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10 de febrero 2020

Pablo Semán

LECHE NEGRA DEL 76

Tiempo de lectura: 3 minutos

I

Wilhem Keitel, Comandante en Jefe de las Fuerzas armadas Alemanas, y firmante de las Directivas para la persecución de las infracciones cometidas contra el Reich o las fuerzas de ocupación en los territorios ocupados, sostenía que uno de los efectos del decreto de noche y niebla, que legalizaba las desapariciones forzadas en los países invadidos por el nazismo, era “la intimidación efectiva y duradera”. Tal como declaró en el juicio de Núremberg: “a través de la diseminación de tal terror toda disposición de resistencia entre el pueblo será eliminada”. Diluida en la magnitud del holocausto se pierde la especificidad destructiva del lazo social que tiene la política de las desapariciones. 

Muchos años después del fin de la segunda guerra mundial, en Argentina, se desarrollaron acciones deliberadamente inspiradas en esa doctrina. Juan Alemann, que luego sería el secretario de Hacienda de Videla, propone en el Argentinisches Tageblatt del 17 de marzo de 1974, el modelo represivo a seguir: “Si uno ve esta guerra sucia desde un punto de vista meramente militar, llega a la conclusión de que el gobierno puede acelerar y facilitar considerablemente su victoria actuando contra las cúpulas manifiestas, de ser posible, en noche y niebla, sin que esto trascienda demasiado». La dictadura fue por mucho más que las cúpulas visibles. Pero si el proyecto radical de destrucción de empleo del economista Juan Alemann hubiese sido aceptado los desaparecidos deberían haber sido más. Esa fue la conclusión que extrajo la Junta Militar que, temerosa de no poder afrontar la faena, decidió hacer propio el proyecto “blando” de Martínez de Hoz. De todas, maneras noche y niebla para todos y para todas: no achicaron el Estado, pero envenenaron la Nación.

Como buena estrategia hegemónica se inscribía en la angustia y en la lengua madre de los que eran el blanco de ese llamado a la parálisis: el pibe no sabía bien de qué se trataba pero sabía que era algo ominoso

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II

Paso por Campo de Mayo en auto y el joven de 19 años que conduce me dice repentinamente consternado que era un lugar peligroso y triste, pues rondaban almas en pena. Ahí según él “habían hecho lo que habían hecho con esa gente”. No sabía lo que hicieron, ni sabía con qué gente. Era el año 2000 y la inyección de terror revelaba su efecto transgeneracional. Como buena estrategia hegemónica se inscribía en la angustia y en la lengua madre de los que eran el blanco de ese llamado a la parálisis: el pibe no sabía bien de qué se trataba pero sabía que era algo ominoso. Todavía no terminamos de dimensionar el alcance de ese gas difuso y paralizante que emanan, aún hoy, las desapariciones en Argentina. Y cada vez es más necesario reflexionar sobre su inscripción privilegiada en figuras oníricas, místicas, de otro mundo, en lenguas que hablan de otro orden de cosas. Por esas dimensiones radicales y profundas debe entenderse que los gestos de Néstor Kirchner o Raúl Alfonsín trascienden los límites de todas las discusiones que legítimamente pueden darse para aplaudir o criticar las políticas de memoria y justicia, y se proyectan a nuestra vida social como exorcismos todavía insuficientes pero garantes de algún alivio. Y por ese mismo calado el pasado dictatorial es todavía nuestro presente y se disputa en todos los cuerpos. Alguna vez un torturador le dijo a su víctima que él pensaba en la lucha de clases a 20 años vista.

III

Otro demonio todavía recorre nuestro presente por efecto de ese mismo pasado. Es que si fue una inyección subcutánea de miedo también fue una cobertura, un impulso, una incitación a la violencia desde la cima de cualquier relación social. Como lo observó pioneramente Guillermo O´Donnell, se trató de la liberación, expansión y -agrego yo- la sensación de logro que cobraron los microfascismos de la sociedad y, peor, de su agregación en turbas que toman las más diversas formas en los últimos 40 años. Soy de los que entienden que no toda reacción contra todo tipo de protesta social es única y directamente heredera de ese efecto de la dictadura. Pero eso no quiere decir que en muchos de los que quieren aplastar estas protestas no esté presente en parte algo de esa violencia cristalizada en la vida social: por las razones que sea, en la transmisión intergeneracional y en sus mecanismos subterráneos existen la nostalgia o la reivindicación del terror. Estamos condenados a preguntarnos siempre qué es lo que circula en cada acto de sadismo social: leche negra del 76, ¿la bebemos en 2020?

la sensación de logro que cobraron los microfascismos de la sociedad y, peor, de su agregación en turbas que toman las más diversas formas en los últimos 40 años

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IV

Ese miedo, esos asesinos, esta pobreza, este país roto y envenenado todavía quedan. No fueron treintamil. Ultrajaron al país entero.

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