
Después de la derrota de Mit Romney en la elección de 2012, el Comité Nacional Republicano encargó un estudio para revisar la agenda, el mensaje y la estrategia partidaria a nivel nacional[1]. El problema estaba a la vista: desde 1988, los republicanos habían ganado una sola vez las presidenciales por el voto popular. Estados Unidos era un país en cambio -lo sigue siendo todavía hoy- y ese cambio alejaba cada vez más al partido de la Casa Blanca.
El reporte concluyó que los republicanos debían adoptar un enfoque mucho más abierto y comprensivo hacia las minorías étnicas, las mujeres y los jóvenes. “Debemos mantenernos como la alternativa conservadora al Estado grande (big government), al mismo tiempo que le abrimos las puertas a republicanos no tradicionales. Nuestro criterio no debe ser mantener la pureza, sino construir un conservadurismo mucho más amable”, se lee en el documento. Para interpelar a los votantes latinos, por ejemplo, el informe sugería apoyar la reforma inmigratoria y aumentar la cantidad de líderes hispanos en el establishment partidario.
La estrategia ganadora -hoy lo sabemos- no fue la moderación, sino la radicalización. Contra lo que prescribía aquel estudio, Trump sacó al Partido Republicano del laberinto que planteaba el cambio demográfico por arriba: movilizando al votante blanco que comenzó a percibir una pérdida relativa del status de su grupo racial. Make America White Again. Más que por un sentimiento anti-establishment, Trump ganó en 2016 por la reacción que provocó en las bases republicanas los 8 años de Obama en el poder. Esa es la paradoja: no fue tendiendo un puente con las minorías, sino prometiendo construir un muro (material y simbólico), que los republicanos regresaron a la Casa Blanca.
La estrategia ganadora -hoy lo sabemos- no fue la moderación, sino la radicalización. Contra lo que prescribía aquel estudio, Trump sacó al Partido Republicano del laberinto que planteaba el cambio demográfico por arriba
Esa rebelión conservadora se escenificó en la Convención Partidaria de la semana pasada. No hubo presentación de una plataforma programática, el sector moderado fue apartado y los ex candidatos presidenciales no fueron ni invitados. Hubo muchos testimonios ciudadanos -incluyendo una pareja de Saint Louis que ganó notoriedad por haber apuntado con armas largas a manifestantes de Black Lives Matters- y ninguna autoridad partidaria entre los oradores.
El mensaje principal de la Convención no se dirigió a resaltar los hitos de su gobierno ni a proponer una agenda para un eventual segundo mandato, sino a agitar los miedos y la ansiedad identitaria de su electorado. Detrás de la candidatura demócrata están “la izquierda radical” -como si Biden fuera Sanders- y “los anarquistas violentos, los agitadores y los criminales” que ponen en jaque los valores tradicionales del norteamericano promedio.

Ese es el sello distintivo del trumpismo: la activación de la identidad política blanca amenazada por una Norteamérica más diversa. Con este registro Trump logró moldear al GOP a su imagen y semejanza. Desde que asumió la presidencia en enero de 2017, un 40% de la bancada republicana de la Cámara de Representantes se retiró o perdió su cargo, una tasa de recambio altísima dada la tradición reeleccionista del Congreso estadounidense. En general, los que salen de la escena son veteranos moderados y los que ingresan, republicanos más conservadores y combativos. Es decir, más trumpistas. La renovación refleja las preferencias de la base partidaria. De acuerdo a un relevamiento de Politico[2], el 60% de los 600 anuncios televisivos de los candidatos en este ciclo de primarias republicanas contuvo referencias a Trump (desde la construcción del muro hasta la impugnación de la “corrección política”).
A pesar de la crisis económica, sanitaria y social que vive Estados Unidos, no es imposible ni improbable que Trump sea reelecto. Lo que es seguro es que el trumpismo sin Trump no funcionará
Trump entiende el juego que tiene que jugar: en la era de la polarización, las campañas se orientan a movilizar más que a persuadir. En las últimas décadas, el centro ideológico en Estados Unidos se fue achicando y los partidos se alejaron entre sí: el Partido Republicano se volvió consistentemente conservador y el Partido Demócrata, consistentemente más progresista. Los candidatos buscan hoy interpelar a los grupos propios y le hablan poco al votante indeciso e independiente, porque se asume que cada vez hay menos indecisos e independientes.
La polarización es un fenómeno reciente y sistémico. En la década del ´90, Bill Clinton resaltaba sus características de sureño centrista y prometía austeridad fiscal, una reforma en la seguridad social y un endurecimiento de la política criminal. Hacía campaña como un republicano moderado. Y tenía éxito. El propio G.W. Bush, en el 2000, se mostraba preocupado por la cuestión racial. Esa etapa de civismo bipartidario quedó en el pasado. Obama hizo campaña a la izquierda de Clinton; Hillary, a la izquierda de Obama; y el propio Biden -a pesar de su propio historial político- hace campaña a la izquierda de Hillary. Con votantes, donantes, y partidos más polarizados y medios de comunicación exacerbando la división, el sistema político estadounidense ofrece pocos incentivos para la moderación.
El mensaje principal de la Convención no se dirigió a resaltar los hitos de su gobierno ni a proponer una agenda para un eventual segundo mandato, sino a agitar los miedos y la ansiedad identitaria de su electorado
Los republicanos están en una encrucijada. El GOP representa una Estados Unidos blanca, protestante y rural en un país cada vez menos blanco, protestante y rural. Trump ofreció un atajo para regresar al poder: ganó con una coalición social de mediados del siglo XX en pleno siglo XXI. Con el Colegio Electoral, el gerrymandering y las restricciones para votar, los republicanos pueden retrasar pero no frenar la traducción política del cambio demográfico, que inevitablemente llegará. Y quizá ya esté llegando. Estados genéticamente republicanos como Texas y Georgia, por citar solo dos casos, se están convirtiendo con velocidad en distritos socialmente más diversos y políticamente más disputados.
A pesar de la crisis económica, sanitaria y social que vive Estados Unidos, no es imposible ni improbable que Trump sea reelecto. Lo que es seguro es que el trumpismo sin Trump no funcionará: desde Weber sabemos que el carisma no se transfiere. Ahora o dentro de cuatro años, el Partido Republicano estará expuesto al mismo dilema que planteaba aquel documento de 2012: cómo reformarse a sí mismo para sobrevivir en una Norteamérica que experimenta cambios sociales vertiginosos.

https://online.wsj.com/public/resources/documents/RNCreport03182013.pdf
https://www.politico.com/news/2020/08/19/trump-reshaping-gop-congress-398559
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