
Cada lunes después de una elección, millones de personas (las que perdieron, sobre todo) se sorprenden e indignan pensando cómo puede ser que gane tal o cual candidato, cuando es lógico que el resultado no sea ese. Pero justamente, la lógica no tiene tanto que ver con las decisiones que tomamos.
Siento luego existo
El filósofo Blaise Pascal se preguntó en el siglo XVII si le convenía o no creer en Dios y terminó decidiendo que sí. Pero lo interesante es que lo hizo no basándose en evidencia, porque claramente nadie tiene certeza fáctica de su existencia, sino en el argumento racional de que “aun cuando la probabilidad de la existencia de Dios fuera extremadamente pequeña, tal pequeñez sería compensada por la gran ganancia que se obtendría, es decir, la gloria eterna.”
Usted podrá coincidir o no con la apuesta de nuestro amigo Pascal y su cálculo racional de costo beneficio, pero también se imaginará que la gran mayoría de las personas no deciden si creen en Dios siguiendo el mismo procedimiento. “Sienten” cuál es la decisión correcta.
De hecho, existe muy sólida evidencia científica, en los campos de la neurología y psicología, acerca de que las decisiones se toman primero desde los centros emocionales del cerebro humano (que son más antiguos en tiempos evolutivos y dominantes en la estructura de pensamiento) y luego los centros racionales (los últimos en desarrollarse) se ocupan de justificar lo que ya previamente estaba decidido. Por más que a Graham Allison le guste creernos decisores racionales, no funcionamos así en realidad.
En nuestra vida cotidiana, cuando elegimos qué ruta tomar para ir al trabajo, cuando compramos una gaseosa o cuando frenamos el zapping en la tele y nos quedamos viendo un programa no hacemos un cálculo como el de Pascal, “sentimos” lo que tenemos que hacer. En un proceso inconsciente y super eficiente nuestro cerebro relaciona la información previamente almacenada y nos indica qué hacer.
Esto es aún más impresionante teniendo en cuenta que vivimos en un mundo de incertidumbre. Prácticamente nunca tenemos información completa para decidir. Nuestra mente une los puntos, completando la información parcial para indicarnos que, si el animal tiene cola, cuatro patas, tiene pulgas y hace guau, es un perro. Toda nuestra experiencia acumulada indica eso.
"Las campañas de prejuicios son la otra cara de la moneda de la política de identidad. El candidato genera empatía con un grupo poblacional no sólo por las características sociológicas que tienen en común sino también por los prejuicios que comparten. Ya no se busca crear una gran mayoría de la mitad más uno sino solidificar una minoría intensa que alcance para ganar y listo."
La inagotable fuente de la posverdad
La evolución de la vida social y las comunicaciones permitieron las personas podamos ir accediendo a mucha información sobre hechos que influyen en nuestra vida diaria pero que no pueden ser corroboradas por nuestra experiencia personal. La mayoría de nosotros no fue testigo ocular directo de la llegada del hombre a la Luna, de los goles de Maradona a los ingleses o de la caída de las Torres Gemelas, de la misma manera que no podemos ver a ojo desnudo los átomos, o que no sabemos de primera mano si los agujeros negros, son negros. “No sé, nunca vi uno”. En estos casos construimos una imagen del mundo que nos rodea confiando en la fuente.
En las épocas anteriores a internet, confiar en la fuente era por un lado más simple y por el otro más jerarquizado. Simple, porque las fuentes de información no eran tantas. Con cierta variabilidad en el rigor académico una persona normal tenía para elegir entre un puñado de canales de noticias, diarios, publicaciones y radios, no mucho más. Y jerarquizado, porque los emisores de información creaban una reputación de confiabilidad y legitimidad a través de años de decir “la verdad”. Una verdad chequeada, curada y cuidada. Algo parecido al ámbito académico, donde no cualquiera publica en la revista Nature, o consigue que la Universidad de Cambridge le selle la tesis. En clave foucaultiana, el prestigio y poder de las instituciones definía lo que es verdad para los consumidores.
Hasta que llegaron las redes sociales y rompieron en mil pedazos esa jerarquía. En Facebook o Twitter si un usuario escribe algo impactante y verosímil, cosechará muchos likes y será ofrecido cada vez a más usuarios, sin importar si lo que dijo es verdad. Si el autor es alguien popular el efecto se amplifica. Imagínese usted el impacto, si Messi sube un video antivacunas, por ejemplo. Lo verían cientos de millones de personas en minutos, muchísimos más que los lectores de la revista Nature.

Las redes sociales le dieron voz a todo el mundo sin ningún proceso riguroso de chequeo o peer review. A esto se suma que los medios tradicionales se subieron a competir en la dinámica de las redes sociales creando contenido superficial y llamativo que casi no se diferencia del producido por un influencer en pantuflas. Por lo tanto, hoy los consumidores recibimos más información que nunca en la historia, sin tener una referencia clara de que es verdad. Y todo bien, pero yo no tengo ni tiempo ni ganas de andar investigando para saber si cada cosa que leo es o no fake-news.
El prejuicio como identidad
Nuestro cerebro no está del todo adaptado a este contexto de hiperinformación y, ante el problema, hace lo que sabe hacer. De todos los estímulos que recibe, selecciona como “verdad” los que “tienen sentido” en relación a la información previamente almacenada. Inclusive prejuicios y creencias no basadas en evidencia.
Entendiendo este aspecto de la psicología política, podemos ver en las últimas campañas electorales de todo el mundo a candidatos que centran su discurso en uno o varios prejuicios ampliamente difundidos: La falta de trabajo se debe a los inmigrantes, nuestra economía está mal por culpa de los empresarios, el virus fue creado por los chinos, y mil etcéteras más.
Las campañas de prejuicios son la otra cara de la moneda de la política de identidad. El candidato genera empatía con un grupo poblacional no sólo por las características sociológicas que tienen en común sino también por los prejuicios que comparten. Ya no se busca crear una gran mayoría de la mitad más uno sino solidificar una minoría intensa que alcance para ganar y listo.
Para ilustrar el punto, en la campaña de Trump podíamos ver que su público objetivo era el “hombre, blanco, de mediana edad y bajo nivel socioeconómico, que vive en el centro del país”. Y para aglutinar ese grupo, su discurso se basaba en creencias no basadas en evidencia (prejuicios) compartidas en ese grupo social: “los inmigrantes están ocupando nuestros trabajos”.
Suele ser más fácil definir y solidificar una identidad no explicando lo que somos, sino explicando lo que no somos. No lo que queremos, sino lo que odiamos. No lo que estamos a favor, sino lo que estamos en contra.
"Si bien ha demostrado su efectividad para ganar elecciones en una carrera corta, esta manera de hacer política presenta problemas graves para la posterior gobernabilidad. En otras palabras, quienes polarizan la opinión pública en base a prejuicios después la tienen difícil para gobernar y, sobre todo, para hacer cambios profundos"
Las consecuencias
Si bien ha demostrado su efectividad para ganar elecciones en una carrera corta, esta manera de hacer política presenta problemas graves para la posterior gobernabilidad. Basarse en, y acentuar los prejuicios de una minoría, implica quemar todos los puentes con otros grupos y, por lo tanto, también todas las posibilidades de construir los amplios consensos necesarios para efectuar reformas en un Estado democrático.
En otras palabras, quienes polarizan la opinión pública en base a prejuicios después la tienen difícil para gobernar y, sobre todo, para hacer cambios profundos. Enfatizando el enfrentamiento lo perpetúan y pierden la capacidad de lograr acuerdos amplios para transformar la realidad.
Por otro lado, la moderación de un candidato picante hace que pierda credibilidad, por haber cambiado su discurso, teniendo como consecuencia no solo la imposibilidad de convencer a los grupos que ofendió, sino también la pérdida del apoyo de su base electoral primaria.
Pero más allá de lo dicho, lo más peligroso de esta estrategia confrontativa no es su falta de sostenibilidad en el tiempo, sino el daño grave que produce en el tejido social. La conflictividad y la violencia motivadas en discriminación lastiman profundamente la identidad nacional y los proyectos conjuntos de futuro. Son caminos que los países occidentales ya transitamos con mucho dolor y a los no deberíamos volver.
