
25 de octubre 2021
Martín PrietoEscritor, profesor de Literatura argentina en la Universidad Nacional de Rosario.
NO PROTESTÉ, PERO ESTABA FRÍO
En el subsuelo del viejo edificio de la Bolsa de Comercio queda el Mercurio, un comedor famoso, debido, tal vez, más que a la cocina, a la pompa restrictiva que lo rodea: mundo de negocios, discreción, poder adquisitivo de los comensales. Una vez me invitaron a almorzar al Mercurio. Con el intendente de la ciudad, el cónsul de España en Rosario, el presidente y el encargado de relaciones públicas de la Bolsa y una compañera que se dedicaba, como yo en ese entonces, a desarrollar programas de gobierno en el área cultural. Antes de que llegara el intendente, hablamos con nuestros anfitriones. Hablamos quiere decir que ellos hablaban entre ellos y con el cónsul de sus asuntos, y nosotros escuchábamos sin escuchar del todo, sonreíamos, mirábamos hacia la puerta. Era el año 2008. “Cristina no llega a fin de año”, dijo uno de ellos, satisfecho con su pronóstico tejido, como todo pronóstico, con la misma íntima convicción con la que se tejen los deseos. Cuando llegó el intendente, pasamos a la mesa y al tema por el que nos había reunido el jefe político de la ciudad: impulsar a Rosario como “algo” (no se sabía bien qué, capital, sede, observatorio) de la lengua española después del recordado éxito del Congreso Internacional sobre la materia que se había hecho en el 2004. Cuando nos íbamos, alcancé a decirle al intendente: “al pasado no se puede volver”. No me escuchó, o no le interesó, pues al año siguiente me llamó para organizar, dadas las celebraciones por el Bicentenario de la Revolución de Mayo que se avecinaban, un congreso internacional de literatura que funcionara, me insistía, como réplica, en miniatura, de aquel Congreso del 2004. Empezamos a trabajar, con el entusiasmo de siempre. El intendente impuso una condición: tenía que venir una figura fuerte. Todas las que yo proponía (aun esforzándome por dejar de lado mis muy asentados juicios de valor en contra del mercado, de los bestsellers, de la fama) no le parecían suficientemente fuertes. Finalmente, dados los ecos de su discurso de apertura de aquel Congreso del 2004 que aún vibraban en los oídos de quienes lo habían escuchado, coincidimos en un nombre: Carlos Fuentes.
Es posible que, para los jóvenes lectores modernos de hoy, Carlos Fuentes sea solo el personaje de una novela de César Aira llamada, justamente, El congreso de literatura:
Mis ojos se habían detenido magnetizados en Carlos Fuentes, sentado en la primera fila. Se lo veía absorto en la pieza, concentrado al máximo, en otro mundo. A su lado la esposa, Silvia, hermosa como el hada buena de los cuentos, relajada y con una vaga sonrisa de interés en los labios. La vanidad del autor, que no se anulaba del todo ni siquiera en ese instante, me hizo preguntarme qué les parecería mi obrita.
Cuando nos íbamos, alcancé a decirle al intendente: “al pasado no se puede volver”. No me escuchó, o no le interesó
Pero, contra al pensamiento que parece imponerse, cabe decir que no sólo hay jóvenes lectores modernos. También hay viejos lectores, que alguna vez fueron jóvenes y modernos, para quienes Fuentes es el irreemplazable autor de La muerte de Artemio Cruz y La región más transparente. Y luego hay una extensa masa de lectores de literatura, de una chirle precisión etaria -ni jóvenes ni viejos- para quienes Fuentes no fue un escritor prevalente, ni un modelo, ni una ambición. Pero tampoco un personaje de César Aira. Fue, para nosotros, el autor de una obra que ya no nos hablaba. Un ganador de premios. Un generador de opiniones. Una unidad en algún programa de Literatura Latinoamericana. Un dador de reportajes que obligadamente iban a tapa. En esos días Fuentes iba a estar en Buenos Aires dictando unas conferencias. A través de una amiga que trabajaba en la editorial donde salían sus libros conseguí una entrevista. Me recibiría unos minutos mientras desayunaba en el impetuoso hotel en el que se alojaba. No es que íbamos a desayunar juntos. Él iba a desayunar y yo estaba invitado a sentarme unos minutos a su mesa para decir aquello que tuviera que decir. Empecé, para entrar en materia y llamar su atención, entre el tintineo de tazas de café y cubiertos que iban y venían, contándole que todos se acordaban con gusto y admiración de su conferencia de apertura del Congreso en el Teatro El Círculo. Fuentes interrumpió mi animada introducción. No recordaba haber estado en Rosario. La conversación se precipitó hacia la nada. Dejé la invitación escrita, firmada por el gobernador. Fuentes me dijo que Silvia, su mujer, que llevaba su agenda, me iría a contestar. Tiempo después me escribió Silvia. Me dijo que no podrían venir pues en la época del año en la que se realizaría nuestro congreso ellos iban a estar “en el otro hemisferio”. Aún en este, en Buenos Aires, cuando nos despedíamos, algo se despertó en la memoria de Fuentes con respecto a aquella visita que en Rosario había sido y era sensación: “Ahora me acuerdo: el hotel era muy malo”.
Tampoco yo tenía recuerdos del Congreso de la Lengua, pero en mi caso muy justificadamente, pues no había ido a ninguna actividad. Como los rechazos, para que funcionen como tales, deben ser absolutos, ni siquiera fui a escuchar, a saludar de lejos o a verle la cara en vivo a Ernesto Cardenal, cuyos poemas habían sido para muchos de nosotros magisterio poético, político y sentimental. Y si todos tenemos un poema de otro que en un momento dado nos hubiera gustado escribir, este era el mío de Cardenal, en mis largas épocas de anticipada melancolía, cuando veía como pasado el tiempo que, lo compruebo ahora, no había pasado aún:
Como latas de cerveza vacías y colillas/ de cigarrillos apagados, han sido mis días./ Como figuras que pasan por una pantalla de televisión/ y desaparecen, así ha pasado mi vida./ Como automóviles que pasaban rápidos por las carreteras/ con risas de muchachas y músicas de radios…/ Y la belleza pasó rápida, como el modelo de los autos/ y las canciones de los radios que pasaron de moda./ Y no ha quedado nada de aquellos días, nada,/ más que latas vacías y colillas apagadas,/ risas en fotos marchitas, boletos rotos,/ y el aserrín con que al amanecer barrieron los bares.
Fuentes no fue un escritor prevalente, ni un modelo, ni una ambición. Pero tampoco un personaje de César Aira. Fue, para nosotros, el autor de una obra que ya no nos hablaba
Y aunque ahora chirríen un poco como aquellos viejos elásticos de metal oxidado de las camas en las que nos echábamos a fumar y a leer sus poemas, también nos gustaban sus epigramas, su famosa Claudia (“Te doy, Claudia, estos versos porque tú eres su dueña”), las famosas “luces del palacio del dictador”, el buenísimo “Epitafio para Joaquín Pasos”, de aires lugonianos: “Pero/ recordadle cuando tengáis puentes de concreto,/ grandes turbinas, tractores, plateados graneros,/ buenos gobiernos.// Porque él purificó en sus poemas el lenguaje de su pueblo,/ en el que un día se escribirán los tratados de comercio,/ la Constitución, las cartas de amor,/ y los decretos”. Y este otro que, supimos después, nos alentaba a ensayar poemas que fuesen a la vez explícitamente políticos y delicadamente reservados, sin consignas, sin carteles, sin ambiciones de multitud: “Se oyeron unos tiros anoche./ Se oyeron del lado del Cementerio./ Nadie sabe a quién mataron, o si los mataron./ Nadie sabe nada./ Se oyeron unos tiros anoche./ Eso es todo.”
Es un hecho, además, que fue a través de Cardenal y no de nuestros cursos de Literatura latina en la Universidad que llegamos, casi en los mismos años, en primer lugar, a Catulo. A esos extraordinarios “poemas de ocasión” -todos deberían serlo de alguna, o en todo caso, todos los buenos lo son. A Lesbia, a esa hermosa proclama juvenilista (“amémonos,/ sin importar la crítica de los viejos”), a los mil besos, a los cien más, a los otros mil, a los otros cien, a los otros mil, a los otros cien, a los muchos de miles de besos “hasta que enredemos la suma/ y ya no sepamos cuántos besos nos damos/ ni los envidiosos lo sepan”. A ese verso que parecía desprenderse, suelto del epigrama y de su fecha de composición y posarse, como estímulo y provocación, sobre la cama desde donde lo leíamos: “¡Oh, tiempos sin gusto ni sensibilidad!”. Y por supuesto, como en continuado de una conversación: “Odio y amo. Tal vez me preguntéis por qué./ No lo sé. Solo sé que lo siento, y que sufro”. Y después de Catulo, siguiendo el orden de aquel librito de la editorial Laia, a Marcial. Más tajante, más aguerrido, como si tallara sus afilados epigramas con un cuchillo en la mano con el que desafiara, además, a la sociedad. No sólo a la suya pues basta cambiar el nombre de los destinatarios de sus poemas por el de algunos de nuestros amigos de acá, para comprobar que también desafían a la nuestra. Estos, en versión de Antonio Martínez de Verger:
Un dandi y un gran hombre, Cota, quieres ser al mismo tiempo:/ pero quien es un dandi, Cota, es un hombre insignificante.
Aunque no publicas los tuyos, criticas mis versos, Lelio:/ o no critiques mis versos o publica los tuyos.
Te quejas de que escribo, Veloz, epigramas largos; / tu no escribes nada: los haces más breves.
Zoilo, dado que ensucias la bañera lavándote el culo,/ para ensuciarla más, Zoilo, mete la cabeza.
Con tu pulcra capa te ríes, Zoilo, de las mías raídas:/ es verdad que éstas están raídas, Zoilo, pero son mías.
Versos se dice que Cinna escribe contra mí:/ no escribe versos aquel a quien nadie lee.
Admiras, Vacerra, sólo a los poetas antiguos/ y no alabas más que a los que están muertos./ Te pido, Vacerra, que me perdones: para caerte/ en gracia no merece la pena morir.
Y después de Catulo, siguiendo el orden de aquel librito de la editorial Laia, a Marcial. Más tajante, más aguerrido, como si tallara sus afilados epigramas con un cuchillo en la mano con el que desafiara, además, a la sociedad
También nosotros, en aquellos tiempos de Olivetti, Remington o Lettera 22, a veces de a muchos y a veces de a uno, escribíamos nuestros propios epigramas, como versos concentrados de protesta y de oposición. De todos, este es el que se salvó, tal vez porque escrito hace cuarenta años, podría haber sido escrito hoy, con los suplementos culturales a la vista:
Qué linda y elogiosa reseña que publicaste en el diario esta mañana:/ salvo porque la desmiente el libro que la anima.
En esos años también leímos por primera vez a Fernando Pessoa, en versión de Rodolfo Alonso, en la memorable colección Los poetas, de la editorial Fabril. No todos los poemas de aquella antología, pero seguramente “Tabaquería” y “Aniversario” (“Era el tiempo en que festejaban mi cumpleaños. Yo era feliz y nadie estaba muerto”) nos hicieron salir a buscar poemas de Pessoa por todas partes. No los había en cantidad, o los que había eran siempre los mismos, un disco de grandes éxitos reproducido por una u otra editorial. Una vez, creo que fue en un diario, pero no me acuerdo en cuál, ni en versión de quién, publicaron este, que mecanografiamos para no olvidarlo, y que paulatinamente se fue convirtiendo en bandera personal. Una que avisa que no solamente las figuras públicas son objeto de protesta sino que, además, no protestar, irse, es, también, una forma de protesta.
Un día, en un restaurante, fuera del espacio y del tiempo,/ me sirvieron el amor como callos fríos./ Delicadamente dije al encargado de la cocina/ que los prefería calientes,/ que los callos (y eran a la manera de Oporto) nunca se comen fríos./ Se impacientaron conmigo./ Nunca se puede tener razón, ni en un restaurante./ No comí, no pedí otra cosa, pagué la cuenta/ y me fui a dar una vuelta por la calle./ ¿Quién sabe lo que quiere decir esto?/ Yo no lo sé, y pasó conmigo…/ (Sé muy bien que en la infancia de todo el mundo hubo un jardín,/ particular o público, o del vecino./ Sé muy bien que el que jugáramos era lo propio de él./ Y que la tristeza es de hoy.)/ Lo sé de sobra,/ pero si yo pedí amor, ¿por qué entonces me trajeron/ callos a la manera de Oporto fríos?/ No es plato que se pueda comer frío,/ pero me lo trajeron frío./ No protesté, pero estaba frío,/ nunca se puede comer frío, pero vino frío.

Bibliografía
César Aira, El congreso de literatura, Mondadori, Buenos Aires, 1997.
Ernesto Cardenal, Epigramas, Carlos Lohlé, Buenos Aires, 1977.
Ernesto Cardenal, Antología, Selección y prólogo de Pablo Antonio Cuadra, Carlos Lohlé, Buenos Aires, 1972.
Ernesto Cardenal, Hora Cero, Antología de Ana Porrúa, El Jardín de los poetas, número 9, 2019. En línea: https://fh.mdp.edu.ar/revistas/index.php/eljardindelospoetas/article/view/3826/3809
Catulo/ Marcial, Versión de Ernesto Cardenal, Laia, Barcelona, 1978.
Marcial, Epigramas, Traducción de Antonio Ramírez de Verger, Gredos, 1982.
Fernando Pessoa, Poemas, Selección, traducción y prólogo de Rodolfo Alonso, Compañía General Fabril Editora, Buenos Aires, 1978.