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26 de octubre 2019

Luciano Chiconi

LA CONTRADICCIÓN FUNDAMENTAL

Tiempo de lectura: 10 minutos

“Con la gente no hablen de política, pero que sepan que somos radicales”

Enrique Nosiglia, diciembre de 1976.

¿Cuál es el problema, el peronismo o el poder? El tour declinatorio del macrismo que “pone en valor” la terminación del mandato justo cuando ese logro suele ser la condición democrática de la reelección (“solo se termina para poder reelegir”) hace retornar el problema del “obstáculo hegemónico” para quienes ejercieron el poder desde 1983 hasta hoy. A diferencia de las experiencias no peronistas de poder previas, el macrismo incluye en la ronda de sospechosos a un viejo invitado que el bipartidismo democrático había dejado a un lado: la sociedad argentina, el exceso de clase media, el exceso histórico de mercado interno. Como si Macri alegara no querer ejercer el poder en las condiciones en que viene dado, por lo menos en la Argentina. Todas las evocaciones a una “purificación por afuera” de los “setenta años de poder en la Argentina” (los CEO, Galiani, el ditellismo) sembraron un vacío hermenéutico entre Macri y el poder hecho a sí mismo  del orden democrático.

El lado no gorila de la vida

Cuando Alfonsín llegó al poder, la UCR hacía dieciocho años que no gobernaba el país. El dominio balbinista del partido anclaba sus raíces “culturales” en el sofisticado conflicto de los ’50 frente al peronismo. La sociedad de los ’60 y ‘70, próspera y material, había borrado las fronteras políticas de la clase media: le trasladaría al consumo todas las expectativas que antes ponía en la cultura. La UCR de Balbín le hablaba al partido ideológico de los ’50 en la época en que el poder era interpretado por un partido desarrollista (Frondizi, Onganía-Lanusse, Perón) que percibía, a los ponchazos, que una construcción “antiperonista” del poder no era productiva. Esa inercia testimonial sería cortada por la aparición de la Coordinadora como emergente nac&pop del radicalismo (que en la práctica llena el vacío partidario dejado por el frondizismo) y su confluencia con el alfonsinismo teórico de Renovación y Cambio. La UCR pasaría a pensar más el poder que el peronismo. Balbín se transformaría en el jarrón chino de La república perdida.

La biografía de Enrique Nosiglia escrita por Darío Gallo y Gonzalo Álvarez Guerrero en 2005, El Coti, es quizás la secuela más fiel de esa literatura política que inundó el mercado editorial de los ’90: libros que sin dejar de cortejar a la clase media progresista en base a una estetización del poder menemista (una novela negra extensiva a toda la clase política), eran fotos parciales de una idiosincrasia del poder en la Argentina, sobre todo de ese poder que pasaba de los setenta a la democracia. Leídos a contrapelo del mercado (y a veces de sus autores), esos libros dejaban algunas conclusiones. El sistema narrativo que Gallo-Álvarez Guerrero utilizaron para caracterizar a Nosiglia tiene algunos puntos de contacto con Almirante Cero Don Alfredo: los autores escriben moralmente “en contra” del biografiado pero a la vez son traicionados por cierta fascinación plebeya y marginal con el personaje: Massera no es un marino puro para la Armada, Yabrán no es un empresario puro para el “círculo rojo”, Nosiglia no es un radical puro para la UCR. 

La UCR pasaría a pensar más el poder que el peronismo. Balbín se transformaría en el jarrón chino de La república perdida.

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La idea de Nosiglia como “el negro del radicalismo” se sostiene por su origen no urbano, por ser el único de la Coordinadora sin título universitario, por su predilección por el radicalismo runflero (Jaroslavsky, Carlos Bello), por su enemistad intelectual con Caputo, por su determinación afectiva con mujeres como Raquel Mancini, por su comprensión del peronismo, pero no alcanza para explicar por qué Alfonsín lo eligió en todo tiempo y espacio como una pieza imprescindible para la construcción del “poder radical”. Allí se terminan las semejanzas raciales con los otros dos personajes y arranca una diferencia política crucial: Nosiglia representa la faceta operativa de un poder civil a construir. En algún momento del día, Alfonsín tenía que dejar esas charlas con el Negro Portantiero y Pancho Aricó (que le dieron grosor político al “orden alfonsinista”) para sentarse con alguien a preparar la primera incursión de la clase política en el territorio comanche de la Argentina corporativa.

El 83

La militancia blanda y demodé de la Coordinadora en los setenta tuvo su revancha conceptual con la llegada de la represión ilegal del Proceso: la escena de Nosiglia militando contra la ley de alquileres de la dictadura en La Boca inauguraba la etapa de la “militancia de las cosas simples” que definiría a la política democrática y reflejaba dos cosas. Primero, que el radicalismo podía hacer política cuando el peronismo no y esa ventaja le permitía indagar mejor en las nuevas pretensiones de la clase media. Segundo, que un radicalismo concentrado en abrir válvulas de escape a la sociedad (desde el No a Malvinas hasta Teatro Abierto) construía a la vez un programa propio no definido por ningún antagonismo civil que lo ponía a tiro del poder.

El pensamiento político de Nosiglia se puede resumir en una frase: construir el poder democrático es fundar una corporación política. Una clase, una burocracia, una autoridad que al menos “pueda empatar” con el partido militar, los empresarios y los sindicatos. La idea más actual de que con algunos gobiernos democráticos “vuelve la política” y que con otros “se va” es errónea: la política volvió en el ´83. Por izquierda o por derecha, siempre está, siempre es necesaria para tramitar las tensiones del denso  capitalismo argentino (negar que eso estaba ahí quizás haya sido el principal problema de Macri).

La otra certeza de Nosiglia era que las virtudes del radicalismo para ganar en el 83 (carecer de un lastre sindical) se transformarían en fallas para gobernar. Como todo “monje negro”, tenía una visión neurótica del poder bastante lúcida para predecir los problemas que no todos los alfonsinistas tuvieron. Por el costado de los salmos republicanos que Alfonsín vertía “hacia afuera”, Nosiglia ambicionaba la construcción del radicalismo como un partido de Estado, anticipando un problema que luego sería abordado por el peronismo político ante su propia crisis sindical. Nosiglia consideraba, con toda justa razón, que el radicalismo debía ser el partido del orden de la democracia argentina.

El pensamiento político de Nosiglia se puede resumir en una frase: construir el poder democrático es fundar una corporación política. Una clase, una burocracia, una autoridad que al menos “pueda empatar” con el partido militar, los empresarios y los sindicatos.

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Se habla poco del know how nosiglista del poder radical. Las narraciones posteriores (tanto las propias del radicalismo como las ajenas) prefieren exaltar al Alfonsin derechohumanista o al Alfonsín vencido. A Menem se lo reconoce con poder, pero poco se dice del Alfonsín con poder. El libro de Gallo-Álvarez Guerrero lo insinúa: a Alfonsín le interesaba el poder y era mucho más “bicho” que los chicos de la Coordinadora a la hora de pensar sus jugadas palaciegas. En ese sentido, Nosiglia emergería como el proveedor microfísico de las ideas y necesidades del poder de su jefe político: la amalgama entre política y servicios, la cooptación sindical, el grupo Bulgheroni, la patota mediática, los créditos exprés del Hipotecario. Es decir, hubo un poder cotidiano alfonsinista que si bien no alcanzó para fijar “un orden”, se sedimentó como un itinerario ineludible de la práctica estatal. La pregunta sería, ¿el peronismo hubiese obtenido rango hegemónico si el Estado no hubiese transitado antes por la experiencia conflictiva del poder alfonsinista?

En este sentido, hay dos ejemplos que lo tienen a Nosiglia como protagonista: las cajas PAN y los Aportes del Tesoro Nacional (ATN). Como subsecretario de Acción Social (1983-85), Nosiglia manejaría la distribución política de las cajas PAN con dos objetivos: competir territorialmente con un peronismo asistencial fraccionado en provincias y municipios, y dotar a la UCR de un brazo social que le diera resultados políticos más permanentes. En la cabeza de Nosiglia, el PAN fue soñado como la imposición de una correlación de fuerzas. Hoy nadie discute la productividad hegemónica de los planes sociales, pero en el ’83 había que dar el primer paso. El PAN inauguró una perspectiva asistencial que luego el peronismo perfeccionó como “regulador oficial” de la conflictividad social. 

Como ministro del Interior (1987-89), Nosiglia creó los ATN como un fondo discrecional de recursos sustraído a la coparticipación federal automática y puesto bajo la órbita del poder presidencial. Los ATN nacen como un mecanismo defensivo para apuntalar el poder de Alfonsín frente a la avanzada peronista de la Renovación. Con la llegada del peronismo al poder, los ATN aumentarían su porcentaje frente a la masa coparticipada y se transformarían en una herramienta más de “la chequera” presidencial frente a las provincias. Conclusión: dos inventos nosiglistas se perpetuaron como políticas estables del poder democrático.

En retirada

Se podría decir que Alfonsín eligió como ministro político a Tróccoli para despedir los ’70 y a Nosiglia para recibir los ’90. El balbinista podía pronunciar con más naturalidad la palabra “subversión” como parte del andamiaje conceptual del Nunca Más (como lo haría junto a Ernesto Sábato en aquel mítico programa de la CONADEP emitido por Canal 13); era una etapa donde la palabra tenía más fuerza política que la acción. A Nosiglia le tocó medicar una crisis de poder que se esparcía a partir de los “problemas posmodernos” que el radicalismo no resolvía: la democratización del consumo, la autoridad represiva del poder civil. A esa altura (después de Semana Santa) era posible que Alfonsín blanqueara a Nosiglia en el cargo porque ya no sobraban los interlocutores internos para diagnosticar el estado del poder presidencial. Un rasgo singularísimo de Nosiglia es que siempre pensó a la UCR como un partido de poder, aun en los peores momentos, y Alfonsín necesitaba a alguien que creyera que el partido chivo de la crisis se podía ganar.

El problema central del poder no peronista es que se piensa inferior al que en realidad tiene. El documental Esto no es un golpe parece ir, quizás sin proponérselo, al núcleo de ese problema. La película cruza distintas perspectivas políticas sobre un hecho: el alzamiento carapintada de 1987. ¿Fue o no un golpe? En realidad, las respuestas posibles dependen mucho de la percepción que se tenga del propio poder civil. Alfonsín charlaba mucho de política con Caputo y lo que refleja el documental es que Caputo pensaba genuinamente que el levantamiento terminaba sí o sí en un golpe de Estado, dando a entender que el poder civil “no tenía fierros” para evitarlo. Esta percepción marcaría el vínculo de Alfonsín con los militares hasta el final de su mandato. Oscar Landi decía en esos días: Alfonsín ganó en la plaza y perdió en el palacio. Nosiglia no aparece en la película de Wolf y no tuvo incidencia en la cuestión militar. Pero a través de la percepción que tenía Caputo del poder del gobierno se puede inferir la disputa sorda que Nosiglia mantenía con él y los sectores bien pensantes del poder alfonsinista. Para Nosiglia la corporación política debía ostentar poder o moría devorada, y ciertos episodios políticos que pueden considerarse “exabruptos” de gestión (los destrozos de Modart, La Tablada) pueden leerse como la idea de que el poder civil siempre puede (y debe) “hacer algo”.

Un rasgo singularísimo de Nosiglia es que siempre pensó a la UCR como un partido de poder, aun en los peores momentos, y Alfonsín necesitaba a alguien que creyera que el partido chivo de la crisis se podía ganar

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Entre la chispa y el estallido de ese hecho maldito en cámara lenta que fue La Tablada, hay dos momentos plenos del poder radical “en crisis”. Primero, volver a tocar la fibra íntima de la clase media con una versión actualizada y tercerizada del “pacto militar-sindical” que colocaba al problema carapintada y la irrupción electoral del menemismo como un frente unificado de amenaza al poder democrático. Un laburo político clásico, razonable, legítimo, hecho por un grupo partidario nacido al calor de la primavera democrática que hasta ese momento funcionaba como el “Movimiento Evita” del PI. Segundo, y luego de la toma sorpresiva del cuartel, del viraje sandinista inconsulto, el ejercicio explícito y desmesurado de represión estatal que venía demorado con los carapintadas. No hubo foto de Alfonsín en Campo de Mayo pero sí pudimos verlo recorrer el césped bombardeado de La Tablada bajo el sol, con un traje clarito que le recortaba aún más la figura entre los uniformes de fajina oscura que lo escoltaban, un traje de verano, mientras miraba con aura ausente o concentrada el cuerpo destrozado de algún emetepeísta.

Tormentas en el desierto

Es posible que (como dicen) Nosiglia haya llorado el día que Alfonsín entregó el poder. Su hechura a sí mismo como hombre “puro” de la clase política del ’83 le hacía ver que junto con el poder del Estado se perdía cierta capacidad “ideológica” de hacer política adentro de la sociedad. Era probable que el peronismo no llegara con un programa de gobierno muy claro, pero era evidente que había anotado cada uno de los conflictos y problemas por los que había pasado el radicalismo. Para un “radical del poder” como Nosiglia se trataba menos de perder una elección que de dejar en disponibilidad política a la clase media.

Una vez fuera del poder estatal, Nosiglia se dedicaría a aprovechar la capacidad instalada del bipartidismo para sostener a la UCR en el juego institucional. Si no había votos, había que lograr que el peronismo no percibiera al radicalismo como un partido marginal. La idea de Nosiglia de enganchar a la UCR en una reforma constitucional que de todos modos el menemismo haría por su cuenta era el diagnóstico de su crisis como partido de masas. Pero el Pacto de Olivos también fue la última gran “foto de Bariloche” de la clase política. Menem y Alfonsín decidiendo los porcentajes futuros de la gobernabilidad argentina, armando “un poder”, dejando un legado de la corporación política al país más líquido posterior a 2001. Nosiglia y Alfonsín pensaban en una supervivencia de la UCR como socio menor pero exclusivo del peronismo, esperando una oportunidad en los márgenes estatales del nuevo diseño constitucional del poder (la AGN, el Consejo de la Magistratura, el GCBA); si no se podía tener el poder, había que compartir el sistema sin intrusiones posmodernas como serían la del Frepaso primero y el PRO después.

Donde muchos jóvenes vieron un aire socialdemócrata, Nosiglia vio un tremendo proyecto de poder, básicamente porque el alfonsinismo era las dos cosas.

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Frente a la Alianza, ese poder radical funcionaría como una asesoría externa destinada a sostener al gobierno “radical” inclusive en contra del no-poder delarruista. Casi como el empresario que ya era, Nosiglia ofrecería su combo lobby-servicios-peronismo institucional. Alfonsín trabajaría en sus alianzas con Chacho primero y Duhalde después. La Alianza no traía ninguna “superación” del poder radical con respecto al ’83 y muy pronto evidenció un retroceso hegemónico con la ruptura gobierno-partido. El poder radical quedaría del lado del partido, pero el partido no gobernaba. De la Rúa negaba la morfología autóctona del poder (como en parte la niega Macri hoy) pero no tenía una fórmula de reemplazo. Cuando el delarruismo puro ya soñaba con el helicóptero, Nosiglia todavía apostaba, el 19 a la noche, a una negociación con el peronismo, no ya para salvar a De la Rúa, sino para salvar a la UCR. Mantenía la ilusión de un poder compartido, rústico, hecho a tientas, de crisis, para llenar el vacío. Consciente, quizás, de que era la última oportunidad de no fracasar que les concedería la clase media.

Todavía nos cuesta apreciar al alfonsinismo como “un poder” a secas. Inclusive hoy, la evocación persistente del alfonsinismo como un estricto radicalismo progresista nos dice poco y nada de su idiosincrasia como “poder radical”: el alfonsinismo nació en 1971 para desbancar a Balbín y llegar al poder. Nosiglia se educó con Raúl Borrás y Roque Carranza, dos abogados chacareros que mientras vendían materias primas y veían cómo el peronismo de los setenta se consumía a los tiros, pensaban un poder para Alfonsín. Donde muchos jóvenes vieron un aire socialdemócrata, Nosiglia vio un tremendo proyecto de poder, básicamente porque el alfonsinismo era las dos cosas. La persistencia actual de Nosiglia como un dador de poder a un partido que no quiere el poder (Lousteau, Cornejo) explica por qué el Coti es el radical que los radicales aman odiar, pero además sugiere otra cosa: que esa vieja idea del “poder radical” no pudo ser comprendida ni superada por “la novedad” del breve poder macrista.

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Comentarios

  1. Alejandro Daniel Abraham

    el 03/11/2019

    Realmente ,muy buen análisis más para los que fuimos y seguimos estando –toda mi confianza Coti, hoy vienen nuevos actores Yacoviti(fui amigo del padre) Juan Nosiglia, -Martin Louesteau, Alfredo Cornejo.

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