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11 de diciembre 2018

Martin Schapiro

ENTRE EL G-2 Y EL G-0

Tiempo de lectura: 6 minutos

Trump, Trump, Trump y Trump. Como siempre desde que es presidente, todas las especulaciones analíticas sobre la reunión del G-20 en Buenos Aires y sus posibles resultados tenían un sólo protagonista y un sólo eje de especulación. Qué haría el presidente estadounidense, cuándo y cómo escenificaría sus objetivos y como sería, si fuera a serlo, confrontado. El protagonismo del norteamericano, tras su decisión de campaña de que le cabía ser el primero en cuestionar abiertamente el rol estadounidense como orientador y garante de un orden primero occidental y luego (caído el Muro de Berlín) global, asumido desde el final de la Segunda Guerra Mundial, ha sido la constante de casi la totalidad de las reuniones multilaterales celebradas desde su asunción.

 Cumbres amigables como la del G-7, un foro de países capitalistas desarrollados, o la APEC, una herramienta de integración concebida de acuerdo al modelo norteamericano, fueron ejemplos recientes de instancias creadas a imagen y demanda norteamericana que no lograron un documento de acuerdo por el desplante de su inspirador. Incluso una instancia absolutamente inocua, como la conmemoración de los 100 años del armisticio que puso fin a la Primera Guerra Mundial, terminó en un pequeño escándalo, con Trump señalando a uno de sus némesis favoritos, Emmanuel Macron, por su baja popularidad, que ligó a su agenda “globalista”, comercial o ambiental. En ese escenario era el turno de la reunión del G-20. Ninguna otra cumbre es tan representativa sobre los problemas de liderazgo del mundo actual. Veinte países que, se supone, estarían llamados a resolver cuestiones de gobernanza global, inicialmente económica, pero luego extendida a otras cuestiones de primordial importancia, como el medio ambiente o las migraciones masivas.

Ninguna otra cumbre es tan representativa sobre los problemas de liderazgo del mundo actual.

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 Un foro informal, que no dicta normas y en el que las resoluciones se toman por consenso de todos sus miembros que, vale repetirlo, son veinte. Y veinte son demasiados. Como ejercicio de imaginación, podríamos pensar que se le hubiera pedido, en marzo de 2015, a todos los aspirantes a presidente, desde Elisa Carrió hasta Sergio Urribarri, pasando por Massa, Macri y la propia Cristina Fernández, que se juntaran a elaborar un núcleo de prioridades común para resolver los grandes problemas del país, que después debería ser incorporado en sus programas de gobierno. No es difícil imaginar el resultado. En el mejor de los casos, un par de hojas en que los aspirantes expresaran su preocupación común por la pobreza, el subdesarrollo, o la inseguridad de modo genérico. En el peor, un griterío en el que unos y otros se dedicaran a confrontarse y asignarse culpas por los males pervivientes.

 El G-20 no es muy distinto de esa escenificación, suavizada por las formas de la diplomacia. Países desarrollados y subdesarrollados. Occidentales y orientales. Democráticos y despóticos. Todas las potencias, todos los países con aspiraciones globales, las principales potencia regionales y hasta algunos países poco relevantes, como Canadá, Italia y la Argentina, difícilmente puedan hallar grandes consensos, aunque sí puedan elegir dar una imagen de unidad o escenificar fácilmente sus disensos, y dar un mensaje en ese sentido al “mundo que mira”. Así, la cumbre del G-20 en 2008, con Obama recién electo, permitió transmitir unidad y optimismo frente a la crisis financiera con epicentro en Estados Unidos, manifestando la voluntad de los principales países de evitar una guerra de monedas. No más que un mensaje. Pero tampoco menos. De ahí en adelante, ninguna reunión pudo mostrar siquiera eso, y la reunión anual se fue convirtiendo, cada vez más, en un muestrario de las pugnacidades de la transición política global. Lejos de las certezas de la Guerra Fría, y del supuesto triunfo de los Estados Unidos y la democracia capitalista liberal que lo sucedió, ni los liderazgos ni las normas aparecen claros.

La capacidad y legitimidad de los Estados Unidos para moldear el mundo, en cuestión tras los fracasos de la invasión a Irak y la crisis económica global de 2008, aparece más debilitada que nunca tras consagrar a un presidente que cuestiona, él mismo, la conveniencia de que los Estados Unidos asuman semejante rol, y aboga por un ejercicio del poder despejado de normas y valores, sin otra referencia que el beneficio mensurable e inmediato. Por otro lado, ningún otro país aparece en condiciones de plantear (y liderar) un modelo alternativo al que los Estados Unidos ya no abrazan.

Lejos de las certezas de la Guerra Fría, y del supuesto triunfo de los Estados Unidos y la democracia capitalista liberal que lo sucedió, ni los liderazgos ni las normas aparecen claros.

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 En cuanto al reparto de poder global, los Estados Unidos aparecen amenazados, tanto en el plano militar como en el económico. En ambos caso la estructura global permite pensar en mapas trilaterales, con una potencia dominante, una emergente y otra en declive. Si bien los Estados Unidos cuentan, abrumadoramente, con las mayores capacidades militares, la reciente Estrategia de Seguridad Nacional del Departamento de Defensa de aquel país demuestra la creciente percepción del riesgo frente al caso de un enfrentamiento a gran escala con China y Rusia.

En materia económica es la Unión Europea, estancada y envejecida, la que ocupa el lugar de Rusia. Un bloque más preocupado por evitar la amenaza su colapso, que ilusionado por la capacidad de expandirse y disputar la hegemonía. Mientras China crece y espera en pocos años que su economía tenga el tamaño de la norteamericana, los Estados Unidos mantienen el privilegio exorbitante de que su moneda nacional sea también la moneda de reserva global. El marco de competencia creciente permite, además, que potencias de vocación regional desarrollen políticas crecientemente asertivas, apoyándose en asociaciones con unos u otros y manteniendo, siempre, conveniente distancia.

 No es de extrañar, entonces, que las mayores expectativas sobre el G-20 estuvieran puestas en lo que se pudiera resolver a nivel bilateral. ¿Qué pasaría entre Rusia y Estados Unidos o la Unión Europea, luego de su renovado enfrentamiento con Ucrania? ¿Cómo seguiría el enfrentamiento entre Turquía y Arabia Saudita, donde por encima del esclarecimiento del salvaje asesinato de Jamal Khashoggi, se dirime una disputa por el liderazgo del mundo árabe? ¿Qué podrían discutir May y los liderazgos continentales sobre Brexit? Las mayores expectativas, sin embargo, estaban puestas en lo que sucedería en la reunión bilateral, posterior a la cumbre, entre Trump y el líder chino, Xi Jinping.

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 Si Buenos Aires empezó con especulaciones sobre la continuidad misma del G-20, con la secretaria de prensa de la Casa Blanca reafirmando a China como un enemigo, y los ministros de relaciones exteriores chino y francés anunciando junto al Secretario General de la ONU una apuesta por profundizar el multilateralismo y el acuerdo climático de París, para el final del viernes, el panorama era algo mejor. La firma de un nuevo acuerdo comercial entre Canadá, México y Estados Unidos, si bien programada, permitió escenificar acuerdos en áreas donde el gobierno norteamericano había mostrado objeciones, y la preocupación ante la posibilidad de anticipar escenarios de ruptura entre economías que se mantienen integradas e interdependientes a pesar del enfrentamiento. Argentina aprovechó su irrelevancia para constituirse como un anfitrión confiable, planteando una agenda de baja intensidad destinada a no intensificar ningún conflicto, y la cumbre de líderes fue coronada por la firma de un documento conjunto, el primero en un foro multilateral de importancia en varios meses. Nada hay en el documento que permita pensar en verdaderos acuerdos, en soluciones globales a problemas que, cada vez más, tienen ese carácter.

Mientras China crece y espera en pocos años que su economía tenga el tamaño de la norteamericana, los Estados Unidos mantienen el privilegio exorbitante de que su moneda nacional sea también la moneda de reserva global.

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 En todo caso, si por algo habrá de recordarse la reunión de Buenos Aires, será por aquello que pudo evitarse. Una sensación que se incrementó cuando, por la noche del sábado, Donald Trump y Xi Jinping decidieron suspender las sanciones comerciales recíprocas previstas y embarcarse en una negociación de noventa días en busca de un acuerdo que, de darse, significaría un respiro para muchas de las inquietudes que aquejan a los observadores de la coyuntura global.

 Entre las incertidumbres e incapacidades del liderazgo global, y un mapa en el que dos actores se despegan nítidamente de los demás en cuanto a su poder y potencialidad militar y económica, transcurrió el acontecimiento internacional que, con vocación hiperbólica, Mauricio Macri calificó como “el más importante de la historia argentina”. Queda poco de aquel  orden liberal, democrático, abierto y capitalista con el que algunos soñaban poner fin a la Historia e inaugurar un ciclo de prosperidad. Aquel occidente triunfante hoy se muestra incapaz de exportar normas y valores, en crisis incluso fronteras adentro, mientras los llamados a reemplazarlo no se muestran siquiera interesados.

Por otro lado, ningún otro país aparece en condiciones de plantear (y liderar) un modelo alternativo al que los Estados Unidos ya no abrazan

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 Mohammed Bin Salman, el príncipe heredero de Arabia Saudita, está acusado de haber ordenado el asesinato de un periodista, residente en los Estados Unidos, en una sede diplomática en el extranjero. Su protagonismo en la cumbre era el que se otorga a los villanos. La prensa occidental hablaba,antes de la cumbre, de alguien destinado a convertirse en un paria, una mancha venenosa para los demás líderes. Arabia Saudita es uno de los más firmes y antiguos aliados de los Estados Unidos, y se alineó siempre a los intereses occidentales. Acorralado, sin embargo, el Príncipe Heredero aprovechó Buenos Aires para mostrarse sonriente, intercambiando bromas con el presidente Vladimir Putin, y reunirse con los líderes de Indonesia, India y China. MBS sabe que no recibirá allí ningún reproche amargo. Y sabe que en el mundo que viene, quienes lo recibieron de brazos abiertos son los que van a ocupar, de un modo u otro, el centro de la escena.

putin

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