
Recuerdo el día en que mi abuela empezó a perder la memoria: hacía calor y ella estaba sentada sobre un sillón, el mismo sillón que tuvo siempre en frente de la mesa del comedor y una pared blanca detrás. No sé si ese fue el día que comenzó a perder la memoria o cuando me di cuenta de que la estaba perdiendo. El médico le preguntó qué fecha era y dónde estábamos. La abuela respondió que era 3 de junio de 1936 y en Senigalia. En ese entonces, no entendí qué recuerdo la llevaba hasta allá. Tampoco entendí, después, cómo podía recordar con detalles los años de carnaval en Senigalia y, al mismo tiempo, olvidarse de quién era yo, ahí sentada en frente de ella, de un momento para el otro. Las imágenes de la abuela que ahora me parecen cada vez menos nítidas tienen que ver son sus manos. Durante el proceso de su pérdida de la memoria, la abuela tenía la costumbre de alisar el mantel. Sus manos iban desde el centro hacia los costados una y otra vez como si tocar la tela le trajera algún recuerdo. No sé si eso pasaba o era lo que yo deseaba cada vez que el presente se le hacía borroso.
La imagen de las manos de mi abuela me volvió a la memoria cuando vi una fotografía de Desyree Valdiviezo Palacios y la búsqueda de registrar los detalles de la amnesia de su abuela. En el portfolio Anotaciones visuales de una memoria frágil, la fotógrafa escribe: “Cada vez que jugábamos ella me preguntaba lo mismo: ‘¿Cuál es tu nombre? ¿Y tu mamá?’ Yo, pensando que ese era nuestro código para jugar, respondía: ‘Soy Desyree, hija de la Norma’. Entonces sonreía”. La fotografía de las manos muestra las palmas hacia arriba y un foco de luz en el centro. También hay otras de flores y de telas con un fondo desenfocado. Desyree me cuenta: “Sus vestidos siempre tenían flores, y ella siempre las contaba, cuando lo recordé me pareció lo más tierno del mundo. Recuerdo esa escena claramente, sus manos contando las flores de sus vestidos todos los días a toda hora”. Esas fotografías muestran un momento íntimo y establecen un vínculo amoroso, que recrea ya adulta por miedo a olvidar. Una forma de inmortalizar esos detalles que encuentran la belleza en la distancia del tiempo.
Durante el proceso de su pérdida de la memoria, la abuela tenía la costumbre de alisar el mantel. Sus manos iban desde el centro hacia los costados una y otra vez como si tocar la tela le trajera algún recuerdo
La abuela de Desyree falleció cuando ella tenía ocho años y las unía el juego. Jugaban a las muñecas juntas, conversaban como “de una niña a otra”, contaban las flores de los vestidos: “Recuerdo mucho la inocencia de ambas, de cómo para mí éramos amigas reales, el nivel de confianza. Siempre había que recordarle quién era yo, de dónde aparecí, pero nunca me molestó, era como un juego para mí. Era como cuando haces amiguitos nuevos en el parque, bastaba con decir tu nombre para ya ser amigos y ser felices. Eso nos pasaba. Pienso que para ella era más sencillo nuestro vínculo que el que querían tener los adultos con ella”. Existe un vínculo entre la pérdida de memoria de alguien amado y el miedo de la otra persona a olvidarse. Quizá de ahí surge la necesidad de registrarlo todo.
En Desarticulaciones, Sylvia Molloy escribe: “¿Cómo dice yo el que no recuerda, cuál es el lugar de su enunciación cuando se ha destejido la memoria?”. Ese libro es una bitácora que la escritora hace cada vez que visita a M.L, su amiga y ex-pareja, y muestra las fisuras en la memoria que produce el alzhéimer. Esas desarticulaciones, que tiene su amiga y anota el “yo” que escribe, intentan entender el “estar/no estar” para mantener el vínculo de la relación. Las anotaciones son breves, destellos fotográficos de momentos íntimos cada vez que la visita y los pensamientos que produce tratar de comprender la pérdida de memoria de otrx: “Al escribirla, me tienta la idea de hacerlo como era antes, concretamente cuando la conocí, de recomponerla en su momento de mayor fuerza y no en su derrumbe. Pero no se trata de eso, me digo, no se trata de eso: no escribo para remendar huecos y hacerle creer a alguien (a mí misma) que aquí no ha pasado nada sino para atestiguar incoherencias, hiatos y silencios”. Varias veces pensé que, a esos silencios producidos por la pérdida de memoria, el otrx trata de llenarlos con anotaciones, fotografías, detalles. Por suerte, existe la palabra, el lenguaje en cualquiera de sus formas, para abordar aquello que tenemos miedo de olvidar.
Existe un vínculo entre la pérdida de memoria de alguien amado y el miedo de la otra persona a olvidarse. Quizá de ahí surge la necesidad de registrarlo todo
Las manos tienen una memoria: hay una conexión física e intelectual al recordar y escribir. Así como la fotógrafa Desyree Valdiviezo Palacios registra las manos de su abuela, Sylvia Molloy nota en las manos de su amiga la desarticulación del “yo”. Por el alzhéimer, M.L pierde la capacidad de escribir su nombre, de hacer una firma, de recordar quién era ella misma. Pero esas manos y el tacto le permiten a M.L regresar al presente. Molloy atestigua: “Cuando empezó a perder la memoria (…) comenzó a usar mucho más las manos (…) Me costaba aceptar que había empezado a poner en práctica, instintivamente, la memoria de las manos. Como Greta Garbo de Reina Cristina, estaba recordando objetos, no para almacenarlos en su mente sino para orientarse en el presente”.
En esta poética de la regresión, la escritura de los momentos se vuelve esencial en otros textos literarios. La escritora francesa Annie Ernaux escribió varias veces sobre su madre. “Escribir sobre mi madre plantea, a la fuerza, el problema de la escritura”, dice en su novela No he salido de mi noche. A modo de diario, Ernaux registra los tres años que duró el alzhéimer de su madre y también la relación afectiva entre ellas: “He buscado el amor de mi madre por todas partes en este mundo. No es literatura esto que estoy escribiendo. Veo la diferencia con los libros que he hecho, o más bien no, porque no sé hacer libros que no sean esto, este deseo de salvar, de comprender, pero de salvar primero”. Ese “yo” que escribe parte de la necesidad de anotar, luego de las visitas a su madre en el hospital, la crueldad de la enfermedad, su decadencia física y mental. Los detalles que anota en su diario tienen que ver, entre otros, también con las manos y los dedos que su madre cruza y frota, y Ernaux no puede dejar de mirar. A su vez con una escritura que va perdiendo: “He encontrado una carta que ha empezado ella a escribir: ‘Querida Paulette: no he salido de mi noche’. Ahora ya no puede escribir. Son como palabras de otra mujer”. Su madre va perdiendo su voz hasta que deja de hablar.

¿Qué pasa con las palabras y la pérdida de memoria, del lenguaje? ¿Por qué las manos? ¿Cuál es la necesidad de anotarlo todo? ¿Por miedo al olvido? Nunca pude responderme esas preguntas y es algo que me fastidia. Sí pude encontrar las mismas incertidumbres en la fotografía y la literatura, esos espacios íntimos que comunican lo incomunicable. Ahora me viene a la memoria un verso del poema Palabras, de John Berger. Ahí dice: “La lengua es la primera hoja de la columna vertebral”. Tal vez son las palabras las que sostienen y establecen esos lazos que registran detalles, que sacan el miedo (o parecen hacerlo), que vinculan afectivamente con lxs otrxs.
En esa búsqueda de respuestas que aún no encuentro, le pregunté a Desyree Valdiviezo Palacios por qué recurrir a la fotografía para representar la amnesia de su abuela. Ella me respondió: “Creo que me permitió no olvidar, es un recuerdo que estuvo escondido en mi memoria por muchos años. No quiero que vuelva a pasar, quiero tenerlo a mano”.
(Imagen de portada: Jordi Boldó / Ilustración: Sebastián Nieto)