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06 de marzo 2017

Laura Fernández Cordero

Doctora en Ciencias Sociales, docente de la UBA e Investigadora del CONICET con sede en el Centro de Documentación e Investigación de la Cultura de Izquierdas en la Argentina (CeDInCI/UNSAM)

LA IZQUIERDA SE PONE VIOLETA

Tiempo de lectura: 6 minutos

Se dice que el feminismo está de moda. Es un poco cierto. Algunas celebridades de Hollywood asumen su retórica, hay mayor producción audiovisual acerca de su historia, sus consignas se viralizan y consiguen la aprobación lábil de un “me gusta” o el protagonismo en un perfil, las campañas como Ni una menos atraviesan múltiples espacios, figurones de la tele se pronuncian con atildado respeto, etc. Mucho ha sumado a la atención sobre el feminismo el hecho de que hayan sido las mujeres quienes —frente a la impotencia o la negociación vil de algunos sectores regidos por varones— protagonizamos un inaugural, breve y sonoro paro durante el gobierno de Mauricio Macri, y lideramos una de las manifestaciones más contundentes ante el arribo de Donald Trump a la presidencia de EEUU.

Sin embargo, que el avance y la visibilización de un conjunto de reivindicaciones feministas se vean reducidos a una moda es otra de las condescendencias que deberíamos saber rechazar. Si se habla de feminismo —y se habla mucho— es porque supimos convertirlo en tema de discusión. Nosotras, que fuimos enseñadas a no dar que hablar, hacemos que el mundo hable de nosotras y de lo que queremos. Como dijo una amiga, con razón: no es moda, es agenda. Hemos puesto sobre el tapete lo que se barría bajo las alfombras. Hemos, con múltiples problemas que seguimos discutiendo, sabido aprender incluso ese lenguaje, el de “las agendas”, que es como hablan los gestores de la política. Hemos obligado a las iglesias a decir la mala palabra, y señores de diversos credos se unen para denunciar que hay una perversa, polimorfa y peligrosa “ideología de género”. Dicho sea de paso, a esta altura, ¿no nos están debiendo una buena encíclica? (¿Cómo se dirá feminismo en  latín?)

Si se habla de feminismo —y se habla mucho— es porque supimos convertirlo en tema de discusión

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En las últimas décadas de historia occidental hemos llevado nuestros reclamos a los recintos legislativos —que hasta hace no tanto nos eran vedados— y de allí a los códigos. Sabemos tironear de los presupuestos estatales para que atiendan programas que nos conciernen y que son urgentes. Allí donde todavía rige la hipocresía del aborto ilegal, el feminismo combate en varios frentes que van desde el lobby parlamentario a la acción concreta acompañando a las mujeres que, en paralelo a los sesudos debates morales, abortan de todos modos en las condiciones que dicte su clase.

Más allá de las acciones concretas, el feminismo y los movimientos lgtb, con todos sus cruces, han desestabilizado el sentido común para pensar las parejas, las familias, las relaciones afectivas, el uso de los cuerpos, la identidad de género, el erotismo, la violencia machista, el comercio sexual, la explotación sexual, la educación, etc. Y para ello han instalado un vocabulario que, no sin vacilaciones y paradojas, circula en los medios de comunicación y en las conversaciones cotidianas.

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Se nos dirá que todo este proceso mucho tuvo que ver con las grandes transformaciones de la economía y la política de los dos siglos precedentes, pero traducir esas condiciones en resultados políticos se lo debemos a innumerables y muchas veces anónimas personas testarudas, insurgentes, mariconas, putas, insumisas, travas, malhabladas que no eligieron la pobre oferta de lo respetable y estallaron los marcos de lo posible. Porque tenemos memoria de esas vidas, porque todavía leemos las historias de esas luchas y porque sabemos que nos queda un largo camino no podemos aceptar el cuento de la moda (pasajera) que tranquiliza al señor promedio.

Entonces, desde el frío de la desmovilización y la tibieza del pacto electoral, ven azorados que aquí la lucha arde. Y vienen a la luz.

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Si todo este alboroto viene llamando la atención general, especial interés causa en una parte de la izquierda. Con esos radares finísimos que algunos tienen para captar ondas revolucionarias, varios han percibido que en el feminismo y en movimientos de mujeres hay efervescencia. Y que diversas articulaciones con colectivos gays, travestis, trans y lesbianas aúnan fuerzas y colman las mismísimas calles. No me refiero a quienes desde siempre han activado estas cuestiones en las izquierdas —a veces contra sus propias dirigencias— sino a los advenedizos, aquellos que sorprendidos por la insurgencia que no encuentran en los viriles rincones de la clase, se vuelcan decididos a tallar en las más vieja y la más actual de las revoluciones, la sexual. Ven, con cierta intranquilidad, que la salita del fondo que destinaron a la tímida área de género, bulle. Que la última reunión para participar del Ni una menos fue plena y hasta inventó consignas. Que el agite de las militantes prende en el barrio más reticente. Que en aquella fábrica no pasaba nada hasta que hubo que defender a una compañera travesti. Que la revista vende más con un dossier “de género”. Que la frase más revolucionaria que se haya escuchado últimamente en estas tierras yermas la dijo Lohana Berkins. Entonces, desde el frío de la desmovilización y la tibieza del pacto electoral, ven azorados que aquí la lucha arde. Y vienen a la luz.

Estamos así ante un apasionante nuevo capítulo de la novela sobre los matrimonios, divorcios y amoríos entre las izquierdas y los feminismos. Hoy, cuando la roja lucha de clases parece pálida, la izquierda vira al violeta y se le anima al multicolor. Los personajes de la trama son muchos y diversos. Quienes vienen sosteniendo las luchas feministas y lgtb en los partidos, sindicatos y organizaciones de izquierda encontrarán nuevas oportunidades y continuarán fortaleciéndose. Más exigente es el papel para las planas mayores. Acostumbrados a la marginalidad de estas aristas ahora tan candentes, vigilarán preocupados que la temblorosa pirámide no se desmorone desplazando a la lucha de clases de su cúspide. Afirmarán, con cierta resignación, que es preciso dar batalla en este frente, pero lejos de pensar que la clase y el género no son realidades concretas sino conceptos teóricos que incluso se intersectan, se sentirán a la altura de los tiempos recomendándonos no olvidar el viejo adagio: “primero la clase, ante todo la economía”.

Hombres capaces de discutir hasta el amanecer del día siguiente el matiz exacto de la revolución permanente o las vicisitudes de la tasa de ganancia en relación con la tasa de plusvalía utilizan el vocabulario que instaló el feminismo con displicencia, cuando no con pasmosa inoperancia. Intelectuales que se jactan de conocer hasta el último comentarista ruso del tercer tomo de El Capital, ignoran a las autoras feministas y llegan a pedir a alguna camarada que les acerque un resumen para navegar, sin mayores papelones, los debates públicos actuales. Gladiadores de una arena sobre la que no hacen pie, tratan de incluirse en la conversación y, al fin, deciden comenzar a dar mayor lugar a “las cosas de género” entre los objetivos centrales de la organización que los tiene por referentes. He ahí la hora crucial, la instancia en que la praxis será feminista o no será, el momento crítico en el que se produce el quiebre: la toma de decisiones y la asignación de recursos. Las mesas chicas de las organizaciones grandes, donde se reparten magros o caudalosos presupuestos, son mayoritariamente masculinas. ¿Se abrirán esas mesas a la diversidad con la misma generosidad con la que se prestan a sumarse a las manifestaciones callejeras más vistosas? ¿Serán parte de las discusiones sobre los lineamientos del partido los y las activistas de la causa feminista y lgtb? ¿O se los convocará para asesorías de ocasión? ¿Comprenderán que las asambleas en las que se cuecen paros y campañas tienen sus propias lógicas y no están a la espera de la izquierda iluminada? ¿O insistirán en venir con sus mociones precocidas? ¿Harán justicia a la memoria de las socialistas feministas, las tozudas bolcheviques, las anarquistas antisufragistas, los sexólogos revolucionarios y homosexuales? ¿Honrarán a sus propias infatigables militantes de la causa feminista? ¿O continuarán avisándonos del tremebundo imperialismo y la insidiosa posmodernidad del ideario teórico-político del género y las sexualidades? ¿Sabrán orientar la nave de la izquierda en la revolución de los géneros del nuevo milenio? ¿O serán como náufragos aferrados a lo que va quedando del sexo dicotómico y su división natural?

¿Harán justicia a la memoria de las socialistas feministas, las tozudas bolcheviques, las anarquistas antisufragistas, los sexólogos revolucionarios y homosexuales?

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Lo dicho: es un capítulo decisivo. A los feminismos les toca, entre otras numerosas tareas, aprovechar la supuesta moda, profundizar la universalización de sus reclamos, resistir el convite neoliberal, potenciar los movimientos de mujeres, reforzar su transversalidad de clase, rechazar las moderaciones condescendientes, evitar la especialización temática y vigorizar sus impulsos anticapitalistas. Si esa parte de la izquierda todavía reticente o de compromiso voluble se siente tentada, tendrá que saber que la propuesta es densa y urgente. No es posible sumar feminismo como si se agregara una inocente franja a la bandera. Participar de estas luchas que ahora tienen un atractivo protagonismo implica una transformación subjetiva y colectiva; supone entender la realidad desde otra perspectiva y hasta reimaginarse personalmente en ese trance porque los feminismos no educan, no predican, sino que en cada acción provocan una refundación del mundo y de sí. En el caso de ellos, los invita a desarmar la estructura misma que  los produce como hombres. Eso es una revolución. No hace falta leer a Judith Butler, ya lo decía Marx: “La coincidencia de la modificación de las circunstancias y de la actividad humana sólo puede concebirse y entenderse racionalmente como práctica revolucionaria.”

Entonces, feminismos e izquierdas tienen por estos tiempos otra de sus tantas citas. En concreto, el próximo 8 de marzo mujeres diversas y aliadxs haremos un paro internacional con resonancia en más de 40 países. Una acción colectiva que se está gestando hace tiempo en espacios de discusión y encuentro presenciales y virtuales, amorosa y combativamente. Un movimiento plural y multifacético que pone nerviosos a los más verticalistas y ansiosos a los recién llegados pero, por sobre todo, una movida vital que no anda buscando ni antorchas que la iluminen ni vanguardias que la comanden.

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