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06 de mayo 2022

Diego Labra

GUERRA DE CINE

Tiempo de lectura: 7 minutos

¿Se acuerdan cuando ver una película era algo divertido? Hoy, las salas de cine y el televisor en tu living se han convertido en la última trinchera de una batalla bourdiana por el alma del arte, y la distinción de quienes están mirando. Casi, si uno atiende al tono de las discusiones en redes sociales, se puede decir que está en línea de fuego nuestra propia humanidad.

La escalada se dio al compás de la coyuntura de la pandemia, que vino a recrudecer tendencias preexistentes y que tuvo, por buena parte de dos años, a todos los complejos y salas cerradas. Esta situación excepcional le dio un empujoncito extra al streaming (y paradójicamente, trajo una inesperada primavera a la televisión de aire con sus concursos de cocineros amateurs). Pero también trastocó la delicada matemática que hace al ecosistema: cantidad de proyectores por cinta, cuotas de exhibición, recaudación, etc.

Si bien, como escribió Benjamín, el cine es definido por esa reproductibilidad, hay algo ciertamente irreductible en el ver una película en una sala

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Más allá de los adjetivos calificativos, es un dato objetivo que el avance de las telecomunicaciones y la capacidad de transmitir, con o sin cables, contenido audiovisual vía Internet ha cambiado la forma en que miramos películas. Es igual de cierto que esta no es la primera, ni probablemente la última, transformación que ha atravesado un medio que fue del nickelodeon al Blu-ray y más allá. De hecho, hace bastante más de medio siglo que el cine dejó de poder verse solo en el cine.

La ductilidad del medio se debe su misma naturaleza, aquella que motivó al trágico filósofo alemán Walter Benjamin a anunciar que el arte había ingresado en una nueva era a comienzos del siglo XX, la era de su reproducción técnica. Ya librada del “aura” del original que posee un cuadro o una escultura única, las películas pueden copiarse, distribuirse y reproducirse infinitas veces. De ahí, también, que sea en esencia, un arte masivo, hecho para ser visto por muchos, por todos los que se pueda. Podría decirse que inversamente a una pintura de Van Gogh o Picasso, cuyo valor nace en parte de su escasez (existe una copia sola, pocos pueden verla), una película es más valiosa mientras más personas elijan verla.

El cine es, todavía hoy, una cuestión de números, y el juego parece ser cada vez más uno de suma cero. La competencia por la atención es feroz, y no solo se libra contra los multi versos súper heroicos y las secuelas animadas. También están, por ejemplo, los teléfonos celulares, a los cuales Ridley Scott atinó a culpar (junto a sus dueños millenials) por el fracaso en taquilla de su última producción, The Last Duel.

Nuevamente, no se puede negar cómo ha cambiado el panorama de la cultura masiva y la manera en que eso impacta en el negocio del cine. Hoy, aunque quizás no lo parezca, la vedette son los videojuegos, una industria valuada en casi el doble que la de las películas. Si bien a Hollywood le encanta celebrar periódicamente a la nueva película más taquillera de todos los tiempos, al contar tickets o ajustar por inflación las recaudaciones queda en claro que el cenit del cine como entretenimiento masivo está en el pasado. El record absoluto que amasó Lo que el viento se llevó, estrenada en los Estados Unidos durante 1939, es inalcanzable por ningún superhéroe o bicho azulado.

De ahí a decir que los cines van a desaparecer, como implícita el desplante de Scott, hay una distancia considerable. Si bien, como escribió Benjamín y remarqué aquí, el cine es definido por esa reproductibilidad, hay algo ciertamente irreductible en el ver una película en una sala. Por el tamaño de la pantalla, la potencia del sonido, pero también el aspecto social de la experiencia, sea porque compartimos el visionado con varias docenas de extraños, o el solo acto de salir de casa para sentarse en la butaca. No es precisamente la diferencia (y coexistencia) entre escuchar una canción por streaming y ver la banda en vivo, pero hay algo de eso. El éxito arrollador de Spider-Man: Sin camino a casa en el regreso pospandemia de los multiplex prueba que, en todo caso, lo que está en discusión no es si la gente tiene ganas de ir al cine, sino sobre qué es lo que se ve en ellos.

Cuestionar los números de taquilla necesariamente implica opinar sobre la idoneidad de la gente que compró una entrada, sean ellos víctimas de una “falsa conciencia” cinematográfica promovida por los capitales concentrados del cine o no

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En redes sociales, la pugna por la (re)distribución de pantallas tomó la forma de El Hombre Araña vs. Licorice Pizza, la última cinta de Paul Thomas Anderson, detrás de la cual críticos y otros cultores locales del Séptimo Arte decidieron oportunamente encolumnarse. El argumento más sólido, la munición más gruesa disparada desde aquel bando es aquella que pone el foco en el carácter crecientemente monopólico de la industria global del cine, con multimedios comprando otros multimedios y luego usando su descomunal cuota en la participación del mercado para palanquear condiciones de exhibición que hace décadas hubieran sido inaceptables. Cuando los “grandes” son cada vez más grande, queda menos espacio para los demás.

Tan bueno es este argumento, que más de una vez se utiliza como bala de plata infalible para acallar por izquierda a quienes señalan con buen tino el cariz snob o elitista que puede tomar este debate. Porque, ulteriormente, cuestionar los números de taquilla necesariamente implica opinar sobre la idoneidad de la gente que compró una entrada, sean ellos víctimas de una “falsa conciencia” cinematográfica promovida por los capitales concentrados del cine o no. En el mero acto de criticar la injusta cantidad de salas asignadas a la comedia coming-of-age protagonizada Alana Haim y el hijo de Phillip Seymour Hoffman, los críticos de Twitter están demostrando que es posible (y deseable) no dejarse engañar por las lucecitas de colores desplegadas por el imperio del Ratón Mickey

Acá entra lo bourdiano mencionado al comienzo del texto. Y esto es Bourdieu de apunte de primer año: la oposición entre el cualitativamente superior “arte por el arte” contra la cultura masiva y comercial que consumen las mayorías, la puja por la distinción entre quienes saben posicionarse en el campo y acumular capital simbólico (a la cual obedece buena parte de la performatividad en redes), etc. Esta faz clasista de la guerra del cine queda desnuda en debates accesorios a esta como, por ejemplo, las recurrentes quejas ante el creciente número de funciones dobladas, un fenómeno que parece tener epicentro en los multiplex ubicados en el conurbano bonaerense. ¿Existe algo más aspiracional que “el señor que traduce el nombre de las películas” de Liniers? Yo sé inglés, ¿y usted?

Después vino la configuración de un campo con autonomía limitada e instituciones que asignan prestigio, como lo son críticos profesionales o los Oscars, vino Cahiers du Cinéma y su culto al auteurismo del director, vino “New Hollywood” y el santo patrono de todo cinéfilos Martin Scorcese. Pero antes y, me animo a decir, más importante, el cine fue el metraje de un tren avanzando a toda velocidad hacia la cámara y los espectadores saltando de la butaca embargados por el miedo y el asombro. Una reacción visceral, el entretenimiento puro de la montaña rusa que cae en picada.

Porque esto es Argentina, la guerra de cine también tiene un frente abierto en torno al debate sobre la inversión estatal en la industria audiovisual. Más allá de la coyuntura actual, con el INCAA en una crisis sin precedentes y una necesidad de pensar nuevas políticas públicas acordes a los tiempos que corren, aparece en el ida y vuelta que se vio en redes un nudo problemático interesante. En los epítetos arrojados de un lado al otro hay mucha grieta y posiciones ideológicas, claro, pero también late una pregunta que podríamos llegar a entretener: ¿Cuánta injerencia se le debe dar a las opiniones del público espectador, de los argentinos, a la hora de tomar decisiones en un Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales?

Por un lado, en la demanda porque el INCAA haga películas “que me gusten a mí” hay algo del orden de lo transaccional que hace ruido, por lo menos a la hora de hablar políticas públicas. El Estado es el Estado, no un prestador de servicios privado. También tiene sentido que las decisiones dentro del ente lo tomen expertos en la materia reconocidos por sus pares. Hay ecos aquí de la campaña de desprestigio desplegada contra el CONICET en el marco de las elecciones presidenciales del 2015, donde se tomó como punto a investigadores cuyos temas se consideraba no merecían ser financiados “con la nuestra”. Por ejemplo, pensar desde la sociología y la pedagogía el impacto de las películas animadas de Disney entre niñas y niños argentinos.

¿Se hace algo con los datos de consumo audiovisual generados por estas plataformas? ¿Se sistematiza la información acerca de qué eligen ver y qué no quienes usan estas apps? ¿Se debería tener a mano esa data a la hora de tomar decisiones ejecutivas en el ente?

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Por otro, en tiempos políticos donde se urge a la democratización de las diferentes áreas que conforman al Estado, que un docente de la ENERC y realizador financiado por el INCAA responda al tan repetido mantra “el cine argentino es malo” con “No, Ricky654321 vos tenés mal gusto” es, cuanto menos, incómodo. Si, como admite el mismo Tokman, “es un poco verdad” que nadie mira cine argentino, entonces es necesario que las políticas públicas hacia el sector audiovisual comiencen a reconocer que cuestiones como la distribución o la promoción son tan importantes como otras partes del proceso de la producción de películas. Mal que nos pese, ese cine y esas series compiten en el mercado de la atención de los espectadores, y no todos los argentinos pasan por la puerta del Gaumont día por medio. El desarrollo de plataformas como Cine.ar y Cont.ar son prueba de que hay conciencia de ello, y profundizar por ahí parece ser una decisión acertada. Ahora, ¿se hace algo con los datos de consumo audiovisual generados por estas plataformas? ¿Se sistematiza la información acerca de qué eligen ver y qué no quienes usan estas apps? ¿Se debería tener a mano esa data a la hora de tomar decisiones ejecutivas en el ente?

La discusión acerca de lo que le gusta o no le gusta al espectador argentino (y si eso debe tener gravitación alguna en las políticas públicas) contiene altas dosis de subjetividad. En el calor del debate aparecen contrafácticas como que, de competir de igual a igual, sin el “boicot” del “oligopolio de las empresas yankis”, las películas locales no sufrirían de “ausencia de público”. Que se pueden hacer acá películas taquilleras está más que probado en la historia del cine local, y reconfirmado en la década pasada. Lo reconocenen en sus contraejemplos hasta quienes opinan que no debería existir un instituto nacional de cine. Es igual de cierto que esas producciones grandes están cofinanciadas con estudios norteamericanos con inversión y publicidad acorde como, por ejemplo, la inminente película de Los Simuladores. Spoiler alert: las conclusiones que saquen de este cúmulo de oraciones variará depende del lente con que se las evalúe.

“Un pueblo necesita una cultura en la cual verse reflejado”, cierra su hilo el cineasta Iván Tokman, preguntándose por quiénes en el futuro van a “decidir qué imágenes de nosotros se muestran sin el INCAA”. ¿Serán Netflix, HBO o Amazon? ¿O seguirán teniendo más peso en la toma de decisiones los jurados del INCAA y de “los principales festivales del mundo”? La pregunta, me parece, tiene mucho valor si no la enunciamos de manera retórica, si se la abierta.

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