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25 de abril 2016

Martín Schapiro

ES LA CORRUPCIÓN, ES LA POLÍTICA

Tiempo de lectura: 9 minutos

Luís Inácio falou, Luís Inácio avisou”, cantaban los Paralamas en 1993, tras la destitución de Collor de Melo, “são trezentos picaretas com anel de doutor”. La banda de Herbert Vianna citaba las palabras del, por aquel entonces, ultracombativo líder del Partido de los Trabajadores que, sin demasiados matices, había declarado que el Congreso de su país estaba manejado por una banda de delincuentes bien vestidos.

Veintitrés años después, Eduardo Cunha, presidente de la Cámara de Diputados de Brasil, encabezó el proceso de acusación que podría terminar con la destitución de la presidenta democráticamente electa y su reemplazo por el vicepresidente.

Integrante del PMDB, convertido en opositor apenas terminada la elección presidencial nacional, con el solo objeto de hacerse elegir presidente de la Cámara. Antiguo funcionario de Collor de Melo, decidió impulsar el impeachment contra la presidenta el mismo día en que Dilma se negó públicamente a interferir con el proceso judicial que lo tiene como acusado, después de que la justicia Suiza revelara que poseía una cuenta no declarada por cinco millones de dólares.

Con estos antecedentes, Eduardo Cunha pudo ser presidente de la Cámara gracias a un sistema electoral que, entre los diputados, promueve el individualismo y la negociación de apoyos por ventajas personales.

En teoría, las bancas de diputados en Brasil se distribuyen proporcionalmente, de acuerdo a los votos partidarios y la población de cada estado.

Sin embargo, los candidatos no se votan por lista sábana sino en forma nominal, sumándose luego los votos de cada partido para asignar las bancas entre los miembros. El sistema no prevé pisos mínimos de ingreso, por lo que cualquier candidato que controle unos pocos votos en un distrito populoso puede hacerse de una banca sin necesidad de ser respaldado por ningún gran partido. Así, en Rio de Janeiro, que elige 46 diputados cada cuatro años, basta obtener poco más del 2% de los votos para obtener una banca sin necesidad de apoyo de ningún partido importante. Por otra parte, al sistema de preferencia nominal se suma el voto electrónico, favoreciendo la dispersión partidaria y el debate de nombres de candidatos por sobre las propuestas políticas.

Nos encontramos entonces con una Cámara de Diputados que, por el sistema electoral, favorece la dispersión partidaria.

En cuanto al Senado, a pesar de un sistema de elección más convencional, la diversidad territorial y el caudillismo regional suman a la extrema descentralización del poder legislativo.

Por último, según la ley electoral, los resultados de los partidos en las elecciones establecen el parámetro para asignar espacio gratuito de televisión en las elecciones presidenciales a cada una de las coaliciones que compiten por la presidencia.

Con tan grandes posibilidades ligadas a cada pequeña parcela de poder, y la facilidad para obtener una, no resulta extraño que el Congreso brasileño tenga más partidos representados que cualquier otro país de occidente, ni extraña la frecuencia con la que los dirigentes mudan su pertenencia.

Este marco sistémico de fragilidad partidaria y representaciones individuales agrava, además un problema común a las democracias; la dependencia del dinero privado para hacer campañas electorales. Fuente de promiscuidad entre el sector público y las grandes empresas, la necesidad de preservación individual promueve intercambios de favores aún más oscuros y menos institucionales que los que suelen involucrar a los partidos como tales.

El PT fue siempre una rareza para la realidad política brasileña. Un verdadero partido, formado originalmente desde el sindicalismo clasista, con una estructura interna bastante funcional. Con libertad de tendencias y disciplina partidaria, permitió incluir en su seno desde trotskistas hasta militantes del catolicismo de base. Asimismo, durante los años de su desarrollo, el PT lograría un diálogo fluido con los principales movimientos sociales que, conservando su independencia, se convertirían en una parte importante de su base de apoyo.

Con estas características, se convertiría en el único partido de masas de la política brasileña, históricamente centrada en figuras.

Apoyado en el carisma de Lula, y un discurso irreductible frente a las lacras del capitalismo periférico del país vecino, conseguiría alcanzar, la segunda vuelta presidencial en 1989, a pesar de reivindicar abiertamente al régimen cubano el año de la caída del Muro. En esas elecciones, Lula sería derrotado en el ballotage por la variopinta coalición encabezada por Fernando Collor de Melo.

Mientras el PT se constituyó como partido de masas, la destitución de Collor de Melo y el exitoso combate a la inflación a partir de la implementación del Plan Real convirtieron al antiguo izquierdista Fernando Henrique Cardoso y a su partido, el PSDB, en representante de las élites industriales y financieras del país.

Las elecciones de 1994 y 1998 traerían sendos triunfos de Cardoso.

Estas dos derrotas mostraron los límites del PT como principal oposición. Apoyado en la clase obrera industrial y una parte de las clases medias urbanas, su discurso irreductible, que incluía estatizaciones y la revisión de la deuda externa, al tiempo que cuestionaba negocios y negociados, difícilmente podía triunfar en un Brasil alejado de las crisis sistémicas.

Tras la devaluación del Real, con el aumento del desempleo a partir de 1999, una nueva coyuntura económica abrió la posibilidad cierta de acceder al gobierno para Lula y el PT. Sin embargo, los miedos difundidos desde los medios y las entidades patronales a un eventual gobierno petista hacían correr el riesgo de, una vez más, morir en la víspera.

La tensión entre principios programáticos y viabilidad electoral fue zanjada entonces en favor de ésta última. Lula y el presidente del partido, Jose Dirceu, decidieron que era hora de llevar tranquilidad a la burguesía.

La designación de un empresario evangélico como candidato a vicepresidente, la “carta a los brasileños”, que prometía no revisar las privatizaciones ni la deuda, y la búsqueda y aceptación del apoyo de sectores empresarios, marcarían el ingreso definitivo del PT en las reglas del sistema político brasileño.

El 1 de enero de 2003, el primer presidente obrero de la historia de Brasil, Luiz Inacio Lula Da Silva, asumía como presidente, con la promesa excluyente de acabar con el hambre que avergonzaba al país.

Lula asumió el gobierno enfrentando una corrida contra el Real, en una coyuntura de elevado déficit fiscal y desempleo e inflación en dos dígitos. En la disyuntiva entre calmar a los mercados, religiosos del ajuste fiscal, y sus promesas de campaña, que requerían expandir el gasto asistencial del Estado.

Como durante todo su primer mandato, optó por intentar satisfacer ambos.

El primer programa “Hambre Cero” vendría junto acompañado de un ajuste en los generosos beneficios previsionales de los trabajadores y funcionarios del Estado.

Con una base parlamentaria reducida (menos de un quinto de los diputados electos eran del PT), el ajuste en las pensiones le costaría la sangría del el ala izquierda del partido.

Con menos de seis meses de mandato, el gobierno se encontraba acorralado en una coyuntura compleja, con extrema dificultad para aprobar reformas legales. Cada medida requería una delicada negociación, que muchas veces incluía el intercambio de apoyos legislativos por cargos y privilegios.

Con el impulso inestimable del boom de las commodities, Lula apostaría por expandir programas sociales y gasto público, y una política de valorización del salario mínimo, dando inicio al proceso de redistribución de la renta más grande de la historia brasileña. Un proceso de mejoramiento sustancial de las condiciones de vida de las clases postergadas, en alianza con los capitales del sector primario y financiero de la economía.

El relativo perdedor sería la poderosa burguesía industrial paulista, a cuyos intereses siempre estuvieron ligados los grandes medios de prensa, acostumbrada a competir en base a los bajos salarios.

En esa realidad, que comenzaba a ser de crecimiento económico, saldría a la luz el primer gran escándalo de corrupción de las administraciones petistas, el llamado mensalão.

La investigación apuntaría a un esquema de compra de apoyos legislativos mediante sobornos, que nunca terminaría de probarse y un esquema de financiamiento de la campaña por fuera de la contabilidad legal que resultó de fácil verificación, dada la habitualidad de esta práctica (la llamada caixa 2) en la política brasileña.

El escándalo puso contra la pared al gobierno de Lula, en momentos en que la discusión de la reelección presidencial y el modelo de valorización del salario mínimo abrían una puja política sobre la distribución de los excedentes generados por la bonanza económica.

El gobierno resultó herido, asediado desde los medios y el Congreso. Renunció el jefe de gabinete, José Dirceu, y el presidente del PT, José Genoino debió abandonar el cargo.

Para enfrentar esta situación, el PT modificó el armado parlamentario. Al costo de muchísimos lugares en ministerios y en el directorio de empresas, amplió la coalición oficialista a nuevos partidos y dirigentes.

El dato más importante fue la incorporación al oficialismo del tercer partido importante de Brasil, el Partido del Movimiento Democrático Brasileño.

Si el PSDB funciona como partido de las élites empresariales, y el PT como partido de masas, el PMDB siempre representó y garantizó los intereses del sistema político.

Desde la vuelta de la democracia, el PMDB fue siempre el primer o segundo partido en cantidad de diputados, senadores y gobernadores del país, a pesar de que nunca logró hacer elegir un presidente por el voto directo de la población. Su enorme laxitud ideológica le permitió ser, alternativamente, el principal garante o adversario de la gobernabilidad de todos los gobiernos, de acuerdo con el sentido de los ciclos políticos.

Con esta coalición política, Lula superó la situación de asedio político y mediático, y, de la mano del crecimiento económico y la mejora de las condiciones de vida de los más pobres, logró una cómoda reelección en las presidenciales de 2006.

En su segundo mandato ampliaría aún más los programas sociales y continuaría la política de valorización del salario mínimo.

En el año 2010, con cerca de 80% de aprobación popular, entregó el gobierno a su jefa de gabinete, Dilma Rousseff.

Sin la habilidad negociadora de su antecesor, Dilma encontraría enormes dificultades para sostener la coalición de gobierno frente a aliados cada vez más demandantes, y un panorama económico global que se tornaba adverso.

Frente a esta realidad, la decisión de mantener políticas expansivas en cuanto al gasto social y valorización salarial permitieron sostener el proceso de redistribución del ingreso y sacar a Brasil, por primera vez en la historia, del mapa del hambre.

Por el contrario, la política de rebajas de impuestos a las empresas no redundaría en crecimiento económico y, si bien consiguió mantener el desempleo bajo, profundizó enormemente el déficit fiscal.

Para las elecciones presidenciales de 2014, el complejo panorama económico y fiscal permitió a la oposición volver a plantearse, con seriedad, ser alternativa de gobierno.

La investigación de un ignoto juez federal de Curitiba, con fama de duro, que alcanzaba en ese momento a un directivo de carrera Petrobras, permitió a los grandes medios de comunicación opositores avanzar contra la presidenta y su antecesor. Mientras, el candidato opositor Aécio Neves, prometía acabar con el despilfarro estatal y, a la vez, mantener los planes sociales.

Los esfuerzos y promesas opositoras quedaron cortos, y apoyada en los sectores más pobres, Dilma Rousseff consiguió la reelección, acompañada nuevamente por el pemedebista Temer.

Pero ni siquiera el triunfo electoral sirvió para calmar la ofensiva.

Las elecciones dejaron a la izquierda debilitada en el Congreso. El PT perdió casi dos decenas de diputados. La bancada de origen sindical se encogió a mínimos históricos, y la agenda de los sin tierra, feministas, LGBTT vio reducida su representación en la cámara. Mientras, tanto en la base aliada como en la oposición, se fortalecieron los bloques evangélico, patronal, terrateniente, y de ex miembros de las fuerzas de seguridad.

Al calor del ajuste fiscal y la crisis económica, el escándalo del petrolão con sus decenas de políticos y empresarios imputados, resultó el combustible para que, al poco tiempo, las clases medias salieran masivamente a la calle a protestar contra el gobierno y a pedir la salida de la presidenta, fogoneadas por la oposición mediática y política.

La crisis política alimentó aún más la crisis económica, y una base aliada lejana desde siempre en el plano ideológico fue abandonando a un gobierno debilitado, vislumbrando más para ganar que para perder con su caída.

Nadie fue condenado en Brasil cuando en 1997, Folha de São Paulo reprodujo el contenido de una grabación de un diputado derechista, asegurando que él y otros cuatro habían cobrado 200.000 reales por habilitar la reelección de Cardoso[1].

Nadie fue imputado por los enormes sobreprecios en la construcción del subte de San Pablo, bastión de gobierno del PSDB.

Mientras Genoino, Dirceu y los dos últimos tesoreros del PT fueron condenados, no por enriquecerse personalmente, sino por la financiación ilegal de las campañas y la cooptación monetaria de parlamentarios, no fueron investigados escándalos similares en distritos gobernados por la oposición, ni los aportes que recibió, a pesar de que fueran similares el volúmen y la identidad de los donantes.

Mencionado como beneficiario de coimas en cinco delaciones diferentes, Aécio Neves nunca fue citado a declarar, mientras Lula fue interrogado coercitivamente, a pesar de haber dado explicaciones en dos ocasiones y haberse presentado siempre que le fue requerido.

Nada de eso importa, ni a la prensa, ni a los moralistas renacidos entre la clase política.

No importa que sólo durante los gobiernos del PT el Ministerio Público y la Policía Federal fueran dotados de la independencia funcional que posibilitó las investigaciones.

No importa que sólo el PT y la izquierda hayan defendido, antes y durante el escándalo, el financiamiento público de la política, como remedio a la promiscuidad con los aportantes privados.

No importa que, tras ser investigado por la prensa y todos los organismos del Estado, las acusaciones de corrupción más serias contra Lula como jefe del esquema petrolero equivalgan a menos de lo que obtenía por dos conferencias como ex-presidente, mientras un simple director de Petrobras “arrepentido” debió devolver más de cincuenta millones de dólares.

No importa que la presidenta no enfrente la destitución por hechos de corrupción, sino por maniobras contables para garantizar el funcionamiento del Estado, habituales en gobiernos anteriores, y a nivel estadual, ni que el vicepresidente haya firmado algunos de los decretos que habilitaron esas maniobras, o que la mitad de los diputados que votaron el impeachment enfrenten acusaciones de corrupción.

Nada de eso importa, porque lo que está siendo perseguido no es la corrupción, sino el PT.

Un partido que decidió, tras años de dar testimonio, que “cualquier progreso real vale más que una docena de programas”. Que abandonar algunos principios era un precio a pagar si a partir de aquello podía mejorarse la vida del pueblo brasileño, y que, para gobernar, había que encontrar un modo de convivir con la burguesía, y con los trescientos delincuentes que controlan el Congreso.

El intento de destitución de Dilma Rousseff y la persecución penal contra Lula, en un sistema que toleró y hasta promovió la corrupción como condición de posibilidad, no es entonces otra cosa que golpismo.

El intento de la burguesía brasileña, desde la prensa, el poder judicial, y su propia representación corporativa de estigmatizar al Partido de los Trabajadores por aquello en lo que es igual a los demás, esconde la embestida para herir de muerte a la agenda de redistribución de la producción y la representación social que lo hacen diferente. El proyecto de una democracia sin lugar para los débiles.

Y paradójicamente, tras décadas de buscar viabilidad incorporándose en el sistema, el PT encuentra sus últimas esperanzas de sobrevivir en la movilización de los excluídos y postergados, que, a pesar de las insuficiencias, debilidades e intermitencias, pudieron, quizás por primera vez en la historia del país, sentir un gobierno como propio.

[1] Folha de S. Paulo, 13 de mayo de 1997

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