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21 de mayo 2022

Juan Di Loreto

GOLONDRINAS DE YESO Y OTROS PRIMORES

Tiempo de lectura: 3 minutos

Caminar, ir mirando la gente en los cafés y los bares. Son momentos comunes de la ciudades pero que no pierden el encanto. Pedir algo y quedarse charlando. Si estas solo leés, escuchás las conversaciones ajenas mientras te mordés los labios para no meterte. Como buen muchacho de ciudad del interior, los bares eran más bien algo excepcional. Era un plan en sí mismo salir a tomar algo. A veces nos rateábamos, es decir, nos escapábamos del colegio, y nos íbamos al Quijote a fumar y a tomar limonada o café solo (que es lo que salía un peso en aquella época). Como dice Jaime Roos en Golondrinas: “íbamos a hablar, como mayores, del futuro”. Ahí sí que veías la vida pasar. No tenías plan pero tampoco había apuro. Es lo que tienen los sueños de juventud, le sobran entusiasmo. Todo es urgente, todo es misterioso, todo se puede realizar. Se desconoce el cinismo resignado que vendrá, entonces uno se puede embarcar en cualquier empresa.

En las ciudades la gente está lejos de sus casas y frecuenta bares en su zona de trabajo. Pero no importa mucho dónde se encuentre uno, sino cuál es su circunstancia. De todas formas no es algo individual, sino epocal. El bar se dota de los sentidos que una generación tiene para ofrecerle o de los que una generación necesita. En los sesenta quizás los bares llegaron a la cumbre como lugar de punto de encuentro y polémica. La historia de los movimientos literarios y filosóficos de Buenos Aires pasaban por las aulas y por su correlato inmediato: los bares y cafés.

Después, de los conventillos venían rumores que se desparramaban a toda la ciudad por los cafés. El progreso de Buenos Aires también traía a las multitudes que se empezaban a encontrar en esos lugares públicos. Ahí pasaba todo. Desde el crimen, la traición, el amor o la organización de la huelga

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Ahora, un hilo invisible nos deja en el centro, cerca de los teatros y pizzerías. En el café Edelweiss algo sucede, se escucha un murmullo, luego un estruendo. Hay un homenaje a Oliverio Girondo. En el interior se puede ver a Viñas compadreando a un tal Pellegrini, un poeta surrealista, que responde y no tardan en irse a los bifes. Quizás, y es solo una hipótesis aventuradísima, Viñas rememoró secretamente la forma en que se vinculaba la masculinidad en los cafés porteños de principio de siglo. Los cafés no eran un sitio de ocio -digámoslo así- burgués, ni tan bohemio todavía. No era un lugar de lectura o donde me voy a merendar, sino un lugar de encuentro en el sentido más fuerte del término. 

Más que cafés era un expendio de bebidas y de infusiones donde se empezaba a formar el espacio (y la palabra y el sujeto) público. Una cosa que no vemos hoy: los bares y los cafés estaban muy ligados a los centros de producción como los muelles, los frigoríficos, las fábricas. Esos era sus primeros vasos comunicantes. Salían de darle sin para 10, 12 horas y se iban a tomar algo. Había que morir hasta el día siguiente. Después, de los conventillos venían rumores que se desparramaban a toda la ciudad por los cafés. El progreso de Buenos Aires también traía a las multitudes que se empezaban a encontrar en esos lugares públicos. Ahí pasaba todo. Desde el crimen, la traición, el amor o la organización de la huelga.

El bar se dota de los sentidos que una generación tiene para ofrecerle o de los que una generación necesita

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Pero volvemos al Edelweiss. Oliverio Girondo ve volar sillas y botellas en su homenaje. Viñas sale tambaleando y camina por la calle Libertad hacia Corrientes. Pasa por Los inmortales. Un poco de la ciudad que nunca duerme estaba en ese café que otros llamaban Santos Dumont. Por 0,15 centavos te podías quedar horas en el lugar, lujos de antes. Se dice, incluso, que Florencio Sánchez, el dramaturgo y periodista uruguayo, llegó a escribir sobre el dorso de los formularios del correo con la pluma y la tinta que le daban en el café (además del crédito que le prodigaba el dueño del lugar). De alguna forma, Florencio Sánchez fue uno de los que escribió aquella época del Río de la Plata: un poco rural, un poco urbano, totalmente en formación. Sus sainetes y pequeñas obras de teatro parecen contarlo solo en sus títulos: M’ hijo el dotor, Canillita, El conventillo, El desalojo, Los curdas.

Viñas sigue caminando, da la vuelta y encara para el sur. Luego de la riña, camina por la ciudad. Como decía el otro, Borges, sobre Carriego, que también solían andar por Los inmortales, caminar Buenos Aires redime, porque “es hondo y nunca, en la desilusión o el penar, me abandoné a sus calles sin recibir inesperado consuelo, ya de sentir irrealidad, ya de guitarras desde el fondo de un patio, ya de roces de vida… aquí y aquí me vino a ayudar Buenos Aires”.

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