
Horacio Molina tiene un escollo que sortear: la perfección de su arte. En un mundo de la música popular donde siempre campearon tantos gritones insoportables (y que muchos medios instalaron como vocalistas de la ostia), Horacio Molina suena quizás “apagado”, poco estridente, no te grita ni busca llamarte la atención. El oído de la gente es sagrado, habrá pensado. Molina tiene el mismo “defecto” que Sinatra: la afinación y fraseo a veces cuesta, y lo alejan de la monada.
Horacio Molina fue un gardeliano fatal. Para él “Carlitos” fue sencillamente un genio, un fuera de serie. Un modelo definitivo. Gardel tenía la economía perfecta de una muy buena voz y una extraordinaria expresión que sabía poner sentimiento de congoja, de alegría, de tristeza sin necesidad de hablar para explicar algo y, por si fuera poco, un compositor fuera de serie.

Horacio antes de desembocar en el tango pasó por la balada, el bolero y la bossa nova. Anda por ahí un simple con Jorge López Ruíz grabado en CBS (“Relax”), una verdadera maravilla. En 1964 grabó un estupendo disco de boleros en la RCA con arreglos y dirección de Oscar y Jorge López Ruiz. En 1969 inauguró La Fusa de Punta del Este y fue mentor de aquellas actuaciones memorables de Vinicius con Toquinho, Dori Caymmi, María Creuza y María Bethania. Otro mérito: uno de los primeros argentinos (¿el primero?) que grabó a Serrat. Lo hizo en el disco “A la manera de HM” de 1969 está “Poco antes de que den las diez” y “Poema de amor”. Muy probablemente debe haber sido el primero en introducir al país a Eduardo Mateo: en “L’homme étrange” están “Mejor me voy”, “Y hoy te te vi”, “Esa tristeza” y “El príncipe azul”.
Jamás abordó el tango como un “baladista”, porque su héroe era Gardel, y para él el tango es tango, el bolero bolero, la bossa bossa y la zamba zamba. No se permitía impostaciones, pero entendía la raíz de lo que interpretaba
Para él Alfredo Le Pera fue el padre de los poetas del tango. Horacio se crió escuchando a Gardel por radio y a quien consideraba un artista de talla internacional por su obra y su interpretación. Típico pibe criado en una casa de clase media de Almagro con fuerte marca intelectual. También fuerte era su carácter, al punto que le costó el despido de la RCA Víctor a comienzos de la década del sesenta por negarse a grabar algo muy comercial y de baja calidad que la compañía le pidió. A lo largo de su carrera artística si algo le costó fue hacer concesiones.
Pero recién en 1976 grabó su primer disco de tango, al que llamó “Por los amigos” en un homenaje a la barra del café que juntó el dinero para que pudiese grabarlo en la CBS. Es ese álbum donde en compañía de Walter Ríos en el fueye arranca con “Rubí” y contiene una versión bellísima de “Garúa”. Al año siguiente -y con arreglos y dirección de Oscar Cardozo Ocampo- editó en CBS el disco “Volver”, y fueron los años donde Gonzalo Pena desde la dirección artística del sello publicó discos de alta factura pese al contexto nefasto que imponía la dictadura.

Luego se dio el gusto de hacer otro disco con Oscar Cardozo Ocampo y monstruos como Kicho Díaz, Antonio Agri o Juan Carlos Cirigliano. Cuanto le hubiera gustado cantar en la orquesta de Aníbal Troilo, que según él funcionaba para hacer lucir al cantante. Horacio sin embargo era un amante por igual del jazz, la bossa nova y el bolero, solía decir que a lo que más tiempo le dedicó en su vida fue a escuchar música. Y sostenía que independientemente de los géneros musicales en la mayoría de los casos hay canciones que podrán estar en diversos ritmos pero que al fin y al cabo son canciones, por eso detestaba la pose impostada de guapo arrabalero de muchos cantores de tango. Karina Micheletto lo definió como “admirado y resistido con intensidad por su particular estilo, de un preciosismo detallista hecho de sutilezas varias, de afinación y dicción justas, de fraseos inesperados”.
Horacio Molina tiene un escollo que sortear: la perfección de su arte. En un mundo de la música popular donde siempre campearon tantos gritones insoportables (y que muchos medios instalaron como vocalistas de la ostia)
Era extremadamente obsesivo (en el estilo de Joao Gilberto). Trabajaba buscando su perfección. Para él, siempre, lo “mejor estaba por venir”, llegando a renegar de todo lo que había grabado. Lo distinguía haber sabido elegir buen repertorio a lo largo de toda su trayectoria. Jamás abordó el tango como un “baladista”, porque, como dijimos, su héroe era Gardel, y para él el tango es tango, el bolero bolero, la bossa bossa y la zamba zamba. No se permitía impostaciones, pero entendía la raíz de lo que interpretaba. Cantó con grupos pequeños, con su guitarra y con orquestas grandes (llegó a actuar con la Orquesta del Tango de la ciudad de Buenos Aires en el Teatro Alvear).
Alguna vez le preguntaron si el cantor de tango tiene que tener algo de actor y su respuesta fue maravillosa: “Yo creo que todo cantor es un actor porque si no sabés interpretar las letras y las poesías de las historias que estás narrando no pasa nada, sos un tipo que canta notas sin expresión sin emoción ni nada. Para mi todos los buenos cantantes son actores”. Supo rodearse de músicos exquisitos como Sergio Mihanovich, los hermanos López Ruíz, los guitarristas Jorge Giuliano y Juanjo Domínguez, Oscar Cardozo Ocampo…

Horacio Molina es un testimonio artístico de una Buenos Aires intensa y abierta, donde se mixturaban Piazzolla con Vinicius, Troilo con Sandro, Hugo Díaz con Oscar Alemán o Larrea con Badía. Un cantante fino, depurado, consciente de que en una escena como la de esos años donde sobraban figuras gigantes él debía hacerse un lugar en base al buen gusto y la delicadeza, y lo logró pero a costa de construir un sound inhabitual en el tango, acarreando el costo de cierto ostracismo para la escena tanguera muchas veces anclada al cliché. Rescatarlo, así, entonces, es hacer justicia. Su buen gusto y compromiso lo definen como uno los grandes artistas que ha dado Buenos Aires.