
Me perdí entero el reinado de Ricardo Fort (2008-2013) sobre la televisión argentina. Porque estudiaba, porque trabajaba, porque desde chico me inculcaron cierto snobismo de clase media baja con libros para con la televisión de aire. (Aunque recuerdo verlo en las tapas de Pronto y Paparazzi en algún consultorio, o en el kiosco donde compraba religiosamente Fierro y la colección de Anagrama que sacaba Página/12 por entonces).
Fort recién llamó mi la atención en su segunda vida, la de los memes y gifs, las de las medias con su cara. Me fascinó el uso irónico, descontextualizado de su imagen. Disfrazado “el Comandante”, del Rey León, envuelto en un tapado de piel delante de un avión con ojos desafiantes que dicen “mi plata la gasto como quiero”. Pero también me fascinó en la honestidad desnuda de su grotesco artificial. Me fascinó incluso aunque su estilo de vida representó una foto más o menos perfecta de las antípodas a mi puntito en el cuadrante ideológico. Me fascinó y ya no pude dejar de mirar, de compartir.
¿Por qué nos fascina? Justamente esta es la pregunta que articula Basta Chicos. La vida de Ricardo Fort, un podcast en diez partes producido por Anfibia en exclusivo para Spotify, que contó con la dirección de Tomás Pérez Vizzón, guiones de Julia Muriel Dominzain y Diego González y la narración del youtuber sensación Damián Kuc. Lejos de la estética lo fi que se asocia al formato, la serie hace gala de un gran despliegue de producción, que incluye entrevista con muchos protagonistas de la historia (un highlight es Luis Ventura hablando con la boca llena), y hasta el uso de imitadores como Iván Ramírez y Milton Ré para reponer la “voz” de Fort allí donde hacía falta.
La impresionante imagen de una rodilla explotada de pus relatada por el custodio Tito, la infección que terminó acabando con su vida, como una hectárea del Amazonas reducida a cenizas (¿como la cíclica economía argentina?)
Si bien la estructura narrativa se apega a lo cronológico, desde la fundación de Felipe Fort de su empresa Felfort hasta la muerte de Ricardo y más allá, hay también una ambición teórica en el podcast. Así lo revela el primer capítulo, dedicado a desenredar precisamente qué es un mediático o celebrity (esa gente famosa por la misma virtud de serlo) y a pensar todo el andamiaje que no solo hace posible su existencia, sino que se beneficia con ella.
Una de las principales hipótesis de Basta Chicos es echarle la culpa de todo a Internet. Después de todo, se podría argumentar, como lo hace el podcast, que Ricardo Fort fue el primer youtuber argentino. En el capítulo final se hace una muy interesante zambullida en la aún no lo suficientemente estudiada red social vernácula Taringa!, creada un año antes que Facebook, y su rol como caldo de cultivo de la sobrevida virtual de Fort como ídolo popular para la era del consumo irónico.
Ciertamente hubo en el fenómeno algo del orden de los medios, de las herramientas con las que se cuenta una historia, y de la sagacidad de quienes la fueron contando. En el quinto episodio se entrevista al ignoto productor Guido Gurfinka, quien cuenta que fue él quien propuso a Fort hacer un “reality” de su vida, inspirado en el éxito que programas norteamericanos, como The Osbournes y The Simple Life. También fue su idea, ante el rechazo de los canales tradicionales, subir los videos al por entonces recientemente creado Youtube. Gurfinkel salió a buscar un Paris Hilton argentino, y encontró en Fort eso y más. Porque al simulacro además de los bits hay que ponerle el cuerpo, y nadie hizo tanto eso como el Comandante.
Pasando por Basta Chicos voces autorizadas de sociólogos y periodistas, podría parecer un despropósito afirmar que los dichos más meridianos sean los de Guido Süller. Y, sin embargo, lo son. Su correr el telón de lo que bautiza “reality fiction”, de la puesta en escena de una verosímil “vida real” que colma horas de aire y llena las páginas de los pasquines chimenteros, no solo obliga a ver al excomisario de a bordo bajo una luz diferente, como una mente estratega y hábil jugador del juego de la tele. Sino que invita a un ejército de semiólogos y cientistas de la comunicación a que venga a tirarles a las angelitas de De Brito con gordos tomos por Deleuze y Guattari para bajarlas del aire y acribillarlas a entrevistas semiestructuradas. Lo cual, de todos modos, sería mejor que tener que leer a Deleuze y Guattari.

¿Será que el relato de la decadencia y larga convalecencia de la ficción argentina, atrincherada en el costumbrismo low cost de Polka, realmente está incompleto sin esta otra parte de la ecuación, la de la “reality fiction”? O, dicho de otro modo, ¿para qué voy a sintonizar un culebrón que ya sé cómo va terminar, cuando puedo indignarme, emocionarme y sorprenderme con las mucho más volátiles “vidas” de los mediáticos que pueblan los pisos de los estudios? Aguante la ficción carajo.
Fort era, en este sentido, el mejor actor de su propia vida, porque todos dicen que realmente no estaba actuando. Como esos actores de método yankis que transforma/deforman su cuerpo en servicio de la performance, que se meten tanto dentro de la piel de su personaje que después ya no se la pueden volver a sacar. Y, ahí, quizás esté uno de los secretos de su sintonía con el público: su genuinidad. “Él era una estrella en la vida”, sintetiza en un momento Ventura.
Una estampita ya no para rezar por la concreción de nuestros derechos, la satisfacción de nuestras necesidades, sino para aspirar por nuestros deseos más frívolos. Pero deseos al fin
Uno de los grandes aciertos de Basta Chicos es identificar que, si Fort aparecía como genuino en pantalla, era porque su deseo lo era, al punto ser visible como un aura que se opaca en la desesperación por recibir atención. Un deseo desbordante por ser famoso, conocido, querido. Aquel que no pudo hacer realidad en la década entera que perdió intentando hacer la América (del Norte), y en el cual se fue buena parte de los millones que heredó de su padre. Un deseo cuyo largo y tortuoso camino a la consecución generaba empatía y relatability en espectadores que también la pelean por lo que desean, fortuna familiar no obstante.
Fort, como tantos otros argentinos, completó el cheque “de la abundancia” que viene incluido con el best-seller de autoayuda El Secreto, el mismo que popularizó la “ley de atracción” allá por mediados de los dos mil. (Alguna vez un pariente me dio uno de estos cheques fotocopiado para que complete y lo pusiera debajo de la almohada). Pero no lo hizo porque le faltara la guita, sino porque en ese objeto imaginaba una prenda material de su deseado futuro éxito como artista.
Mientras que para los críticos la combinación de su falta de talento y su insistencia en labrarse un lugar como cantante o bailarín era cuestión de sorna, para los espectadores que lo querían era una fuente inagotable de empatía. Después de todo, la mayoría de ellos, de nosotros, no tenemos ese talento rutilante de protagonista de biopic hollywoodense y, sin embargo, queremos que nuestros sueños se cumplan. Por eso creo que lo lloró mi suegra, como tantas otras y otros lloraron a Ricardo, porque con él moría la esperanza en un deseo que le gane a la razón, a la realidad.
Un deseo y una época. Fort no solo exhumaba con su cuerpo exuberante y su grito de guerra (“Miameeee”) a los excesos de los noventa, los “grasas” noventa, sino que hacía apología a su artífice. Carlos Menem, a quien incluso se dio el gusto de entrevistar largo y tendido para su canal de Youtube. Durante esa década aprendimos, como escribió Martín Rodríguez, que “nos merecemos el mundo”, que nuestro deseo no tenía fronteras. Y, coincidentemente, durante el reinado del Rey Fort, bajo su signo quizá, pudimos volver a esas costas distantes, en años partidos por el “cepo”, pero aun así de dólar barato.
Su total abandono para con su deseo incluso lo convertía a Ricardo en una suerte de traidor de clase, porque ni la racionalidad de los números iban a impedir que lo cumpliera. Él decía, “yo no invierto, yo gasto” (como hace la gente de a pie). Fort era un “mal rico”, porque gozaba en vivo y en directo su privilegio, sin tapujos, en un país donde existe cierta etiqueta de decoro aristocrático, el cual se respeta so pena de incitar a las masas a quitar dichos privilegios. Amenazaba con romper el mercado (del entretenimiento), porque a contrapelo de una industria que invierte poco y repite mucho, montaba espectáculos dignos de Las Vegas que costaban fortunas y al diablo si se recuperaba lo invertido.

Su deseo desbordante, desbocado, finalmente, también parece haberlo matado. El cuerpo de Fort como una metáfora inesperada de la voracidad del sistema capitalista sobre la naturaleza en la que se monta, pero a la cual amenaza destruir (destruyéndose a sí mismo en el proceso). La impresionante imagen de una rodilla explotada de pus relatada por el custodio Tito, la infección que terminó acabando con su vida, como una hectárea del Amazonas reducida a cenizas (¿como la cíclica economía argentina?). El límite vital infranqueable que encuentra el deseo tan humano de querer siempre más. Más músculos, más aplausos, más fama, más devoción.
Una metáfora tan literaria, que cierra tan bien, que no me extrañaría ya que algún productor avezado esté intentando asegurarse los derechos del podcast para hacer una película o miniserie que luego venderle a Netflix. (Hace poco se estrenó un largometraje basada en un hilo de Twitter.) Es cierto, en Argentina se suele reservar ese tratamiento a figuras de mística popular como Eva Perón o Gilda. Pero, quizás, Ricardo Fort sea justamente eso. Pérez Vizzón reconoce que se lo escogió por ser “un personaje que atravesara a la mayoría de los argentinos”, sin importar “regiones, edades, clases sociales e intereses”. Una estampita ya no para rezar por la concreción de nuestros derechos, la satisfacción de nuestras necesidades, sino para aspirar por nuestros deseos más frívolos. Pero deseos al fin.