
17 de julio 2021
Martín PrietoEscritor, profesor de Literatura argentina en la Universidad Nacional de Rosario.
ESTOY SOÑANDO QUE TE AMO
Estábamos en Pasaporte. Sentados junto a la ventana que mira a la Aduana vieja. La calle vacía y congelada. “Un frío casi Nepal”, dijo mi compañero de mesa, jactándose de citar una canción de La 25 y subrayando el valor de que el letrista hubiese utilizado un sustantivo, un “nombre propio”, precisó, como si fuese un adjetivo. Hablamos de bueyes perdidos, de amigos a los que habíamos dejado de ver y sin embargo seguíamos queriendo, de los discípulos rosarinos de Robert Fripp, de un relato de César Aira titulado “La cena”, de poemas que nos habían gustado y que tenían como tema la ciudad, preferentemente nuestra ciudad. Con cierto espíritu competitivo, los íbamos poniendo de a uno sobre la mesa, a ver si el que proponía uno era mejor, más convincente o, llegado el caso, más raro, que el que proponía el otro. A los dos nos gustaba mucho este de Felipe Aldana:
El centro de mi ciudad/ no tiene nada de centro./ Nace cuando muere el sol/ dominado por letreros./ Mientras la gente trabaja/ toda la ciudad es centro./ En todas partes se encuentra/ el hombre de carne y hueso/ a pechazos con la suerte/ que siempre tiene algún pero./ El centro de mi ciudad/ es hijo de los letreros,/ de los trajes bien planchados,/ de las corbatas de acero./ La sangre de las vidrieras/ corre por la calle al puerto/ y en el agua se confunde/ con el cristal del espejo./ Calle Corrientes señala/ a Calle Córdoba en vuelo:/ melenas de rubio trigo/ apresado en los pañuelos.
Un cuadro de la ciudad vieja, de cuando no parecía que esa ciudad, que era nueva, pujante, comercial, fenicia, futura, fuera a envejecer: los letreros, que fueron dados de baja y retirados por ordenanza municipal, la impecable metáfora “las corbatas de acero”, que calificaba tanto a las mismas corbatas, planchadas, duras, brillantes, como a los hombres que las vestían como una distinción, duros ellos también, fuertes, de acero, como los trenes en que habían llegado a la ciudad, pura esperanza y destino, mutado 80 años después en nostalgia y decepción y, por supuesto, las melenas apresadas en los pañuelos.

Las fotos de nuestras madres, de las madres de cualquiera de más de 50, con sus hermosos pañuelos de seda, cantaba Jaime Ross, “banderines de las carreteras”. Pero también recordamos poemas de otras ciudades, y de todos nos quedamos con este de Marianne Moore, con la última estrofa de ese soberano poema que se llama “El reparador de agujas del campanario”:
Difícilmente podría ser peligroso vivir/ en una ciudad como ésta, de gente simple/ que hace que el reparador de campanarios ponga avisos de peligro/ junto a la iglesia cuando está dorando la sólida/ estrella puntuda que, sobre la aguja,/ representa la esperanza.
Contrariamente a lo que tal vez se crea, ser discípulo no es ser segundón: es comprometerse con una obra a la que se admira y, en ese compromiso, proponerse superarla: no en tanto ser mejor, sino en tanto ser diferente
Pensamos que a ambos nos hubiera gustado vivir una vida, media vida, una temporada, un rato, en esa ciudad imaginaria de Moore donde se ha ajado la pintura del campanario y (esto el poema no lo anota, pero es fundamental) alguien -una autoridad o un empleado municipal, un cura, un transeúnte- ha notado la falla y ha llamado al pintor, y el pintor, llamado C. J. Poole (un saludo desde la trinchera al prurito referencial de la poeta) vestido de rojo, fue a dorar la punta del campanario y puso en la vereda un cartel, en rojo y blanco, que dice “Peligro”. Tiene razón Moore: qué peligro puede existir en una ciudad en la que el peligro es anunciado por un cartel que dice “Peligro”. Y, por vaciamiento de esa misma proposición, qué peligroso se ha vuelto vivir ahora en esta, donde ningún peligro está anunciado y todas las desgracias han sucedido, están sucediendo o van a suceder.
Pero además de en el genio de Moore nos detuvimos en la traducción de Mirta Rosenberg y de Hugo Padeletti. El modo en el que se las habían arreglado para no repetir en la última estrofa del poema la palabra “campanario”, teniendo en cuenta, no solo que en la versión tal vez más conocida, la de Lidia Taillefer de Haya, la palabra, en efecto, se repite:
No podría ser peligroso vivir/ en una ciudad así, de gente sencilla,/ con un reparador de campanarios pone señales de peligro en la iglesia/ mientras dora la sólida/ estrella puntiaguda que, sobre un campanario/ simboliza la esperanza.
Sino que se repite en el original:
It could not be dangerous to be livingin/ a town like this, of simple people,/ who have a steeple-jack placing danger signs by the church/ while he is gilding the solid-/ pointed star, which on a steeple/ stands for hope.

Mirta y Hugo, atentos a sus poemas, a las restricciones que ellos mismos le imponían a sus poemas, le volaron, convenientemente, un campanario a su numen Marianne Moore. Por eso, pensamos, a Mirta le molestaba tanto cuando algún plomo (esa palabra usaba ella) venía a hablarle de “los problemas de la traducción”. Porque, ¿cómo explicar semejante idea de mejora? Hicimos, entre ambos, una compulsa en busca de “el máximo poema de Mirta”. En la suma y anulación de versos hermosos, complejos y cristalinos, prevaleció, sobre todos, este: “Estoy/ soñando que te amo”. No “soñé”. Sino “estoy soñando”. Un poema que parece volar directamente del sueño, en tiempo presente, a la vigilia. Como si la vigilia, en la que se escribe el sueño, también formara parte del sueño. En el que, además, no prevalecen una suma de significantes -una puerta que se abre, un perro ladrador, una billetera- a los que luego, en la vigilia, les pondremos, si los recordamos, un significado tentativo o probable, sino, simplemente, un significado siendo, además, que la poeta dice que no lo hay.
Aquí te espero y estoy en ningún lado, el sitio exacto/ donde te amo. Si el teléfono sonara sería luz/ con sombra de mi madre y agua que vuelve desde lejos/ como un sueño de retazos inalámbricos. Estoy/ soñando que te amo. No hay significado.
Inmediatamente nos acordamos de aquella lectura de Mirta en un congreso en Rosario, en el salón de actos de la Facultad de Humanidades. Estábamos expectantes. Los universitarios -estudiantes, profesores, investigadores- para quienes, mayoritariamente, la poesía es alguien de la familia muy querido, pero medio complicado, al que finalmente se deja de frecuentar, abarrotaban sin embargo el salón. De bote a bote. Mirta, cero captatio benevolentiae, o utilizando su versión inversa -que puede, llegado el caso, como se verá, tener sus mismos efectos- no dijo ni buenas noches. Se subió a la tarima, se sentó, acomodó los papeles y empezó a leer. Un poema detrás del otro. Terminó la lectura con uno magnífico, al que quienes estuvimos allí recordamos como “el de la tortuga”. También así se recuerdan a veces los poemas: el de los bárbaros, de Cavafis, el de Rubén Darío, de Enrique Lihn, el del hermano muerto, de Katherine Mansfield.
Tiene razón Moore: qué peligro puede existir en una ciudad en la que el peligro es anunciado por un cartel que dice “Peligro”
El poema lleva como título su primer verso “Si alguien querría ser una tortuga”. Conviene entonces anotar cómo es el segundo, de modo de completar su sentido: “sería yo”. Es decir: “Si alguien querría ser una tortuga / sería yo”. Autobiografía futura, tiempo condicional, la lengua como un puching-ball rendido a los antojos expresivos de Mirta, maestra de combinaciones métricas, aliteraciones y rimas internas. La poeta que querría ser una tortuga y para quien “poco cuenta que sea lenta/ su marcha en la superficie:/ eso/ me haría durar/ y capaz de entrar al mar,/ -que cubre dos tercios del mundo-/ sabiendo que si me hundo/ gano velocidad”. El salón de actos bramaba. Los estudiantes emitían sonidos guturales como “oooohhh” que parecían el resto, el eco, la extensión, de unos “¡bravo!” y de unos “¡bueno!”. Mirta acomodaba los papeles en señal de cierre y cuando percibió que la ovación y el griterío duraban más de lo que debían haber durado, según una norma no escrita pero que cualquiera sabe comprender, miró al público, dijo: “déjense de joder”. Y se fue.
Tal vez porque más temprano habíamos hablado de aquel buenísimo relato de Aira, en el que “un nombre traía otro, conducido por una práctica de toda la vida ya que la gente pueblerina efectuaba toda su educación intelectual y afectiva hablando unos de otros, y sin los nombres habría sido difícil hacerlo” y donde, además, “cada nombre era un nudo de sentido en el que confluían muchas otras cadenas de nombres”, de Mirta, por contiguidad, pasamos a Hugo Padeletti. Al prólogo de Mirta a la primera edición de la obra reunida Padeletti, donde Mirta cuenta: “lo conocí en Rosario, en 1978. Era docente de estética y artes plásticas en la universidad, en general respetado como pintor y con renombre de buen poeta”. Dos años después, para reforzar ese renombre, Mirta publicó en una revista llamada Proforma, en el que tal vez haya sido su primer y único número, cinco poemas de Padeletti, entre ellos: “Atención/ es una palabra modesta./ No relumbra/ como esplendor, no implica/ trascendencia, no divide/ como dialéctica./ Contiene, eso sí, simultáneo/ e impostergable/ el ojo del semáforo”. Esa titilante luz amarilla llamaba la atención no sólo sobre la obra de Hugo, que se revelaría a un público más amplio a partir de la publicación de sus poemas en el primer número del Diario de Poesía, en 1986, acompañados por una entrevista de Jorge Fondebrider, sino sobre los de su inmediata discípula quien, al firmar su primer libro de poemas, Pasajes, de 1984, no dudó en inicialarlo con unos versos suyos: “Sería fatuidad subestimar/ la sed y el hambre/ el sueño, el sexo, el miedo”. Contrariamente a lo que tal vez se crea, ser discípulo no es ser segundón: es comprometerse con una obra a la que se admira y, en ese compromiso, proponerse superarla: no en tanto ser mejor, sino en tanto ser diferente.

En la conversación -ya lo vimos, una escena parroquial, de gente pueblerina, que pasaba de un nombre a otro, ya casi parecía condición que el nombrado hubiese sino estado alguna vez en ese mismo bar, por lo menos caminado por sus calles aledañas- pasamos de Padeletti a Saer. Porque habían sido amigos, porque se habían dedicado poemas el uno al otro. Pero sobre todo porque nos llamó la atención que esos versos citados por Mirta en su libro de 1984 y publicados por Padeletti por primera vez en 1979 hubiesen sido nombrados, como cita invisible o tal vez, como cita inconsciente o, mejor aun, ni siquiera como cita sino como casualidad, por Saer en una entrevista de Matilde Sánchez, de 1985. Dice Saer: “Desgraciadamene, uno no concede la mayor parte del tiempo a la razón sino a las necesidades: tenemos hambre, miedo, vicios, odio y sexualidad. Ellos se llevan el grueso de nuestra vida”. Esa serie común al asceta y al sibarita traza un arco que nos envuelve a todos. Y cada quien sabrá, cada mañana, cuando empieza su día, cuál es el nombre de la necesidad con la que le toca lidiar primero.
BIBLIODISCOGRAFIA
La 25. “Cruz de sal”. En línea: https://www.youtube.com/watch?v=ICwDcBLmZEc
Felipe Aldana. Obra poética y otros textos. Rosario. Editorial Municipal de Rosario, 2001
Jaime Ross. “Carta a poste restante”. En línea: https://www.youtube.com/watch?v=x3zH1VYUoK4
Marianne Moore. El reparador de agujas del campanario y otros poemas. Traducción de Mirta Rosenberg y Hugo Padeletti, Buenos Aires. Centro Editor de América Latina, 1988.
Marianne Moore. Poesía reunida (1915-1951). Traducción de Lidia Taillefer de Haya. Madrid, Hiperion, 1996.
Mirta Rosenberg. El árbol de las palabras. Obra reunida 1984/2018. Buenos Aires, Bajo la luna, 2018
César Aira. La cena. Rosario, Beatriz Viterbo, 2007.
Hugo Padeletti. La atención. Obra reunida. Poemas verbales-Poemas plásticos. Santa Fe, UNL, 1999
Revista Proforma. Año 1, número 1, Rosario, 1980
Matilde Sánchez. “La literatura es objeto y misterio”. Entrevista a Juan José Saer. Buenos Aires, Tiempo Argentino, 10 de febrero de 1985