
Nixon y Kennedy. O como dijo Oliver Stone en sus adorables simplificaciones: el que somos versus el que queremos ser. Algo de eso se juega siempre. Ayer en Argentina hubo dos clásicos: River le ganó a Boca. Y hubo otro: nuestro debate presidencial. ¿Quién ganó? Habría que preguntárselo así, ¿imaginamos que alguien cambió su voto después del debate? Pálpito al viento: no. La política en esta fase parece que no transforma nada. El debate dejó las cosas un poco donde ya estaban. Los desempeños estuvieron en el promedio del muestrario de la clase política. Massa fue lo más hábil que pudo para esquivar el bulto de ser gobierno y quiso apelar por arriba a una etapa superior de la unidad peronista (que fue rota por dentro): la unidad nacional; Bullrich lució tan preparada para ganarle a Larreta en la campaña (una profesional de las internas) que se vio que aún le cuesta salir al sol por el “sí”; Schiaretti pudo mostrar la gestión de un distrito (lo que los demás no) y de mínima los memes de la Córdoba utópica que se mofaban de su recurrencia le ampliaron el conocimiento (y le quedará el otro debate para saber si puede ser, además de la voz de una provincia, la voz del interior); Bregman frente a los cuatro candidatos con un consenso grande en torno al capitalismo se mostró obviamente como la más cómoda, por izquierda, en piloto automático; y Milei superó el error de los que recurrentemente le ponen la vara tan baja: el solo hecho de no haber tenido un brote psicótico en vivo lo hizo, incluso, algo más que zafar. La primera pregunta sobre él es sobre la gobernabilidad de sí mismo, y al menos mostró el debate como una prueba superada (e incluso menos enamorado de su letra programática). ¿El bozal de Milei son los anteojos?
Digresión metodológica. El debate funciona como el VAR. El debate -te lo acentúan- es ley. “Guay, el que no va se le corta la publicidad oficial.” El debate es la sobreactuación del reglamento. Festival de la doma. Vieja sangre prometida: les haremos cumplir estas reglas, ¡políticos! A Barili le encantó explicar el reglamento, aunque después todo fue un despiste. A estos ciudadanos, a quienes les interesa el país auspician el debate, pareció decirnos Barili cuando quiso subrayar que “los temas fueron propuestos por el consejo asesor”. Oh, a la república perdida la encontramos la noche de los debates.
¿Quién ganó? Habría que preguntárselo así, ¿imaginamos que alguien cambió su voto después del debate? Pálpito al viento: no
El riesgo de las reglas del debate es meterle tanto corsé hasta quitarle el alma, cortarle su nervio, pero esa sería su consumación: el placer de conducir políticos por el desfiladero de unas reglas de oro. Con Milei, sobre todo, era la doma. ¿Respetará las reglas? Cuando abrió Milei, se anotaron todos menos Bullrich para la réplica. Estamos de estreno, sonrió Barili y dijo tras una réplica: “primera vez que se da: un derecho a réplica para un derecho a réplica”. A esa altura, el derecho a réplica del derecho a réplica los mareó a todos. ¿Cinco derechos a réplica en total de todo el debate o cinco por eje? Cinco en total. Bregman se preparó: administró los derechos a réplica con racionalidad liberal. Estudió la estructura dramática de los temas. Cuando se habló de Derechos Humanos tenía tres balas de réplica en su recámara. Pero el debate tiene algo que no dan las reglas: humanizan. Las reglas estrictas los muestran más débiles a todos.
Cuatro décadas de democracia y vuelven los 70. Todos quieren hablar de futuro pero el pasado no lo suelta nadie. Imaginemos que hubo una frase que dijeron todos juntos: “No vamos a soltar los 70. Nos dieron dos Oscar. Nos dieron el bronce. Es nuestro commoditie cultural. Vamos, venimos, para acá, para allá, pero memoria not dead”. El debate del número, el debate de los demonios, el debate del debate, el curro. Había un candidato que tenía un plomo encima de aquellos años (Schiaretti hizo gala de un decoro: los que vivieron a fondo aquellos años suelen ser más sobrios y hacen menos el papel de víctima que los que no). Bullrich también dijo que fue parte de una “organización juvenil”, suavizó su pasado, una época que también vivió a fondo. Massa aligeró, sabe que tiene al kirchnerismo en la nuca y prefirió en eso subordinarse a la línea. Bregman sacó chapa de boga y también recordó un panteón de los últimos veinte años (de Julio López a Rafael Nahuel). Milei repuso su mini preámbulo de Benegas Lynch ¡HIJO! Y dijo guerra. Fueron todos. Tiró un número para rayar el símbolo. Como desde 1983, ¿también el próximo gobierno tendrá su gesto de mayor densidad ahí? Pero quizás, el debate del pasado traspapela otra preocupación “republicana” frente al puntero: la temporalidad que suele enumerar Milei para sus objetivos. ¿Exactamente cuántos años le gustaría gobernar en un país con una sola reelección y elecciones cada dos años?
El riesgo de las reglas es meterle tanto corsé hasta quitarle el alma al debate, su jugo, pero esa sería su consumación: el placer de conducir políticos por el desfiladero de unas reglas de oro
Cuando arrancó el debate parecía que todos se tiraban contra Milei. No pasaron diez minutos y se volvió obvio que el blanco también era Massa (la inflación, la corrida, la pobreza). El bochorno de Insaurralde, en un día que no se habló de ninguna otra cosa, fue menos aprovechado de lo esperable. El candidato oficialista hizo un tramo de su llegada a Santiago del Estero en auto, con parada en una YPF, para tratar de contrastar el yate, y a la salida del debate pidió que también baje su candidatura, cosa que se confirmó hoy. Antes y después lo tuvo en mente. Schiaretti no se llevó ninguna réplica y fue meme, pero Córdoba dibuja -incluso más allá del peronismo cordobés- lo que más o menos desean todos: una cierta idea de equilibrio fiscal, perfil productivo y exportador, autos y soja, administración eficiente. Bullrich aprovechó para recordar frente al gobernador la razón mezquina por la que el kirchnerismo clausuró para siempre su suerte electoral ahí: le ninguneó la famosa ayuda federal en plena rebelión policial. Milei arrinconado por Massa dijo que lo que pensaba del Papa lo dijo antes de ser político. Y fue su excepcional modo de nombrar la casta positivamente, digamos. Bullrich y Bregman trajeron las cuitas del gobierno de Macri, porque hay un capítulo intenso ahí, y por momentos se mencionó más el gobierno macrista que al actual. Porque, ¿dónde está el poder? En la ausencia. A Alberto lo mencionó sólo Bregman. A Máximo lo mencionó Schiaretti en una pregunta. Nadie mencionó a Cristina. Y Macri fue un poco más nombrado, quizás también por la duda de en cuántas candidaturas tiene hechas sus apuestas. La orfandad de una época es un desierto de nombres.
Si nadie fue un claro ganador, el debate lo ganaron las reglas. El placer de ponerle reglas a la política, la sangre que promete el periodismo contra la casta, envuelto en su narcisismo, su protagonismo, como cuando hacen “cambio de pareja” en la conducción del debate. A santo de qué. “Ahora discuten, ahora se cruzan, ahora tienen 40 segundos, ahora vamos a un corte”, dicen los maestros de ceremonia con tono educador. La democracia es el mejor orden posible y vive también del combustible de la solemnidad y la sobreactuación. La democracia es nuestro derecho al error: borrar con el codo lo que votamos con la mano. En el país donde seis presidentes desde 1983 fueron abogados, la semana que viene concluye el debate en la Facultad de Derecho. Ahí veremos quién rompe este “empate”.