
HISTORIA DE UN MELOMANO CON POCOS RECURSOS
Qué placer me daba salir a recorrer disquerías. Buscando ese álbum único e irrepetible, y cada día que me sobraban dos mangos repetía la experiencia. Y la guita me alcanzaba solo para un disco, que naturalmente debía acompañar mi regreso glorioso en el 60 leyendo de punta a punta una y otra vez la información de la tapa, tanto en la era vinílica como en la del CD.
Comprar discos fue una de mis pasiones y la casi extinción de las disquerías es indudablemente lo que más le reprocho al ¿progreso? Llegué a cometer actos de alta irresponsabilidad como la tarde que me avisaron que en una disquería de Pueyrredón casi Corrientes había un archivo de cd’s originales de Fania Records. Ese día llegué a casa con cinco originales de Cheo Feliciano y tres de La Lupe. Ceci estaba con Maite recién nacida en brazos y me cazó al vuelo: “¡No te habrás gastado la guita en esos discos si no tenemos para comprar pañales!”. La miré en silencio, no iba a entender cualquier explicación que pudiera darle. Ella tenía razón. En ese choque entre la implacable responsabilidad materna y la fragilidad de un melómano incapaz de comprender que un pañal para su hija pospone cualquier disco. Me fui a la habitación donde escuchaba la música, miré el tesoro adquirido y así como chistándoles para que no sufrieran los dejé al costado del equipo de audio con gesto de “ni bien pueda vengo y nos hacemos la fiesta”.
Ceci estaba con Maite recién nacida en brazos y me cazó al vuelo: “¡No te habrás gastado la guita en esos discos si no tenemos para comprar pañales!”. La miré en silencio
De chico en mi pueblo, Tres Lomas, no había disquerías. A lo sumo un negocio de fotografía traía algún que otro LP, que era del pop de moda. Sin embargo recuerdo que tiempo después en el local de iluminación de Bernardo Dressen compré el de Ornella Vanoni, el que trae una estupenda versión de “Construcción”, la canción emblemática de Chico Buarque y el único disco que compré en mi vida de los Rolling Stones. En Casa Salvá compré “Black Widow” de nuestro Lalo Schifrin. Ante esa escasez, no perdía oportunidad de irme a Trenque Lauquen a buscar discos. Era, sin más, “la capital del oeste bonaerense”, como le dicen inflando el pecho sus habitantes. Ahí compré “Animals” de Pink Floyd. Los había conocido a los Floyd cuando mi hermana me trajo de regalo “The dark side of the moon”, y lo escuché sin parar. Tan así que cuando me compré el primer equipo de cd’s fue el primero que compré inaugurando. Ese disco oscuro, clásico pero con un pie en el futuro, inauguró mi era digital. Tiempos del 1 a 1. Musimundo lo vendía a 18 pesos/dólar.

Hace pocos días mi hija Maite se puso a limpiar un mueble abarrotado de compact disc. Los sacó y ordenó en varias pilas, que fue repasando con un trapito, uno por uno, yo estaba sentado en la compu a unos tres metros y sin anteojos y cuando me preguntó si conocía todos los discos la desafié a que me mostrara de a uno y que yo le decía nombre del disco o el intérprete. Mi hija se asombró cuando ni bien tomaba una cajita ya le estaba dando información sobre su contenido. Sorprendida por algo de lo que nos separa un abismo: cómo fue escuchar música antes de internet y las redes.
Ya casi todo lo que se escucha está en las redes, me digo. Los discos son la prueba diaria, cotidiana, muda, de un pasado reciente que va muriendo silenciosamente
Para un pibe de 25 años hoy es impensable tomarse un bondi, viajar 40 minutos y caminar buscando ofertas en las disquerías. No sólo eso, sino, encima de eso encontrar una maravilla de jazz y verificar que no te alcanza la guita, y entonces esconder ese disco en la batea de música tropical para volver por él cuando la consigas. Consuelo de pobre: en esas bateas de ofertas se encontraban joyas a precio módico. Y la mayoría de las disquerías eran atendidas por personas poco informadas, como una señora de una galería de Saavedra a la que le compré un vinilo de Tony Bennet (¡con arreglos y dirección orquestal del argentino Jorge Calandrelli!) a un precio irrisorio. Las cosas s se ponían distintas en una disquería como Zival’s, ahí del otro lado del mostrador conocían (¡conocen!) al dedillo cada disco a la venta. Hay una disquería que vive.

En Del Viso, que fue el primer lugar “de Buenos Aires” que conocí, donde estaba la familia de mi madre, compré “Houses of de Holly” de Led Zeppelin, en la ciudad de Neuquén compré “Tarkus” de Emerson, Lake & Palmer y varios años después cuando me instalé en La Plata me di el gusto de comprar el álbum de E.L.&P. que trae “From the beginning” (una de las canciones más bellas que se hayan compuesto en toda la historia de la música del mundo) pero con ese disco me despedí de ese guiso grasoso llamado Rock Sinfónico. Fue mi dios de adolescencia. Canciones infinitas, solos interminables, el rock en los bordes dialogando con la música barroca o el jazz.
Es extraño nuestro mundo analógico. Escuchar dos veces la misma canción. Era una relación física, donde aprendíamos a ser delicados con la púa, con la pasta, con el sobre del disco. Valorábamos una música no tan al alcance como hoy. Porque incluso grabar era costosísimo. Cada dos por tres me pregunto para qué me sirven tantos discos, esos que, como un elefante, ocupan demasiado espacio. Ya casi todo lo que se escucha está en las redes, me digo. Los discos son la prueba diaria, cotidiana, muda, de un pasado reciente que va muriendo silenciosamente. A pesar de eso de vez en cuando pelo algún vinilo, lo pongo en el plato, subo el volumen del equipo al mango y abro las ventanas para que los vecinos y ocasionales transeúntes se rasquen la nuca, miren para arriba y mascullen “che, qué bien que suena eso”.
