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03 de septiembre 2023

Martín Rodríguez

FUNCIÓN PRIVADA

Tiempo de lectura: 6 minutos

Un plan perfecto. Agosto de 2018. Llegar al pueblo Mayor Vicente Villafañe en camioneta desde el aeropuerto de Formosa. Asado con el intendente Hugo, con la diputada “Muñeca” Roa y con Antonio, un antiguo dirigente campesino. Todos venían a contar su historia. Y después del asado, a recorrer las fincas de los productores que forman parte del PAIPPA, el Instituto Provincial de Acción Integral para el Pequeño Productor Agropecuario. La primera visita fue a lo de un tambero en la camioneta del intendente. Un campo en un pueblo de cinco mil habitantes en el sudoeste provincial de Formosa, cerca de la frontera con Chaco.  

Antonio camina con nosotros. Pega el sol de agosto. Antonio es descendiente de ucranianos, fue preso durante la represión del 75 después del ataque de Montoneros al Regimiento de Infantería de Monte 29, en el que se inmortalizó la figura del héroe provincial: el soldado Hermindo Luna. Un colimba que no se rindió a la balacera montonera. Su último grito: “¡Acá no se rinde nadie, mierda!”. Y aquel ataque guerrillero desató una redada que cayó sobre las bases de la ULICAF en toda Formosa, o sea, del movimiento campesino (las ligas agrarias formoseñas) y también sobre la Juventud Peronista. Antonio cuenta: “mi viejo zafó de que lo maten como yo”. “Durante la Segunda Guerra Mundial, lo detuvieron y un nazi le puso el arma en el pecho, pero el jefe dio orden de que no lo maten”. La caminata bajo el solazo a él le dio cuerda. Así resumido -y sin que nadie repregunte-: un nazi perdonó a su padre. Su familia viajó a la Argentina, y varias décadas después, Antonio repitió la escena: un militar también le puso un arma en el pecho después de un día de tortura. Picana, acostado contra una chapa, la camisa empapada. Te voy a matar hijo de puta. Le apoyó el caño. Pero no disparó. La zona de Villafañe es el este productivo de Formosa que conoció la edad dorada del algodón y luego se “diversificó”. Antonio era delegado de la ULICAF.

El ruido del trueno. Entre el pasto, de golpe, distinguida como un sol caído, el viaje del cobre: encontramos una moneda de 5 pesos argentinos del año 1976. Ya oxidada, sin borrarse esas inscripciones, aún algo brillante. ¿Cuál habrá sido el largo viaje de esa moneda? “El ruido del trueno”. Ray Bradbury imaginó que un viaje al pasado debía contener reglas estrictas: no salirse del puente flotante, no recoger nada. Y en el campo de Villafañe no levantamos esa moneda. En el viaje al pasado prehistórico prohibida alterar cualquier elemento. Cualquier pequeña modificación altera el presente. Esa moneda hubiera sido mi mariposa en la suela.    

A veces se viaja sin moverse. Vi películas, no las soñé. No soñé que Graciela Alfano besaba a Rodolfo Bebán desesperada, él hacía del mercenario que le vendía armas a su padre, que era Pepe Soriano, que a la vez tenía otros dos hijos (Boy Olmi y Roberto Antier), y todos eran hijos demasiado sensibles para un país en guerra. El mercenario y el padre partían cada mañana al bosque del sur a cazar ciervos. El metier del padre era la venta de armas. Los hijos lo descubren. A la nena, a Gracielita, la muerte de los ciervos no la deja dormir. “La invitación”, figuraba en la revista del cable como thriller, dirigida por Manuel Antín. De 1982.

Ni cineclub, ni plataforma. El canal Volver es solitario, nacido como recicladora, es final, para un país desarchivado. ¿Qué ofrece? ¿Las joyas de la abuela? Volver es lo contrario a la memoria; no hay conquista civilizatoria del pasado, ni catequismo progresista, ni buenos ni malos permanentes. Es el retorno de lo reprimido: películas de sábado de acción, de fiebre, a lo que Palito Ortega le dio forma humana, las historias la escriben los que ganan y los que pierden. Los empates, los embutes. Fantasmas que se levantan de su tumba comercial y ponen en pantalla el antiguo contrato con el Estado. El pasado ebárbaro. Sin presentadores ni prólogos. La historia en sepia y ahora, ya, para cada lector, la lista random de películas encontradas a la madrugada, agarradas por la mitad, buscadas después en youtube, cacería: “Destino de un capricho”, con Sandro y de Leo Fleider (1972), “Yo tengo fe”, de Enrique Carreras (1974, de cuando a Palito lo agarra el bombardeo del 55 en la boca de un subte), “Los días que me diste”, de Fernando Siro (1975), “La isla”, de Alejandro Doria (1979), “La discoteca del amor”, de Adolfo Aristarain (1980), “Las mujeres son cosas de guapos”, de Hugo Sofovich (1981), “Prima Rock”, de Osvaldo Andéchaga (1982), “El desquite”, de Juan Carlos Desanzo (1983), “Los chicos de la guerra”, de Bebe Kamin (1984), “Tacos altos”, de Sergio Renán (1985), “Los días de junio”, de Alberto Fischerman (1985). El archivo vivo de la gran negociación política llamada cine argentino. Las que se hacían para un orden de facto y las que años después se hacían contra él. Las fiestas de todos. “La Noche de los Lápices” y “Los Colimbas se divierten”, el agua electrizada en que se revelan las imágenes. Volver preserva el museo del inconsciente, mientras cada gobierno hace el museo de la memoria.

¿Cuál habrá sido el largo viaje de esa moneda? “El ruido del trueno”. Ray Bradbury imaginó que un viaje al pasado debía contener reglas estrictas: no salirse del puente flotante, no recoger nada

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Así, llegué a “Gente en Buenos Aires” de Eva Landeck, estrenada el 22 de agosto de 1974. Una madrugada hace diez años la “encontré”. La película vira al rojo, se puede ver, como casi todo en ese canal, el material degradado de la cinta, las nieves del tiempo. El canal de los solos en la madrugada. Como todo lo bueno, lo agarrás empezado. Masticado. Usado. Oxidado. Una historia de amor, tristeza oficinista, acá esta inteligente reseña la detalla. “Gente en Buenos Aires” es la Buenos Aires céntrica cuyo carozo siempre estará intacto, y las suburbios, las cuevas y pensiones donde se duerme. Eva Landeck hizo los años setenta sin marco teórico, los grises, los sueños de los comunes también anidan un repertorio comido en ese afuera que miran con la ñata contra el vidrio. ¿Con qué sueñan los comunes? ¿Qué germinan los monótonos?

El arranque es demoledor. Y si hay un personaje íntegramente opaco en la larga carrera de Brandoni es éste en esta película. Miramos a Luis Brandoni ya como intérprete prácticamente de ese solo personaje porteño, el solitario del rebusque, uno que va mutando de película en película, en la calle, entre suburbio y centro, bandoneón, mocasín, entre exilios y la nada. Y esta historia de Landeck comienza con él y sus sueños: subido a una pila de adoquines bajo un puente y con una chaqueta negra galimbertiana cuando cose a balazos a todos los que le cagan la vida; o él en una manifestación que reclama “Vivir hoy”, hoy, hoy, el presente; o él arrastrado por dos culatas que lo acribillan contra un árbol en un descampado; o él y sus compañeros de estudios vestidos de samuráis robando un banco y repartiendo a caballo, de noche, el botín en las villas. El sueño del costumbrismo engendra qué. ¿Monstruos? ¿Revolución? (Carassai exploro ahí, el cambio total o de cuajo que esperaban los comunes.) Y él vive en una pensión, estudia una carrera universitaria (ingeniería industrial, esas que sacan un país adelante), y tiene “una voz en el teléfono”, un amor desconocido y a la que llama desde el teléfono compartido del pensionado. La parábola de dos alienados: ella y él se conocen y no lo saben. El otoño porteño.

Y a este suave culebrón, mojado por la lluvia ajena, se le cuela también un secuestro: el de un artista “comprometido” sacado de los pelos de otra habitación del pensionado, subido a un auto, destino de zanja. A Brandoni entonces en medio del amor, de la alienación, de la ciudad céntrica, ancha y ajena, le toca una tarea más: desde el teléfono de un bar llama al abogado del chupado. Dar aviso, y seguir la vida. Eva Landeck hizo una primera escena del falcon, del pozo ciego, de las frenadas en el adoquín. “Gente en Buenos Aires” toca todas las cuerdas. Las almas de los sesenta, la taquicardia de los setenta. Eva Landeck en medio del cine de liberación, el Grupo de los Cinco, Favio, el cine convencional que llenaba salas en Lavalle, la experimentación tenue. Sueño, amor, realidad. Todos esos que vemos en la ciudad, ¿con qué sueñan?

Eva Landeck hizo los años setenta sin marco teórico, los grises, los sueños de los comunes también anidan un repertorio comido en ese afuera que miran con la ñata contra el vidrio. ¿Con qué sueñan los comunes?

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Como a la moneda tirada en un campo argentino, el canal Volver es un campo de viejas medallas tiradas en el pasto y que encontramos empezadas, empapadas, ya sepia, comidas por las moscas. El celuloide cada tanto se enreda y prende fuego el proyector. El país, como una película continuada, resistirá. ¿ Y quién hará una película de estos días cuando todo esto sea pasado? Porque también esto pasará.

¿Dónde verla? Acá.

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