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17 de junio 2021

Ezequiel Kopel

ISRAEL ¿MUERTO EL REY, VIVA EL REY?

Tiempo de lectura: 6 minutos

Es difícil creer que alguna vez en la historia del estado de Israel vuelva a repetirse una situación en la cual el líder de un partido que solo consiguió 7 diputados de los 120 miembros que integran el parlamento israelí (es decir el 6 por ciento de ellos) encabece el gobierno del estado judío. Nunca había acontecido una situación similar en 73 años del estado de Israel y difícilmente vuelva a ocurrir tal anomalía.

Para lograr lo antes imposible hubo un componente principal: el odio (y también miedo) a Netanyahu. Si bien todos los analistas apuntan al genio político de Yair Lapid (un famoso periodista centrista y secular que prefirió -a pesar de ser él mismo el segundo candidato más votado de la última elección después de Bibi Netanyahu- entregarle el poder a otro que consiguió menos de la mitad de sus votos porque, de lo contrario, no habría coalición para conformar), la principal colaboración emanó desde el mismo lugar donde estuvo ubicado el poder israelí en los últimos 12 años: del propio Netanyahu. Nadie hizo más para ayudar a la actual coalición de gobierno (que es la más heterogénea de la historia israelí) que el propio Bibi. El hoy ex primer ministro -luego de más de una década ininterrumpida en el poder- colaboró como ninguno en su propia caída al polarizar a sus propios socios “naturales” de la derecha. Sus seguidores pueden escribir toneladas de tinta sobre cómo “la izquierda”, las “élites” y los “los árabes” se aliaron para sacarlo del poder, pero nada de eso hubiese sido posible sin la inestimable colaboración de una buena parte de la derecha israelí que abandonó el barco de Netanyahu en los últimos dos años.

En abril de 2019 Avigdor Lieberman (un derechista de origen moldavo, habitante de la colonia de Nokdim y designado ministro de Economía en la nueva coalición) decidió no volver a participar en el gobierno de Netanyahu bajo la excusa de que los ultra ortodoxos (los grandes perdedores de está elección que se quedaron fuera del actual gobierno) marcarían su agenda. Todo sonaba más a una justificación para tapar lo que realmente ocurrió: muchos de los aliados de Netanyahu en la derecha israelí ya no aguantaban ser usados y descartados según la necesidad de armar -y desarmar- gobiernos con el solo fin de redactar alguna legislación que le permitiese a Bibi esquivar sus problemas legales (el ex primer ministro israelí está procesado por soborno, fraude y abuso de poder)

Si en el poder Netanyahu es un superviviente como no hay, en la búsqueda del mismo es un tiburón que acosa a su presa hasta devorarla

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De esta manera, sin una mayoría parlamentaria de 61 miembros para conformar gobierno, Netanyahu provocó una nueva elección, y más adelante otras tres más (en todas sin lograr el apoyo de la mitad más uno del parlamento) en solo dos años, perdiendo en cada una de ellas a antiguos aliados derechistas. En diciembre del 2020 hizo lo propio con el actual ministro de Justicia Gideon Sa’ar (hijo de un argentino), el cual debió abandonar el partido Likud al ver que Netanyahu planeaba gobernar in aeternum y en junio de 2021 dejó el barco el mismísimo Naftali Bennett, quien hoy es el nuevo primer ministro israelí. Bennett no solo es el primer líder israelí en usar kipá, sirvió como CEO de la organización nacionalista religiosa Yesha -la cual articula a las colonias judías en territorio palestino- y se encuentra incluso más a la derecha que el propio Netanyahu, ya que el hoy nuevo mandamás de Israel rechazó el propio plan de paz de Trump (que pretendía otorgarle a los palestinos un estado en la mitad de Cisjordania) y exigió la anexión de los territorios ocupados.

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Ahora la pregunta del millón es: ¿se terminó Netanyahu? Parece que lo que se terminó fue una era de su carrera. Una  en la que Netanyahu gobernó doce años seguidos, como nunca lo había hecho otro primer ministro israelí antes, y dejando una marca que va a ser difícil de borrar por mucho tiempo. Y si bien es probable que la política o el poder judicial lo mantengan alejado de los puestos de decisión por algún tiempo, pensar que la misma persona que pasó de liderar un partido Likud (que en 2006 sacó la menor cantidad de votos en toda su historia, y luego, 3 años después, se convirtió en primer ministro por segunda vez), sería por lo menos apresurado. Además, Netanyahu es mucho más Netanyahu en la oposición que ejerciendo los límites del poder (aunque muchos no puedan creerlo, Bibi es el primer ministro israelí que menos israelíes ha perdido por acciones de guerra, resistencia o terrorismo si se dividen los años que gobernó con las bajas sufridas).

Posiblemente un indicio para comprobar lo que viene es contemplar si los partidos de centro o izquierda adoptan un lenguaje más derechista o los de derecha se moderan

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No hubo ningún primer ministro salvo Netanyahu que haya asumido el poder de Israel dos veces (1996 y 2009) siendo líder de la oposición: Bibi lo hizo tanto derrotando a un Laborismo que acababa de firmar los acuerdos de Oslo con los palestinos, como también sacando del poder a los herederos de Ariel Sharon y su partido Kadima, el que parecía que venía a ejercer una primacía política de centro por mucho tiempo. Si en el poder Netanyahu es un superviviente como no hay, en la búsqueda del mismo es un tiburón que acosa a su presa hasta devorarla. La política y sus problemas legales podrán quitar del centro de la escena al avezado político que más tiempo sirvió en el cargo de primer ministro en la historia de Israel (más incluso que el propio David Ben Gurion), pero ni por asomo aún vimos su último acto.  

El nuevo gobierno israelí es una ensalada de líderes fuertes y partidos chicos. Lo encabeza un nacionalista religioso como Bennet (partido Yamina) y un centrista secular como Lapid (partido Yesh Atid). Luego lo completan un ex militar como Benny Gantz (Azul y Blanco), un derechista “ruso” como Lieberman (Ysrael Beitenu), una feminista socialdemócrata como Merav Michaeli (Laborismo), un izquierdista abiertamente gay como Nitzan Horowitz (Meretz), un ex hijo pródigo del Likud como Sa’ar (Nueva Esperanza) y, por último, la frutilla de la torta y la mayor sorpresa de todas: un islamista árabe llamado Mansour Abbas (Ra’am). Lo que representa la primera vez en siete décadas del estado judío que los partidos sionistas (tanto de derecha como de izquierda) deciden integrar a una coalición de gobierno a un partido árabe israelí (aka palestinos con ciudadanía israelí).

Y encima no es cualquier partido árabe israelí (no son los comunistas de Hadash o los no religiosos de Balad) sino uno islamista que nació como un desprendimiento de la Hermandad Musulmana, que tiene como fin que el Islam tenga un decir en la política y el día a día de la sociedad. Cierto que es moderado (representa a la facción sur del Movimiento Islámico de Israel mientras que la norte -la cual fue prohibida en numerosas oportunidades- es decididamente más extremista), pero es un partido religioso musulmán al fin. Y no solo esa es la noticia:  es la primera vez en la historia de la política mundial que un partido islamista está en el gobierno de un país no islámico. Y en el único país judío del planeta.

¿El nuevo gobierno significa que vendrán cambios radicales vis a vis con los palestinos de Cisjordania y Gaza?. Es difícil hacer futurología -ya es bastante complicado apostar cuánto tiempo podrán aguantar unidos- pero la composición de la coalición  indica que no se avizoran grandes cambios independientemente de lo que los islamistas árabes israelíes logren para su sector (palestinos que habitan Israel con papeles): cualquier cancelación de la construcción de asentamientos en territorio ocupado palestino, hará que las facciones de derecha empiecen a recibir las presiones de sus bases pidiendo su salida del gobierno (y viceversa con los partidos de izquierda).

Es la primera vez en la historia de la política mundial que un partido islamista está en el gobierno de un país no islamico. Y en el único país judío del planeta

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Posiblemente un indicio para comprobar lo que viene es contemplar si los partidos de centro o izquierda adoptan un lenguaje más derechista o los de derecha se moderan. La reciente marcha nacionalista religiosa (La marcha de las banderas) realizada el martes por el sector árabe ocupado de Jerusalén, autorizada por el ministro de Seguridad Publica, el laborista Omer Bar Lev, bajo la justificación de que “Jerusalén es nuestra capital eterna” (repitiendo un slogan típico de la derecha israelí), arroja que es más posible el primer estadio que el segundo. Asimismo vale recordar que de los 120 nuevos miembros del Parlamento israelí,  72 son de una derecha que pretende continuar la colonización de Cisjordania, 25 prefieren mantener el statu quo (dejar todo como está y no abandonar los territorios ocupados) y solo 23 piden abiertamente una solución de dos estados para dos pueblos (o un estado para todos). 

Israel es una democracia para sus ciudadanos, pero una dictadura militar de medio siglo para la mayoría de los palestinos. Eso no va terminar ni hoy ni en los próximos años, si bien los israelíes argumentan querer la paz, la mayoría de ellos no están dispuestos a terminar con la colonización de Cisjordania y el bloqueo de Gaza para acercarse a ese fin, por lo que votan mayoritariamente a representantes políticos que mantengan esa dinámica. No obstante, un nuevo camino  se construye con nuevos pasos como los de esta semana. Hoy la nueva coalición de gobierno está unida por la animosidad conjunta contra Netanyahu y, a pesar de que todos los pronósticos auguran un futuro sombrío para el nuevo gobierno, nunca hay que subestimar la capacidad del miedo y el odio para mantener una atípica unidad.

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