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15 de noviembre 2022

Diego Labra

HAY UN TIPO QUE VIVE EN NUESTRO EDIFICIO

Tiempo de lectura: 6 minutos

Parece que el nuevo portero está dando de qué hablar. Esta reseña de El Encargado, creado por Mariano Cohn y Gastón Duprat para el servicio de streamingStar+, funciona un poco como una adenda a la nota sobre los cineastas que escribí hace un tiempo. Es que en la serie pueden encontrar nuevamente la mayoría de los elementos allí señalados: un despliegue (que se pretende) irónico de estereotipos propios a la cosmovisión clasemediera porteña contemporánea, la arquitectura como insumo de la cinematografía, el choque de masculinidades, la búsqueda por incomodar al biempensante. Hasta repite una tendencia reciente en su trabajo, reutilizando chistes conocidos con rendimiento decreciente. En este caso, la descripción intempestiva de transeúntes vista primero en Mi obra maestra.

La desconfianza de toda fachada social, característica a sus películas, es aquí representada de manera literal en la doble vida de Eliseo, el portero de una torre “de categoría” en el barrio de Belgrano interpretado por Guillermo Francella. Su subconsciente se hace texto en esa oficina del sótano, desde donde vigila y reconstruye la vida íntima de los vecinos. Arriba, a la vista, está el chalecito humilde, folclórico, casi fuera de lugar. En el subsuelo, una guarida de sociópata sacada de CSI o Criminal Minds. El thriller, siempre al servicio de la sátira en su obra, aquí toma más cuerpo hasta volverse casi el quid de la cuestión.

Esta no es la única concesión que han hecho Cohn y Duprat en el pasaje de la pantalla grande a la chica. El trazo es un poco más grueso, hay interés romántico y niños actores. Por momentos, los personajes son genuinos en lo que sienten y piensan. Hasta hay gente que se quiere. Quizás sea efecto del equipo ampliado, que incluye otros guionistas y directores. Pero creo que intuyeron correctamente que en la tele el contrato de visionado se renueva cada capítulo, y no podés pretender que el espectador siga volviendo a una historia donde se supone debe odiar a todos. La ficción de largo aliento demanda un héroe, aunque sea anti.

Arriba, a la vista, está el chalecito humilde, folclórico, casi fuera de lugar. En el subsuelo, una guarida de sociópata sacada de CSI o Criminal Minds. El thriller, siempre al servicio de la sátira en su obra, aquí toma más cuerpo hasta volverse casi el quid de la cuestión

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La factura es buena (¿la guita de las productoras extranjeras de streaming le terminará por cambiarla cara a la ficción local?), y el ritmo es llevadero. La estructura episódica, que justifica elegantemente enfocar cada capítulo en un vecino en particular al mismo tiempo que mueve hacia adelante el conflicto central, funciona deliberadamente como un lienzo sobre el cual ir desplegando diferentes estereotipos: el estudiante del interior mantenido y malcriado, el sojero de boina y pick-up 0 km embarrada, la envejecida artista plástica que ya fue del pop al kitsch, la treintañera profesional sola que materna una mascota, Alan Sabbagh haciendo el mismo papel de siempre.

Quizás los más interesantes sean los personajes que pretenden capturar “novedades” en la sociedad, como el matrimonio de dos mujeres en el cual una arquitecta aprovecha las guardias de su esposa médica para meterle los cuernos. Un bien casteado Barassi hace de uno de esos porteros a distancia que vigilan el foyer por Zoom desde sus tótems electrónicos. Pero lo futurista de la modalidad no quita que el tipo sea un baboso más, que confunde la sonrisa amable de una vecina por una señal de deseo. Al igual que con el proyecto de la pileta en la terraza que desencadena el conflicto en el consorcio, la serie parece querer decirnos que debajo de la pátina de lo nuevo siguen estando las mismas miserias de siempre.

Cohn y Duprat siempre han blandido estereotipos en sus historias con el fin de generar algo en la audiencia. Se podría decir entonces dos cosas acerca del miedo tan protestante a los efectos de la ficción expresado en el descargo de Suterh. Uno, que aunque sea un deporte muy practicado en nuestro país, nunca es bueno subestimar a los espectadores. Dos, que el huevo viene antes que la gallina: la serie no quiere instalar un prejuicio, sino explotar los que ya existen. En ese sentido, llama la atención haber leído más menciones sobre la caricatura de sindicalista peronista pesado que sobre el milico con domiciliaria interpretado por Jorge D’Elía, quien en la vulnerabilidad de su senilidad parece pedirnos que sintamos un poco de pena por él.

Por debajo de las acciones inescrupulosas de sus personajes de moral dudosa, la política de clase de El Encargado no parece ser tan reaccionaria

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Los realizadores, además, suelen aspirar a ser ecuménicos en los golpes. Sí, hay una toma de treinta segundos de un pasillo grasa menemista con dos cuadros dorados gigantes de Perón y Evita colgados sobre paredes de mármol. Pero el villano de la historia, interpretado por el siempre convincente “Puma” Goity, es un abogado garca y gorila con campera de canelones que quiere reemplazar a la gente con aspiradoras robots y hacer guita mal habida con especulación inmobiliaria y renders truchos.

Por debajo de las acciones inescrupulosas de sus personajes de moral dudosa, la política de clase de El Encargado no parece ser tan reaccionaria. No hay matiz alguno en la sátira de la parejita hípster con herencia que compra pan de masa madre, pero tiene en negro a la “chica que ayuda en casa”. Por otro lado, sí podría decirse que ella es representada con excesiva condescendencia al mostrarla completamente ignorante de su situación al momento de ser encarada por Francella con la tarjeta de un abogado laboralista.

El conflicto de trabajo de Eliseo es planteado en términos más grises, especialmente por todo lo que lo vemos hacer a lo largo de la serie. ¿Es él siquiera un laburante o es de los otros? Hay una tensión interesante ahí, vocalizada por su colega Gómez. “No te confundas, no sos uno de ellos aunque vivas en el mismo edificio”, le dice el portero interpretado por Manuel Vicente. Él claramente quiere pertenecer, como queda claro sobre el final cuando tras ser echado elige quedarse trabajando en una verdulería del barrio, un poco parte de su plan, y otro poco porque ya se siente de ahí. Tanto lo quiere que es capaz de ser un traidor de clase, mandando al muere al bonachón de Miguel, en un momento que es presentado como un quiebre en la historia.

En Argentina creemos que incluso un tipo como este tiene derecho a una jubilación digna, y está bien

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Pero, de fondo, estos giros dramáticos funcionan porque no dejan de sobrevolar la noción de lo sagrado del puesto de trabajo tan enquistada en nuestro sentido común. En la estructura del relato es Eliseo el que ocupa el rol del (anti)héroe, y es su némesis Zambrano quien quiere despedir y tercerizar. Ahí tienen un peso importante las relaciones con Beba o Thiaguito, a partir de la cuales vemos al protagonista usar sus “poderes” para el bien, lo cualtermina humanizándolo. En Argentina creemos que incluso un tipo como este tiene derecho a una jubilación digna, y está bien.

La serie te presenta al encargado como un hijo de puta y después te invita a que te encariñes con él. Si funciona, es gracias a Francella. En Eliseo conviven cómodamente sus dos carreras. En los aspectos más sombríos, como cuando cuenta cada vez de manera diferente la historia detrás su viudez cual el Guasón de Heath Ledger, vemos al Guillermo del prestigio, el actor serio de los últimos tiempos. En el tire y afloje con el sin techo interpretado por Brandoni o en el beboteo con Paola aparece el Guillermo cómplice de antaño, el que tiene tanto carisma que nos hacía reír incluso cuando el chiste era que estaba caliente con la amiga de la hija adolescente.

La dualidad funciona gracias a las dotes histriónicas del actor, pero aún más por el efecto que produce simplemente verlo en pantalla, un personaje ya sedimentado en el fondo de nuestro imaginario colectivo. Ese que siempre se las mandaba y después era perdonado con solo mirar a cámara, tirar un latiguillo y sonreír con complicidad.

De alguna manera, Eliseo es el personaje que Francella hizo toda la vida, el de las películas de los ochenta y las tiras de los noventa, el de la viveza criolla, pero reconceptualizado. Como cuando Adam Sandler hizo Punch-Drunk Love, y bajo la luz de un dramedy indie su ira explosiva dejo de causar risa y empezó a dar miedo. Con buena cinematografía, música incidental tensa y sin banda que lo festeje, las achurías del Guille se ven bajo otra luz. Claramente hay algo roto ahí, un deseo desesperado por pertenecer y la ausencia de límites morales a la hora de conseguirlo. Así es como se ve realmente ser el más vivo de todos, cuando no hay un estudio de reidores que le aporte levedad a las transgresiones.

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