen de la curiosa tendencia a establecer leyes de hierro históricas con un caso y uno más que tal vez podría repetirse.

En este contexto hay que abordar brevemente algunos ítems en un tema en que la insistencia no sobra: “el voto evangélico”. Propongo seis ítems:

Primero: el voto evangélico nunca fue el mismo (ya dijimos varias veces que incluso el PT fue acompañado por los evangélicos durante sus cuatro mandatos, y le dio a Lula dos veces su vicepresidente además de gobernadores, legisladores y ministros.).

Segundo, no es homogéneo: incluso en la elección que más masivamente votaron a un candidato, Bolsonaro, en 2018, lo hicieron en un 64% mientras un 34% no lo hizo (los espiritistas votaron más homogéneamente a Bolsonaro en esa ocasión).

En su variabilidad histórica el voto evangélico a Bolsonaro en ésta elección registró un cambio moderado disminuyó levemente y aumentó, tambièn levemente, el dirigido a Lula, aún cuando el PT hizo casi todo lo que tenía que hacer para no ganar ese voto .

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Tercero. En su variabilidad histórica el voto evangélico a Bolsonaro en ésta elección registró un cambio moderado disminuyó levemente y aumentó, tambièn levemente, el dirigido a Lula, aún cuando el PT hizo casi todo lo que tenía que hacer para no ganar ese voto (salvo algunas declaraciones de último momento contra las iniciativas sobre la interrupción voluntaria del embarazo que, dígase de paso, nunca formó parte central de la agenda de Lula). En una regresión política que le impuso el socialismo de los profesores el PT sólo incorporó a último momento estrategias derivadas de la comprensión profunda del mundo evangélico más allá del latiguillo de que “también hay evangélicos progresistas” con el que engañan a la militancia propia acerca de la vigencia de categorías que solo sirven para la homogeneización excluyente de “la izquierda” que lucha a favor del 99 % pero sólo logra representar al 50 y menos también.

Cuarto, en esta elección ocurrió un fenómeno contradictorio y desafiante a futuro: junto a la estructuralización de un piso alto de voto evangélico se instaló una línea de tensión que ha comenzado a erosionar ese piso. Si los evangélicofóbicos pueden observar que el voto bolsonarista de los evangélicos disminuyó poco, los que atienden a las dinámicas, los procesos y las sensibilidades deben observar que esto se dio en el marco de presiones ignoradas en la perspectiva de la sociología como contabilidad y de los analisis nominalistas que ecuacionan religión-evangelico-derecha y arman hipótesis zombies sobre el “voto confesional” (el punto en que se hermanan los politólogos y los déspotas iluministas): que la experiencia bolsoevangélica comenzó a quebrarse desde adentro. La presión fue tanta que en los templos mas fuertemente alineados con el “bolsovangélismo comenzó a surgir además de la distancia la queja: ¿qué es esto, un partido o una iglesia? Se preguntan algunos creyentes en templos, redes sociales, en votos que se restaron y en fraccionamientos incipientes en iglesias aparentemente monolíticas.

Quinto: una nueva generación de líderes y creyentes, que Juliano Spyler entrevió en sus observaciones de estos años, comienza a emerger. En esa generacion, tan solo por dar un ejemplo, solo quiero evocar la figura de André Janones, el diputado evangélico que encontró la forma de operar con eficacia a favor del PT en las redes sociales, en el tramo final de la elección. En una victoria exigua no solo podría considerarse decisiva en relación a los votos evangélicos en particular sino en los votos de centro en general. Y acá volvemos al inicio: “vagabundo”, “criminoso”, “presidiario” fueron las categorías críticas que usó Janones con éxito electoral operativo revelándonos el peso enorme del Brasil del histórico orden en la actualidad.

En esta elección ocurrió un fenómeno contradictorio y desafiante a futuro: junto a la estructuralización de un piso alto de voto evangélico se instaló una línea de tensión que ha comenzado a erosionar ese piso..

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Sexto: hay un mundo evangélico bolsonarista consolidado a partir de interpretaciones bíblicas, políticas y culturales que llevaron a muchos evangélicos brasileños a posiciones a las que nunca habían llegado y de las que muchos quedarán avergonzados. La excepcionalidad de la experiencia bolsoevangélica reside no solo en que es la mas extremista y exitosa de América Latina donde incluso con mas población evangélica no se ha dado esta dinámica. Alejado del gobierno y sus recursos, quebrado por las presiones estremecedoras en su propia grey, habiendo padecido hecho torsiones interpretativas que llevaron a santificar las armas y cualidades satánicas para el sentido común -que mas diabólico para el sentido común que la mirada inyectada de rabia de Bolsonaro-. El mundo bolsoevangélico, que no es todo el mundo evangélico, se abre a derivas a los que las fuerzas democráticas deberán ser sensibles e inteligentes.

La realidad política de América Latina no se define por el hecho de que ganen las izquierdas (porque eso ocurre sólo en algunos casos) ni por el de que ganen las oposiciones (que es una verdad además de parcial, abstracta). La realidad política de América Latina está definida por una radicalización de derecha que se despliega al calor de la desfuncionalización de Estados que pierden gravitación en el gobierno de la economía e injerencia en los procesos de subjetivación social y política. ¿Quién podría decir hoy, sin caer en el ridículo, que la escuela educa al soberano cuando lo hacen además de la vida cotidiana en familias, esquinas, boliches, clubes, shoppings, iglesias, redes de tráfico consumo y rehabilitación y las redes sociales digitales? Y lo que en Europa tiene límites (pues todavía funciona el incentivo de hacerse el democrático para no perder la financiación de Bruselas, algo que los casos de Hungría y Polonia muestran que ese límite no es tan fuerte) en América Latina no parece tener diques de contención que no sean o los de la absolutamente improbable posibilidad de que los actores que protagonizan esa radicalización se moderen, o los de la transformación exitosa en algún grado de los democrático-populares.

Ahora si volvamos a casa: la repulsa de lo que llaman pesimismo preventivo para simular optimismo de la voluntad es algo que el habla contemporánea nombra como “fingir demencia”. El optimismo también, a veces, es cobardía..

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Ahora si volvamos a casa: la repulsa de lo que llaman pesimismo preventivo para simular optimismo de la voluntad es algo que el habla contemporánea nombra como “fingir demencia”. El optimismo también, a veces, es cobardía. El proceso de reflexividad y cambio que deben encarar en sus programas y sus tácticas el progresismo, el peronismo, el peronismo de izquierda, la izquierda y la socialdemocracia (identidades muchas veces asumidas, sintomáticamente, a medias, con condiciones, comillas o autoparodias- nada más indicativo de una imposibilidad hegemónica) será menos doloroso que el resultado de las apuestas a refugiarse en la intendencia 136 de la PBA, a un tapado para 2027 o la mimesis hipotética entre Lula y CFK.

No faltan ni en Brasil ni en Argentina quienes critican a Lula por su alianza con Alckmin ignorando que desarmar el el golpe será conducir una política de desactivación en el tiempo buscando el reacomodamiento de la judicatura y las fuerzas armadas que debe contar con todos los votos y fuerzas posibles. Quienes critican desde el deber ser deben estar seguros de que si Lula hubiera sido más audaz, seguramente habría recogido votos antisistema que fueron para Bolsonaro. Mario Wainfeld, en un homenaje a Osvaldo Soriano, había creado la ficción de un “politólogo sueco” que se descentraba de a poco, torpemente y con recaídas en su ingenuidad formalista y eurocéntrica en contacto con el peronismo y una colorada de Villa Crespo. Algunos lectores desavisados que pensaban que el politólogo sueco existía de verdad sorprendieron a Wainfeld y tal vez no estaban tan errados: todo sucede como si el politólogo sueco se hubiese casado, tenido descendencia política prolífica y hubiera formado una cohorte de replicantes que en los diversos registros de la conversación publica desconocen el escenario real de la democracia y la política más allá de las variables electorales, que hacen leyes históricas universales en base a una única experiencia leída a la luz de una idea europea de sistema político que ya no funciona ni en Europa y creen en cábalas infantiles, como la que asevera que si ya perdiste muchas elecciones entonces ganas las que siguen.

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