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17 de agosto 2016

Mariano Schuster

Jefe de redacción de La Vanguardia. Editor en Nueva Sociedad.

NADAR CONTRA EL FASCISMO

Tiempo de lectura: 5 minutos

Detrás de cada Olimpíada hay algo más que juego. No es necesario repetirlo: existen intereses económicos y políticos, pujas de empresas, contratos espurios y obras de infraestructura que movilizan a miles de obreros. En el proceso de preparación, hay quien se cae del andamio poniendo el tablero de la cancha de tenis o quien queda aplastado por un muro de cemento. Apenas se enciende la antorcha, lo olvidamos todo. Imagen 1

¿Se acuerdan de los Juegos de Barcelona 92? Eran los primeros que se celebraban después de la caída de la Unión Soviética y estaban rodeados de un halo de misteriosa modernidad. Sus desarrolladores los calificaban como épicos y trascendentes: por fin, decían, había acabado la época de los boicots entre Estados Unidos y los rojos de Rusia, y el deporte caminaba firme y seguro por encima de la odiosa conflictividad política. Evidentemente, tenían motivos para celebrar: sin los cansinos rostros de los burócratas de la URSS, las Olimpíadas pasaban a formar parte del mágico mundo propuesto por el desarrollo capitalista. El Marqués de Samaranch, entonces presidente del Comité Olímpico Internacional, los calificó como “los mejores de la historia”. Y, de hecho, lo fueron. El Dream Team de básquet (Michael Jordan, Larry Bird, Magic Johnson, Chris Mullin, Clyde Drexler y John Stockton) descolló. Carl Lewis ratificó su puesto de emperador del salto y el “Zar de la piscina”, Alexander Popov, conquistó el corazón del mundo. Los de Barcelona 92 fueron, para todos, los juegos del nuevo mundo. La mascota, Cobi, un perro diseñado por el ilustrador Javier Mariscal, fue rupturista. También lo fue el encendido espectacular de la antorcha. Estaban a tono con el fin de la historia.

En 1936 la República Española organizó sus propios Juegos Olímpicos en Barcelona

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Para celebrar las Olimpíadas, sin embargo, Barcelona cambió. La ciudad obrera y antifranquista, con sus barriadas populares, vio cómo lentamente la construcción de predios y estadios acababa con su clásica fisonomía. El gobierno “socialista” encargó a una decena de empresas y constructoras, el desarrollo de las infraestructuras. Los terrenos donde se levantó la Villa Olímpica fueron recalificados en una maniobra especulativa, y las viviendas sociales que la alcaldía de izquierdas prometió a los trabajadores nunca llegaron. Detrás de cada Olimpíada – incluso de la mejor– hay algo más que juego.

No era la primera vez que la ciudad de Gaudí intentaba reunir a atletas de todo el mundo. 66 años antes, el gobierno de la II República había planificado sus propios juegos. Corría 1936, y los socialistas, comunistas y anarquistas que llevaban las riendas del país estaban decididos a contestar a los juegos oficiales, que se desarrollarían en la Alemania nazi. Con la misma estrategia que había llevado a cabo la Internacional Deportiva Obrera Socialista con sus “Olimpíadas Obreras” celebradas desde 1925, los antifascistas españoles pusieron en marcha un boicot declarando que la celebración de los juegos en Berlín resultaba una afrenta a los valores democráticos. Los camaradas del Ayuntamiento pusieron en marcha la Olimpíada Popular.

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49 naciones avalaron el evento y el gobierno español desembolsó 250.000 pesetas. La Francia del Frente Popular liderado por el socialista León Blum aportó otras 600.000 y la Generalitat de Cataluña, liderada por Esquerra Republicana de Catalunya, puso 100.000. En pocos meses, 6000 deportistas de 22 naciones se inscribieron en las Olimpíadas antifascistas. De ellos, un total de 4.066 llegaron efectivamente al Estadio Montjuic.

Iba a ser una demostración de fuerza. Una afrenta a los aires del fascismo que rondaban Europa. Esgrimistas, judocas, voleibolistas, nadadores y futbolistas demostrarían juntos, de una vez y para siempre, que otra Olimpíada era posible. Pero con una ciudad preparada desde los barrios obreros más humildes hasta los espacios céntricos, todo se frustró. El 18 de julio, solo un día antes de que los juegos se dieran por oficialmente inaugurados, el general Francisco Franco se alzó contra el gobierno legítimo de la II República, levantando su brazo y cantando Cara al sol.

Se ha producido un sabotaje fascista. Militares se han alzado contra el gobierno constitucional de la II República Española. Han saboteado las instalaciones eléctricas y los juegos deben levantarse –anunciaba por megáfono un encargado de las Olimpíadas Populares, ante los estupefactos gimnastas, en el Estadio Montjuic.

Comenzada la guerra civil, Clara Thalmann, una nadadora trotskista suiza se quedó a combatir en España

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Miles de atletas sintieron, aquel 19 de julio, que el peligro era inminente. La mayoría de los extranjeros que habían llegado para competir en la Olimpíada Popular hicieron sus equipajes y volvieron a sus países. Pero no todos. Clara Thalmann, una trotskista suiza que descollaba como nadadora en su país, creyó que su deber era quedarse en España. Su historia, de hecho, la obligaba: a los dieciocho años se había afiliado al Partido Comunista, a los veintitrés ya era colaboradora del periódico comunista francés L´Humanité (que abandonó en 1928 por considerarlo estalinista) y a los veintinueve, militante destacada de la Acción Marxista de Suiza. Su gran amor era, sin embargo, la natación. Desde la Asociación de Nadadores Proletarios de su país, había competido en campeonatos obreros. Para alguien como Clara Thalmann, volver a su país no era una opción.

Imagen Clara Thalmann

Dejó de lado el equipo de natación y, acompañada por su marido Paul, se colocó el uniforme de miliciana y se sumó al grupo de anarquistas liderados por Buenaventura Durruti. Estuvo en las trincheras durante más de un año. Hasta que, en 1937, cayó en desgracia. Clara y Paul fueron apresados por el Servicio de Información Militar a las órdenes de los estalinistas.

Somos camaradas –dijeron. Pero para los de la Pasionaria y Santiago Carrillo, los ácratas y los fachos eran iguales. Pasaron varios meses en prisión hasta que, a fin de año, consiguieron la libertad y el permiso para viajar a París. Allí combatieron, desde las barricadas, en la Resistencia francesa.

Clara Thalmann volvió a Barcelona en 1981. Sobrepasaba ya la frontera de los setenta años. – Quería ver esta tierra por última vez –dijo en su día.

Falleció en Niza en 1987, solo cinco años antes de que la ciudad a la que una vez había ido a nadar para enfrentar a Hitler celebrase los Juegos Olímpicos. No necesitaba estar allí. Ella ya sabía que detrás de cada Olimpíada hay algo más que un juego.

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