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No hay nostalgia más hermosa que la de aquello que pudo haber sido y no fue. Desde el gobierno ya lo advirtieron, lo que proponen es un cambio estructural de raíz y para ver los resultados hace falta tiempo. Primero hay que saber sufrir después amar después partir. Hasta acá, sólo la parte de sufrir. Desocupación, pobreza, inflación, ajuste. A la etapa de amar, es una apuesta, se llegará por vaciamiento. Mientras, los indicadores que clasifican y ordenan grupos de población con sus demandas, deseos, padecimientos, dicen que la imagen del gobierno tiene una valoración cada vez más negativa, que de presentarse Macri puede perder las elecciones.

Perder entonces es una cuestión de método. Es irse sin la cobardía de abandonar la contienda, dejando el trabajo a mitad de camino y la esperanza de lo que pudo ser. Si le hubieran dado tiempo, dirá después desde una costa más azul que sus ojos, mientras otrx paga el pato que nos espera.

El que pierde por el voto popular no renuncia, pone la otra mejilla, reafirma sus convicciones. Cuando Vidal medía mejor en las encuestas el gobierno respondía que de todos modos el candidato sería Macri. La lógica demuestra que no se hace todo lo posible por el triunfo de Cambiemos. Contra la mitológica del equipo, Cambiemos, y más específicamente el Pro, es producto de un trauma personal que da lugar a un trauma colectivo. ¿Entonces cuál será la convicción en la tarea, el trabajo, el esfuerzo que se estaba haciendo para sacar el país adelante? ¿Y qué lugar tendría aquel cambio estructural sin el voto popular?

Contra la mitológica del equipo, Cambiemos, y más específicamente el Pro, es producto de un trauma personal que da lugar a un trauma colectivo

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La idea central de Cambiemos es que su técnica es la que puede llevar a la solución de problemas históricos de Argentina, problemas que están ahí, desde hace 17, 50, 75, 80 años. Como un bloque, cuando se enfrenta a la desilusión, la pobreza, el descontento social que generó su gestión, parece desbordarse de sus esquemas de pureza (blanqueo, honestidad brutal, transparencia) y su discurso se transforma en agresividad (como en la apertura del Congreso), contradicciones (como en el anuncio de los precios congelados) y hartazgo. Hartazgo que hace cuatro años se escucha en las palabras de Macri sobre lo pesada que es para él la presidencia, lo mucho que está sufriendo en los peores años de su vida. En ese sufrimiento, como bocaditos permitidos y necesariamente periódicos, se toma vacaciones lujosas en medio de cada momento de angustia país.

Max Weber decía que “el simple político de poder que también entre nosotros es objeto de un fervoroso culto, puede quizás actuar enérgicamente, pero de hecho actúa en el vacío y sin sentido alguno. (…) En el súbito derrumbamiento interno de algunos representantes típicos de esta actitud hemos podido comprobar cuánta debilidad interior y cuánta impotencia se esconde tras esos gestos, ostentosos pero totalmente vacíos. Dicha actitud es producto de una mezquina y superficial indiferencia frente al sentido de la acción humana, que no tiene nada que ver con la conciencia del armazón trágico en el que descansa la trama de todo quehacer humano y especialmente del quehacer político”. Y estas ausencias que señala Weber son constitutivas en las energías que sostienen el deseo de Mauricio Macri. Porque el sentido de misión histórica que caracteriza al político de espesor histórico parece ser clave para entender la lógica de sus decisiones inmediatas.

Imaginemos. Después de alguna reunión tensa llena de malas noticias en un salón de la Casa Rosada, Macri vuelve a su despacho y se sienta con los ojos en blanco. Piensa en flashes, escenas como ensoñaciones. Piensa qué es lo peor que le puede pasar si el 10 de diciembre tiene que irse. Ve algo parecido a una de sus periódicas vacaciones lujosas. Ve una tarde soleada en Cumelén, en una reposera, con Antonia a upa y Juliana al lado. Sin tener que lidiar con Franco ni con Argentina (si Dios no existe, nada está permitido porque nada justifica mis actos; si Franco no está, no tengo nada más que hacer aquí, y menos en un país que reclama más que sus −¿mis?− posibilidades).

Pero no se baja: ya me van a extrañar cuando no esté, diría una madre judía

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Macri, añora el retiro como añora cada uno de los 32 días que pasó reposando en lo que va del año. Pero no se baja: ya me van a extrañar cuando no esté, diría una madre judía. Enfrentar la pobre realización de su deseo de ser presidente (el choque con una realidad social tal vez demasiado real) hace que el miedo a perder la presidencia se transforme ¿en otro deseo? Si pierde, no tiene nada que perder. Ese es quizás el verdadero plan de alivio, ya no de deseo. ¿Por qué no presentarse, entonces, como un último compromiso que permita escapar a las responsabilidades de deseos que fueron tan cortos: el de ser presidente y el de no ser presidente?

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