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GENEALOGÍA DEL “HONESTISMO”

Tiempo de lectura: 5 minutos

A Evangelina Gutkin

I

De un club house coqueto en Buckingham Palace a las bodegas mugrientas de un buque anclado en el puerto de Buenos Aires: prólogo y epílogo de uno de los saqueos más taquilleros de la cleptocracia vernácula. En el salón de té, los protagonistas son el hijo del desierto, el vicepresidente Julio Argentino Pascual Roca, y el presidente del British Board of Trade, Sir Walter Runciman. Sus guantes blancos ponen el gancho del convenio. Al sur del sur, entre la neblina del Riachuelo, los involucrados son más modestos: tres trabajadores del navío británico Norman Star. Ellos le brindan la información al doctor Alfredo Palacios. Éste, decidido, le confirma a su amigo, el senador por Santa Fe, Lisandro de la Torre, que los documentos que tanto anhela descansan en las despensas de la embarcación inglesa. El fundador del Partido Demócrata Progresista, a pesar de las amenazas que ruge el león del norte, junto a uno de sus fieles, el contador Samuel Yasky, y un par de agentes (inconscientes) de Prefectura, inspecciona el crucero y se hace con los archivos. Después de estudiarlos detenidamente, su conclusión es determinante: el tratado comercial entre Argentina y el Reino Unido por la venta y compra de carnes es una estafa contra el pueblo criollo. Su hidalguía lo llevará a los estrados del Senado de la Nación. El 18 de junio de 1935, frente a toda la legión conservadora, dejará en claro su quijotada: “Estoy solo frente a empresas capitalistas que se cuentan entre las más poderosas de la tierra. Estoy solo frente a un gobierno cuya mediocridad en presencia del problema ganadero asombra y entristece, y así, solo, me batiré en defensa de la industria argentina esquilmada e inerme”. El cambalache continúa con un distópico “No sé si después de esto podremos seguir diciendo: ‘al gran pueblo argentino salud’.”

el tratado comercial entre Argentina y el Reino Unido por la venta y compra de carnes es una estafa contra el pueblo criollo

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II

Un puñado de efectivos de la Guardia de Infantería de la Policía Federal es suficiente para tomar Balcarce 50. Son cuatro o cinco, como mucho. Los conduce un fulano castrense, pongámosle Perlinger. Nadie gravitante en el mundo de las armas. Los uniformados se abalanzan para detener al presidente. Se interpone la fidelidad –y terquedad– de los asesores del Jefe del Ejecutivo. Hay forcejeos entre las fuerzas del (des)orden y los funcionarios. La democracia (castrada, el principal sentimiento del país, el peronismo, tiene vedada las urnas) espera su veredicto a un costado. No vuela ni un tiro, solo insultos, empujones y amenazas. La realidad coquetea con lo ridículo: así cae un máximo mandatario en este córner austral del mundo. La escena, tranquilamente, podría formar ser la trama de un libro del “gordo” Soriano. Pero no, es tan real como decadente. Para el protagonista, es decir, el Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas, no hay ni barrotes ni islas rioplatenses; mucho menos un estoico exilio (palabra que le suena: él pintó de negro el vuelo 991 de Iberia, impidiendo así el regreso del tótem del ajedrez local y estirando su proscripción). La historia no le acerca ni el traje de mártir a este destituido. Su “épica” es un taxi destartalado que deambula por una de las arterias de Plaza de Mayo. Hasta su tragedia es sobria. En él “escapa” a Martínez, a la casa de su hermano. Como uno más. Como un anónimo. Como un nadie. “A mí me derrocaron las 20 manzanas que rodean a la casa de gobierno”, rememorará este habitante de Cruz del Eje. “El apóstol de los pobres” irá apagándose con el correr de los años. Muy anticuado para el baño de modernidad del mayo parisino; muy institucionalista para las trincheras del Cordobazo; y muy lento para el vértigo de los setenta. Su legado serán cuatro trajes arrugados. Ni un chalet, ni un Fiat 1500, ni una cuenta bancaria, ni un teléfono de línea: ¡sus llamadas las hacía desde la mercería “Doña Querina”, ubicada a cien metros de donde vivía! Los ojos de este austero viajero de la línea 60 de bondi se cerrarán antes de la “Primavera democrática”. A partir de ahí, la caverna mediática cambiará la tortuga y aprenderá a escribir con mayúscula su apellido. Apellido que ha mutado en protocolo: siempre es “políticamente correcto” invocarlo. A izquierda y derecha del jardín ideológico, florecen efemérides, bustos, autopistas, plazas, avenidas y otras limosnas simbólicas. El bronce llega cuando la culpa pierde la memoria. Una vez más: perdón, Don Arturo Illia.

Illia

III

Aquel lunes 26 de octubre de 2015, después de las Generales, casi no salió de la cama. Su ánimo besó la lona; su ego quedó unos centímetros más abajo que el del progresismo. Fueron días oscuros, de silencio y dudas. La polarización se había tragado su proyecto político. La centroizquierda quedaba como ball boy suplente (el “pibe” del Delta, titular indiscutido) del singles entre Cambiemos y el Frente para la Victoria. La socialdemocracia doméstica entraba –otra vez– en estado vegetativo. Una historia conocida. “Pensé que mi carrera política estaba terminada”, le confesó hace poco al diario de Mitre. Hoy, los vientos cambiaron. Está en todos los escaparates. Al mainstream demoscópico, ahora, le erotiza su “honestismo”. Ni hablar a los medios de comunicación –siempre tan sensibles a la transparencia de terceros– que husmean show, grieta y, obviamente, rating: el poder supremo del “cuarto poder”. Ornamentada con dragones, bolsones, metralletas y un par de monjas, la corrupción mide. Solo es cuestión de un buen cotillón. Atrás quedaron esas raquíticas urnas que le arrimaron el 2,5% de la voluntad argentina. Su voz retumba, tiene eco, interpela: lastima. Preocupa a los amigos de lo ajeno. A tal punto que la ex Presidenta, su principal denunciada, la invitó al ring con un “Burra”. Ella –con gusto–  subió al cuadrilátero, pero, en vez de un golpe bajo, escogió un cross irónico como devolución: “Tengo claro que le he tocado donde más le duele: no en el corazón, sino en la fortuna”. Parece que, esta vez, nos movieron la estantería de los valores. Se detectó un sismo en la conciencia colectiva. Solo resta saber la escala. En eso anda una tal Margarita de Castelar.

Desearía que mis cenizas fueran arrojadas al viento. Me parece una forma excelente de volver a la vida, confundiéndome con todo lo que muere en el Universo

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IV

Volvemos a los treinta. La balacera dialéctica estalla en el recinto. De los educados dientes del ministro de Economía, Federico Pinedo, salen las primeras municiones verbales: “Pido la palabra para poner en su lugar al embustero. Es un botarate. Cállese la boca, viejo impotente”. La devolución no se hace esperar. La barba “marxista” de De la Torre esconde unos reflejos humorísticos (y machistas) que dejan atónito al hemiciclo: “Confesiones de su mujer”, descarga. A continuación silbidos, zarandeos, codazos y ruido: mucho ruido. Entre el bullicio, el denunciante se desmarca de los brazos de sus correligionariosy enfila hacia la mesa del hombre de finanzas. Antes de llegar a su objetivo, el ministro de Agricultura, Luis Duhau, lo cruza y, de un empujón seco, lo acuesta en el piso. Los 66 años del legislador progresista quedan indefensos en el suelo de la república. Su discípulo más sincero, Enzo Bordabehere, acude en su ayuda. Pero tres balazos por la espalda se lo impiden. Los disparos provienen del revolver calibre 32 del ex comisario Ramón Valdez Cora. Un gansgter de los arrabales porteños. Un torturador con reputación en Vicente López. Un malcriado de la década infame. La muerte del joven senador electo será instantánea. El “Cabral del siglo XX” nunca asumirá su banca. Cuatro años después, Lisandro de la Torre correrá la misma suerte: su vida se extinguirá a causa de un proyectil. Solo un detalle: él mismo apretará el gatillo. “Víctima y victimario”, dirá la sentencia. En la carta de despedida a sus amigos, dejará estampado: “Desearía que mis cenizas fueran arrojadas al viento. Me parece una forma excelente de volver a la vida, confundiéndome con todo lo que muere en el Universo”.

Los 66 años del legislador progresista quedan indefensos en el suelo de la república. Su discípulo más sincero, Enzo Bordabehere, acude en su ayuda. Pero tres balazos por la espalda se lo impiden. Los disparos provienen del revolver calibre 32 del ex comisario Ramón Valdez Cora. Un gansgter de los arrabales porteños.

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