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14 de febrero 2016

Ernesto Seman

Historiador y escritor. Nacido en enero de 1969. Días más, días menos, estará festejando su cumpleaños para cuando usted esté leyendo esto. Ultimo libro, "Soy un bravo piloto de la nueva China" (novela, Mondadori, 2011)

LAS VEINTE VERDADES

Tiempo de lectura: 12 minutos

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Verdad 18 

Los idealistas

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Por inédita, la experiencia de un gobierno de clase no deja de anclarse en la experiencia política por excelencia de concebir una visión del mundo y tratar de hacerla realidad. En muchos casos, violentando los obstáculos que se presentan en el camino, la realidad que se cruza frente a los ideales. La principal razón por la que un gobierno de clase es sobre todo un proyecto político con sus ideales bien definidos es porque nadie hace nada por plata. Ni la plata se hace por plata. Ni un banquero. Mucho menos un político.

La llegada de los CEO no produce un gobierno de gerentes, contadores, representantes de empresas. Sino se llamarían gerentes. O contadores. En la figura del CEO, en su enunciación, se identifican quienes tienen depositada la esperanza en los imaginarios que convoca la vida organizada alrededor de la actividad económica y el mercado como espacios de realización y posicionamiento social. Es un proyecto de país, no de empresa. Y hay pocas ilusiones más poderosas para producir una identificación social opaca que la expresión “viene de la actividad privada” con la que se describió el desembarco de los nuevos funcionarios. La actividad privada como organizadora de jerarquías. El día que estén frente a un obrero metalúrgico y vean a un hombre que viene de la actividad privada vamos a entender que están hablando de esferas económicas. Hasta que llegue ese momento, están hablando de clase social.

Cierto, los argumentos de los economistas y funcionarios del gobierno de Macri denuncian la irrealidad de las políticas populistas y afirman sus posiciones en las restricciones que ofrecen los datos fríos de la economía, los límites de la economía real, la dinámica que impone el mercado. En el debate político cotidiano, el realismo económico es la posición de fuerza inmediata de los discursos de derecha y el objeto de crítica de sus adversarios. El accionar de los gobiernos de derecha, sin embargo, muestra con el tiempo el lugar poderoso que tienen los ideales de paz social y modernización económica para sobrellevar los obstáculos que enfrenta la política económica. Si la plataforma de lanzamiento es la del saber técnico, en la fe religiosa en ese saber técnico también está la puerta para traicionarlo. Quizás por eso son los fanáticos que luchan por el achicamiento del déficit fiscal los que históricamente lo han ensanchado. Quizás por eso la contradicción entre reactivar la actividad económica y achicar la demanda interna en un momento en el que el sector externo no tiene indicios de poder arrastrar al resto de la economía no parece una contradicción sino un desarreglo pasajero. En ese sentido, pocos funcionarios serían peor descriptos como CEOs que los CEOs que se suman a la vida política. Pocos líderes serían peor descriptos como economistas carentes de ideales que los economistas que han hecho de la evidencia dura de los datos del mercado su horizonte. Lo que hay no es una contradicción, lo que presenciamos es un espiral de violencia ofuscada contra la realidad, cuyas víctimas directas no serán precisamente los soñadores. Cuidado con pedir un gobierno de idealistas, porque lo tendrás.

 

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El ideario nuevo en la Argentina se desplaza moebiousamente de la rigurosidad gerencial a la epopeya del individuo libre y desde el saber técnico al horizonte de ilusiones. Macri nos convoca a la cruzada uno más uno sea igual a tres y uno no puede dejar de ver ahí más que su sueño para los habitantes de toda una nación, la esperanza puesta en la explosión que la liberación de las fuerzas productivas provocará en la riqueza nacional, producir el milagro de elevar socialmente a los más postergados sin tocar la riqueza de los que más tienen. Uno más uno es tres es la fórmula de la paz social sin pobreza. Multiplicar los panes y los peces. Incrementar la productividad y expandir la economía como fórmula de progreso social que no desafía las posiciones relativas de quienes regulan los modos de ese progreso y que mejor contiene las instituciones políticas democráticas.

En la genealogía de la que se desprende la camada de jóvenes, soñadores y gerentes de este gobierno, el ideario de alguna variante del sueño americano es mucho más prominente que el de la derecha monetarista que supo guiar a los movimientos clásicos de la derecha argentina y latinoamericana tras la década del ’60. En medida no menor, esto as así, porque las instituciones liberales también son el derivado de relaciones de fuerzas centenarias, y convocan a la postergación de las demandas de cambio y la moderación de los desafíos al orden establecido como un momento virtuoso de la identidad política democrática. Más de una vez se ha dicho que los movimientos de reforma social latinoamericanos son desafíos contra la democracia, y habrá que entender que, en sentidos evidentes, es una acusación con fundamentos.

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Verdad 19 

Queremos precios nazis

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Con una empatía química con la retórica de los derechos del consumidor que encarnó Lita de Lázzari, el gobierno convoca a una acción ciudadana que al mismo tiempo tiene un anclaje histórico en el peronismo, la inclusión de la clase trabajadora en el consumo de masas y la inflación que acompañó esa transformación fundacional de la Argentina moderna. El gobierno llama a salir a la calle a comparar precios, a denunciar a quienes aumentan en exceso. Decide mantener vigente el programa de Precios Cuidados que supo denunciar. Y amenaza, con los modales amabilísimos del caso, con usar el poder de la Secretaria de Comercio para abrir la importación de aquellos productos cuyos precios hayan aumentado por especulación, control monopólico interno o cuellos de botella domésticos.

Es probable que nada de esto suceda. Es más que probable que, si sucede, la Secretaría de Comercio sea incapaz de intervenir de manera efectiva. En buena medida, porque el desmantelamiento de su legitimidad arrancó en 1987, cuando un lobby de productores de alimentos, productos medicinales y cigarrillos, con la colaboración con parte del PJ y de la derecha de entonces (¿alguien se acuerda de Alberto Albamonte?), desarrolló la embestida más formidable de la que se tenga memoria contra las capacidades reguladoras del Estado y atacó al Secretario de Comercio del gobierno de Alfonsín, Ricardo Mazzorín, con una saña tal, que hubo que esperar hasta la llegada de alguien genuinamente inimputable como Guillermo Moreno para que se intentara hacer de esa oficina un instrumento de política pública.

En la convocatoria del gobierno, en la amabilidad que erosiona el mismo objetivo que se propone, conviven estos 70 años de política argentina. Si este es un gobierno de soñadores pero no de fanáticos es porque pelea con las herencias que le tocan en suerte sin por eso dejar de reconocerlas. Bajo Macri, la lucha intestina entre el yugo del Estado aplastando a la libertad económica y la libertad de los consumidores para someterse a los precios que imponga la oferta tiene un final cantado. Pero la convivencia de esas dos realidades en los primeros meses de gobierno es en sí reveladora.

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Hace dos años, cuando el gobierno de Cristina Kirchner redobló la apuesta al plan Precios Cuidados, Adolfo Sturzenegger, por entonces titular del Banco Ciudad, dijo que el control de precios era una política de gobiernos totalitarios propia de las juventudes hitlerianas. La referencia cargosa me hizo acordar a una anécdota que describe Peter Drucker en sus memorias y que marcó su temprana aversión al totalitarismo. Caminando por una calle de Frankfurt al comienzo de los años ’30, Drucker es testigo de una “reunión con aplausos enloquecidos” en la que los jóvenes nazis desplegaban su lógica irracional: “No queremos el pan con precios más bajos, no queremos el pan con precios más altos, no queremos el pan al mismo precio que ahora, ¡queremos el pan con precios Nacional-Socialistas.”

Como Drucker, Sturzenegger tienen razón cuando ve al control de precios como producto de una identidad política y a la vez como productor de la misma. Lejos del ideal liberal, esas políticas limitan la autonomía total de los individuos, obstaculizan la circulación irrestricta de bienes y personas. Y nadie mejor que un liberal sabe que el ideal del individuo se socava con el hábito que pone en evidencia su construcción social, las restricciones que le dan forma. O dicho al revés, es la costumbre de definir los comportamientos económicos de los individuos en base a los valores establecidos colectivamente por la comunidad y no en el beneficio económico individual, es la economía moral en sí misma la que termina por evidenciar el carácter fantástico de la autonomía individual.

La hipérbole del nazismo evoca, en todo caso, el espectro del totalitarismo asociado a la erosión de una relación que se declama como transparente entre el individuo y las instituciones democráticas. En la Argentina, ese espectro es el del peronismo. Como Albamonte en su momento, Sturzenegger no reaccionaba tanto contra el gobierno de Kirchner; en la mira de ambos está el temor ante la herencia peronista. Quizás su insistencia sea una buena advertencia para quienes cifran periódicamente la muerte del peronismo. No porque la misma no vaya a suceder en la medida que quienes detentan la sigla del Partido Justicialista pierdan competitividad electoral, sino porque el acento en ese punto subestima uno mucho más trascendente y que es el que en verdad atormenta a Sturzenegger: la fuerza con la que su imaginario permea la cultura política, las instituciones y los hábitos cotidianos de la Argentina, tanto como para que hasta Macri tenga que preocuparse por el precio del pan. Precios nazis, precios peronistas, precios definidos por afuera del mercado. Quienes nos entusiasmamos desde jóvenes con la mítica presentación de Tulio Halperín Donghi sobre la Argentina moderna, debimos haber advertido que el genio indomable de su título, La Larga Agonía de la Argentina Peronista, estaba menos en la “Agonía” que alcanzamos a vislumbrar y más en lo “Larga” que no nos deja de sorprender.

Revolución

Verdad 20

El hecho burgués del país maldito

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Cualquiera sea su destino como gobierno, el triunfo electoral de Mauricio Macri es el éxito más categórico en los esfuerzos por desmontar las anomalías que distinguen a la sociedad argentina al menos desde 1945.

El hecho maldito del país burgués del que hablaba John William Cooke no es otro que el sello que dejó en la sociedad argentina la malformación de nacimiento del peronismo en la clásica definición de Juan Carlos Torre: la sobrerrepresentación del movimiento obrero organizado en la política. Evita-MonroeLa tentación inicial es tratar de registrar la permanencia de esa marca de origen midiendo la vitalidad de la vida sindical. Argentina va a contramano del siglo veintiuno. El proceso más importante de los últimos treinta años en los Estados Unidos es el repliegue del sindicalismo como un representante significativo del mundo del trabajo en la política, la caída de la tasa de sindicalización por abajo del 10 por ciento de los trabajadores, el arrinconamiento.

 En la Argentina, la tasa de sindicalización roza el 40 por ciento de los trabajadores registrados (que son un 67 por ciento del total de trabajadores), un número incluso mayor que el de sus vecinos en la región. Pero la gran diferencia con Estados Unidos es que las acciones de los sindicatos llegan de forma directa a todos los trabajadores formales, a través de las obras sociales y de pautas salariales establecidas en las negociaciones colectivas. Es algo que no sucede en casi ningún país del mundo. Sin embargo, no se trata del sindicalismo. La singularidad no se mide en la caricatura de la dirigencia sindical, la dispersión de las organizaciones gremiales, la venalidad de muchas. La marca de origen de la sociedad argentina no se registra en la vida de los sindicatos, sino en la lección fundamental que se derivó del poder exponencial que éstos tuvieron en los momentos de mayor igualdad social en el país:

El verdadero hecho maldito del país burgués es la creencia expandida en el poder de la acción colectiva

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El mito constitutivo de la Argentina, el verdadero hecho maldito del país burgués, es la creencia expandida en el poder de la acción colectiva. Lo que en 1945 tuvo expresión pública en un formidable movimiento obrero cobijado en la figura eventual de Perón fue el producto de un aprendizaje social vasto, cuyo poder se proyecta hasta nuestros días más allá de la vida sindical y en cada rincón de la sociedad: el descubrimiento simple y demoledor, la ratificación cotidiana en miles de escenas privadas y millones de interacciones con los otros, de que en un mundo desigual, hombres y mujeres asociados y actuando en conjunto pueden contrarrestar el poder que otros en esa sociedad ostentan de manera individual. No es un hallazgo azaroso, ni el producto simple de la experiencia de clase. Es, en muchos sentidos, el producto del accionar de millones de activistas que a lo largo de las décadas trataron de fijar la experiencia de clase de la desigualdad en clave de la construcción de un poder político. Y que como tal, es un poder que no se limita a poder defender los derechos específicos de quienes pertenecen a ese grupo, sino que aspira a poder incidir en la decisión acerca de qué somos como comunidad. En la cantidad de fines de semana que podamos descansar de nuestras obligaciones, en la misma duración de cada puto fin de semana, en el tiempo que le saquemos al resto para tomar un café y en la respetabilidad social que pueda tener un asado familiar los domingos, en lo que entendamos por el mundo del trabajo, en las preferencias culturales, en la apropiación obscena del mismo, en los recursos disponibles y en los horizontes imaginables, en cada una de esas escenas, se juega la efectividad y el poder de la acción colectiva y el mito ciudadano.

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Hay más elementos para desmenuzar cuán larga es la agonía del peronismo en la atención a esa singularidad nacional que en el registro cotidiano de los devaneos de gobernadores y líderes peronistas o en la narrativa del declinar de los dirigentes sindicales. El problema que el PRO tiene enfrente, el que construyó como su anatema, es el la duración de ese legado. No se trata de la presencia del Estado en la economía (de toda la humanidad, Macri debe saber más que nadie cuánto se juega de un nuevo orden social en seguir construyendo Estado). No siquiera de la existencia de los derechos sociales, que su retórica incorpora como la condición histórica posible para un proyecto de clase. Se trata, más bien, del poder de la acción colectiva para hacer realidad esos derechos, y de los espectros que ese poder convoca.

Ese y no otro es el núcleo traumático de la nación que este gobierno viene a desmontar.

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En su boutade de campaña alertando sobre la llegada de un caudillo del interior que en poco tiempo barra con los avances hechos desde la ciudad, Alfonso Prat Gay trasegaba con más mímica que gracia los estereotipos de las teorías modernizadoras de principios de siglo. Las masas desorientadas y en búsqueda de soluciones inmediatas a las desventuras que padecen, pueden actuar en conjunto, como cachorros que se amuchan dándose calor, para sentir menos la intemperie del individuo en el mundo moderno, donde se han perdido las referencias inmediatas que les dan sentido a sus vidas. Esa es la instancia en la que se convierten en presa fácil del demagogo que les ofrece cobijo fácil a cambio de su libertad y su razón. Lejos del mote conservador, el ideario liberal se define desde sus entrañas como un proyecto liberador que sacará a las masas de ese yugo que las oprime.

Quizás por eso uno de los rasgos más reveladores de la nueva era sea que la misma haya comenzado con el arresto de Milagro Sala. Los nuevos tiempos no se cifran en la oposición a Cristina Kirchner, connotada al extremo y demacrada en su huida hacia adelante. No se posa en la frondosa lista de funcionarios y activistas que pasarán por tribunales judiciales y por sumarios políticos en los meses que vienen y que fueron constitutivos del poder político de la década anterior. Arranca con Sala, un rostro de los bordes de la política y de la nación en el que se depositan enormes esfuerzos por definir sus características. Sala es la frontera y el extremo, pero es sobre todo el exceso y el fantasma de lo que la acción de masas puede producir en un lugar cualquiera de la patria, la desmesura por arriba de los controles, las regulaciones, los abusos del poder y el autoritarismo. La desmesura al servicio de un país menos desparejo, la falta de rostros amables y la sobra de gestos hostiles de aquellos que simplemente no pueden darse el lujo de lo contrario. La clase alta es más amable no sólo porque su vida es más confortable y porque durante la mayor parte del día delega la defensa física de su espacio a las fuerzas de seguridad. Si ofrece su rostro más gentil también es porque hace de la constricción una virtud, de la moderación de sus impulsos más violentos un elogio. Hasta que no.

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Sustraída de la frontera al centro de la escena pública en el primer momento de esta nueva era, Sala es el espectro temible de las montoneras tanto en la ansiedad por controlar, moldear y pulir los impulsos violentos de las masas descontroladas como en la envidia que ese poder desbocado produce en quienes se llaman a reprimirlo. Para un proyecto liberal y para la construcción de instituciones democráticas duraderas que pospongan y limiten el conflicto social en función de preservar un orden el salvajismo de Sala no sólo es el enemigo, sino el objeto de deseo, la envidia a ese estado salvaje en el que podríamos actuar sin tantas inhibiciones, la fascinación por ese poder que tan bien nos serviría si pudiéramos por un rato dejar de lado todo este corsé de lenguaje y simbología que no nos deja ejercer el poder con la fuerza que en verdad tenemos. Si Sala es el anatema de las montoneras, lo es como lo eran para Alberdi cuando soñó brevemente con los caudillos salvajes como la fuente de poder para un proyecto iluminista, lo es como lo eran para Sarmiento, cuya invectiva sólo es equiparable con su fascinación.

Sala es la continuación de esa acción colectiva. Y de los fantasmas que despierta. Con la coacción que esa acción colectiva impone sobre los ciudadanos y con el poder político que de ahí se deriva. Es, junto a otra extensa iconografía que irá resucitando en estos tiempos, el espectro del autoritarismo de masas y su afán de transformación. El proyecto democrático en marcha es el de hacer realidad la ilusión oximorónica de una transformación social ordenada y sin violencia. Habrá que recordar entonces que, si algo nos ha enseñado la historia, es que los intentos por eliminar la veta autoritaria de los movimientos en favor de la reforma social siempre empiezan por llevarse por delante a la reforma social en sí misma y termina por poner en marcha opciones mucho más trágicas y autoritarias que aquellas que venía a aplacar.

FIN

Las veinte verdades

de Ernesto Semán

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Comentarios

  1. Adriana Gaviorno

    el 14/02/2016

    Agudísimo y profundo análisis sobre el peronismo de Ernesto Semán. Quisiera acceder a las 20 verdades completas.

  2. Guillermo Ledesma

    el 17/10/2019

    En Argentina, nunca ha existido otro plan de reforma social , que el realizado por Perón creando el gueto de pobreza e indigencia que es el conurbano , para asegurarse los votos que lo perpetuarian en el gobierno. Desde 1945 esos bolsones de pobreza son mantenidos para ser usados discrecionalmente por los punteros de turno…

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