
LA REPÚBLICA DE LA PLAYA
Como la República de Platón o la Isla Utopía de Moro o el Tabor de los discípulos, hay lugares y contextos algo idealizados que nos ayudan a imaginar un mundo mejor. Bienvenidos a la República de la Playa. Ahí nos encontramos. Ahí se nos muestra algo mejor.
Es rara la sensación de haber vuelto a un lugar donde no recuerdo haber estado. No sos vos, soy yo. Sin embargo, reconozco que cuatro días en la playa alcanzaron para sanarme. Me sanaron del cansancio, del aislamiento, de las corridas, de las llegadas tarde a donde nunca pasa nada y más. Pero más que eso: estar ahí, entre la multitud, me permitió encontrarme con Dios. Si bien yo creo que Dios atiende en Buenos Aires porque Él vive en la ciudad, me parece que se toma vacaciones en la playa argentina. ¿Me permiten caer de nuevo en idealizaciones?
La playa es ocasión para sacar lo mejor de nosotros mismos. Lejos de las exigencias, hay lugar para el ocio y la libertad. Lo mejor de nosotros mismos surge cuando somos verdaderamente libres. La pregunta trasciende veranos: ¿qué es lo que realmente querés hacer cuando nadie te dice qué debes hacer? Ahí me pareció ver a un oficinista correteando detrás de su hijo esperando no alcanzarlo jamás para que ese rato de juego dure para siempre. Me pareció encontrarme con un banquero recluyendo del sol y del calor en una sombrilla a su familia mientras él le ponía el pecho (o más bien la espalda). Una mujer, probablemente docente, desafiaba a sus hijas adolescentes a armar castillos en la arena. Es curioso: en la república de la playa armar castillos de arena es algo bueno.
El diagnóstico repetido hasta el cansancio es que los chicos no se separan de las pantallas. Lo leí en Twitter, me lo soplaron en Facebook, en Instagram ofrecían ayuda
La república de la Playa también es el lugar donde se percibe una época. Signos de los tiempos. Abundan los recaudos y las precauciones. “Chau, cuídate”, es el “Chau, que Dios te bendiga” de (mis) espacios religiosos. Yo no tenía recuerdo (o conciencia) del daño del sol. Hoy es imposible no solamente andar sin protección, sino que además los menores van con una remera de agua. ¿Será que el sol es más fuerte o que tenemos más conciencia? La protección del sol es conciencia del cuidado; es también contención afectiva y emocional. “Hablar de lo emocional es como el ah re de los chicos: no es que no se decía, no existía”, escuché por ahí. Ya sabemos qué pasa cuando calienta el sol acá en la playa. En mis días de playa leí “educar es cura personalis”. Hablemos, entonces, de la playa como espacio educativo.
El diagnóstico repetido hasta el cansancio es que los chicos no se separan de las pantallas. Lo leí en Twitter, me lo soplaron en Facebook, en Instagram ofrecían ayuda. En realidad, no me acuerdo. En la república de la playa los celulares desaparecen tal vez más por temor a estropearse que por otra cosa. Sin las pantallas, quedan los códigos o palabras que ahí se aprenden de los maestros streamers y todos nadamos en el mismo mar donde “god” es algo muy bueno, “nazi” es algo zarpado y “cringe” me da vergüenza. Decilo como quieras, pero ahí están doblados como chino agradecido para ver quién dejó el tejo más cerca. Ahí están jugando hasta el infinito con un elemento tan importante para nuestros veranos como la heladerita: la pelota de YPF. A ellos se suma esa especie de pica pared contra una red común; furor de otros años, en decadencia para este. Sí, jugamos. La señal más importante es la que nos conecta con lo que nos hace bien.
La república de la playa no está exenta de la pandemia. Por eso se debe usar barbijo para ir a lugares cerrados y las rondas de mate son menos amplias. De todas maneras, la sensación permanente es que estamos esperando a ver quién dice el “ya fue todo” más convincente para aceptar este desgobierno. Cada tanto veías pasar una familia con barbijo que te despertaba un poco la culpa hasta que comprás la posibilidad de que estén así porque están contagiados. Son como esos compañeros de colegio que en quinto grado seguían siendo llevados por sus viejos: te hacía pensar que tus viejos no eran muy buenos padres, hasta que abonabas la teoría de que eran llevados porque tenían algún problema. La prudencia no es objeto de elogio.

Hacia el final de cada día asomaba lo mejor. Tal vez porque lo mejor es lo que está por venir. Recuerdo especialmente la última tarde. Con el sol poniéndose de un lado, el mar se entrega a sus colores. Se hacen como esas intervenciones de Nicolás García Uriburu al natural. El mar abandona su color tradicional para volverse dorado, rosado y azul intenso. Se transforma rápidamente en escenografía de foto familiar. Generan el gran oxímoron de estos tiempos: posan para sacarse fotos espontáneas. Instagram lo pide. Siempre hay una desproporción entre la foto y la realidad. La realidad es mejor, ¿o será un tema de teléfono? Cuando ya no hay sol que reflejar, las estrellas toman presencia. El mar incansable parece bajar su ritmo de ir y venir, como si sospechara que no hay creaturas a las que entretener. “Es la luna”, me explicaron alguna vez. A mí me sigue deslumbrando.
Más allá de la diversidad de estrategias, todos nos esforzamos por agarrar lo bueno. Y es realmente difícil. En este breve año voy desarrollando la hipótesis de que la felicidad está mucho más cerca de lo que pensamos y que fallamos a la hora de recibir lo bueno. A veces porque creemos demasiado en nuestros planes. Casi siempre porque somos arrastrados por un insoportable afán de control. Nuestra vida se parece mucho al juego del distraído: la pelota de la felicidad va pasando, hay que estar atentos para captar aquello que nos hace felices. Así me las ingenié para captar la atención en una misa de la misión en franca decadencia. No sé qué habrá quedado. Pero yo me quedo con los que están atentos, se dejan imponer por la naturaleza, sacan sus fotos y las suben a las redes para dar testimonio de cuanto vieron y recibieron. Acercan algo de la felicidad. Es eso que en otros ámbitos le decimos contemplación.
En la misma arena estamos todos. Me gustaban esas caminatas sin mucho destino rodeado de desconocidos. “¿No es medio grasa esa playa?”, me preguntó alguno. Alguna mirada crítica podrá decir que ciertos balnearios parecen guetos para cierta gente. Son la absurda resistencia a un mundo que nos pide y nos reclama mezclarnos más. Recordarnos todos pisando el mismo suelo. Bañándonos todos por el mismo mar. En tiempos donde faltan espacios de encuentro, qué bien nos hace ir a la república de la Playa donde todos nos podemos encontrar. Espontáneamente un hincha del rojo me pregunta si estoy para jugar de nueve (no es que me haya visto con la pelota, sino que era un modo de criticar la donación de Silvio que hicimos). Un churrero se arremangó para mostrarme su tatuaje. Todo Rojo. Es como si la república de la playa nos obligara a socializar. O simplemente nos recuerda que estamos más cerca de lo que imaginamos, de lo que suponemos y de lo que algunos quisieran.
El mar abandona su color tradicional para volverse dorado, rosado y azul intenso. Se transforma rápidamente en escenografía de foto familiar. Generan el gran oxímoron de estos tiempos: posan para sacarse fotos espontáneas
En esas caminatas, deformación profesional dirán, retrocedía en la historia. Me situaba en otro mar y en otras playas. Más precisamente en el mar de Galilea que en realidad no es mar. Pero en una geografía similar empezaba la historia de Jesús y sus discípulos. Con esa misma cortina musical del mar (aunque sin cocacolero) el Maestro llamó a sus discípulos. Me gustó pensar mi pasada por el mar y por la playa como el inicio de algo nuevo. Algo nuevo está naciendo, para mí y para todos. Siempre. La república de la Playa te renueva de esperanzas, te abre horizontes y te anima a empezar. ¿Y si alguien está llamando? Estás tan regalado que probablemente le digas que sí. Cuando veo tanta gente que está en buenas no puedo no ilusionarme con un futuro mejor. No dejo de ver tanta gente buena tratando de hacer el bien.
Familiares y amigos hacen cuatro veces más de kilómetros para llegar a una escenografía similar. Yo mismo me iba a someter a hisopados, controles y demás para ir más lejos de lo necesario. Permítanme la actualización de la confesión agustiniana: tanto buscar fuera de mí y estaba dentro. No es que sea nacionalista, pero no veo mucha razón para pasar vacaciones lejos. Intuyo que también hay una suerte de concupiscencia a la hora de vacacionar. La concupiscencia, etimológicamente, es desear demasiado. Tanto ir más allá de nuestras posibilidades nos instala en un inconformismo enfermizo disfrazado de postura naif. Un extremo en este planteo se lo escuché a mi padrino después de que el año pasado se instalara en Pilar durante el mes de enero a causa de la pandemia: “nunca descansé tanto y nunca estuvimos tan en familia como en este verano”. Ser feliz era eso. Obviamente este año repitió plan y yo le debo una visita. Algo similar le escuché a un amigo que está en España desde hace cuatro años: “muchos amigos dicen que se quieren ir de Argentina, pero no se dan cuenta las posibilidades que tienen acá” ¿Será momento de vivir la felicidad por el camino de la austeridad?
No es necesario armar la heladerita, llamar a los chicos ni cargar agua para mate. Abrí bien los ojos. El bien está cerca. Nos vemos en la república de la Playa.
(Fotos: Juan Di Loreto)