
Hay un elefante en la habitación: en esta reseña no voy a señalarlo. Acá no hay spoilers.
El diario no hablaba de ti, me hablaba a mí.
El premio Nobel Juan Rulfo lo expresó a su manera: hay sólo tres temas sobre los cuales se puede escribir y son amor, vida y muerte. Fue, si se quiere, unos pasos más adelante que Alejandro Dumas, quien comentó que en realidad sólo habían dos grandes temas, vida y muerte. Borges tiene también algo para decir, clasifica en cuatro las grandes historias que volveremos a contar una y otra vez. Resulta una perogrullada decir que hay temas que son hijos de su tiempo, que son sintomáticos de procesos que nos tienen inmersos en ellos. Black Mirror no escapa a la lógica, pero por qué si Aldoux Huxley u Orwell ya han escrito de esto (entre tantos otros), no han tenido tal vez la repercusión y penetración de la serie craneada por Charlie Brooker. Me voy a valer de Antonio Machado para explicarme: no es ojo porque lo veamos, es ojo porque nos ve. Los temas están ahí, una pulsión latente, seamos capaces de ponerlo en palabras o no. A propósito de esto, es remarcable observar cuantas de las últimas producciones que dio de sí el cine argentino el tema latente es la búsqueda de justicia, o la justicia en sí misma. Desde Nueve Reinas, pasando por La odisea de los giles a El secreto de sus ojos (qué decir de Relatos Salvajes y Argentina 1985), es la justicia el elefante en la sala, lo alcanzable en la fantasía. Llamativamente (¿o quizás no?), fueron también las películas que más repercusión tuvieron entre la sociedad. El artista expone su obra y la gente la hace propia. Oscar Wilde cerró esta idea a su manera: “art reveals more about the one who interprets the art than the artist itself”.
Una de las aristas que aborda Walter Benjamin en su libro La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica (1935), es la capacidad del arte para predecir el futuro. De anticiparse a él. De describir lo que de alguna manera vamos a terminar viendo. No pretendo aburrir enumerando paralelismos que podemos encontrar entre nuestras vidas y capítulos de la serie de Charlie Brooker, eso queda a juicio de cada uno. A mi criterio, es lo que ha hecho de la serie el éxito que es, lo que le ha dado el peso específico que tiene. Nos reconocemos, nos ruborizamos, lo comentamos y seguimos (¿lo habrá anticipado Matt Groening con el Tomaco?). En un mundo donde la sorpresa y el estímulo permanente es buscado, cabe preguntarse por qué una serie que ya sabemos de qué trata y de qué nos va a hablar, nos sigue cautivando. Puede que el tema en sí tenga menos sorpresa que el resumen de la tarjeta de crédito, pero hay fascinación en vernos, reconocernos. Ese es para mí el mayor de éxito de la serie. Nos atrae, nos interpela, es el morbo de vernos y de reconocernos, de quedarse hablando de los episodios y adivinar hacia-donde-va-el-futuro (permítaseme la jerga). Un cineasta francés, Jean-Luc Godard lo dijo mejor, “art attract us only by what it reveals of our most secret self”.

Hay un gran acierto del equipo que produce Black Mirror en general. El público objetivo de Netflix es en gran mayoría millenial, estimativamente en un 47%, ¿qué quiere decir esto? Es la generación que escuchó a su abuelo hablar del telégrafo. Los que atestiguamos que si queríamos tener internet en la computadora no teníamos que levantar el teléfono fijo, los que lloramos cuando Pikachú abandonó a Ash y levantamos las manos para la Genkidama. Vimos todo el proceso, tenemos un vistazo de cómo era antes y sospechamos de hacia dónde vamos. Nos resistimos a ser el tío amargo que decía que todo era mejor ayer cuando vemos a sobrinos e hijos de amigos pegados a un dispositivo móvil. Estamos en el pasaje de no quedarnos dormidos para ver al Ratón Pérez, a convertirnos en él. Perdón el divague, a veces pienso que aquellos tiempos se fueron a la… a la… bueno, está feo decir malas palabras en reseñas. Retomando el hilo, nótese la edad que tienen la mayoría de los personajes en los episodios. No todos viven en una mansión ni en un video de reggaetón, sino que alquilan, tienen dilemas sobre la paternidad, ni qué hablar del trabajo y la suspicacia en los vínculos humanos. Y eso es parte del atractivo mayúsculo de la serie, somos la generación que vio otra cosa, pero que nos cuesta replicar ese mundo. Rana Foroohar, columnista del Finantial Times da en la tecla: todas las cosas que están asociadas con una vida promedio y feliz de clase media (dos hijos, casa, perro, huerta en el jardín), no son accesibles para las personas de menos de 30 años. Nos quedan lejos. Aunque sea lateralmente, Black Mirror también aborda esta faceta de nuestra generación. Habla de nosotros hablándonos a nosotros.
El tema principal de la serie no es la distopia ni si el sentido de nuestras acciones nos está llevando a un lugar deseable, sino la deshumanización. Es ciencia ficción en su definición neta, sin embargo tiene la amabilidad de que salvo en honrosos episodios la rana se transforma en príncipe. No es nos guste ver el mundo arder, es que los cuentos donde los buenos ganan nos suelen quedar un poco lejos cuando terminamos cada episodio y lo contrastamos con nuestra vida cotidiana teniendo que pagar el alquiler o viendo el Home Banking.
El tema principal de la serie no es la distopia ni si el sentido de nuestras acciones nos está llevando a un lugar deseable, sino la deshumanización. Es ciencia ficción, sin embargo tiene la amabilidad de que salvo en honrosos episodios la rana se transforma en príncipe
El rally de los episodios es muchas veces igual aunque distinto: un apéndice extraordinario nos facilita tomar una decisión, dispara una acción que aparentemente dominamos, y que suele derivar en que lo que percute es en realidad la bala de la recamara que dispara Gavrilo Princip (el asesino del archiduque Franz Ferdinand). Un escándalo inusitado hasta por el mismo protagonista, que se ve superado por la situación. Hay un atributo de estupidez en la maldad, y en algunos episodios, esa maldad parece realizada porque nos alejamos de nuestra propia integridad, nuestros atributos más íntimos, nuestros defectos más inherentes.
No creo que la tecnología nos idiotice, mientras iluminamos algunas regiones del cerebro, otras se oscurecen y quedan en desuso. La discusión no es nueva, y no es necesario remontarse a los luditas (los primeros excluidos con la incorporación de la tecnología en el mundo del trabajo, quienes destruían las máquinas que los reemplazaban) para hablar de los desencuentros con la tecnología, o situaciones donde culpar al avance tecnológico es la manzana que nos arrima la serpiente. El padre de Cayetano Santos Godino -El Petiso Orejudo para los amigos- fue uno de los tantos empleados que perdió su trabajo cuando Figueroa Alcorta, en el contexto de las celebraciones del Centenario, dotó a Buenos Aires de alumbrado público eléctrico. Sin poder reinsertarse, habría comenzado a ahogar sus penas en la bebida, paulatinamente a violentarse con sus hijos y familia. Es una obviedad sin embargo aclarar que correlación no implica causalidad. Un parpadeo en la línea del tiempo es un hombre dentro de un tanque, el tercer episodio de la serie de la que hablamos es todo un sistema dentro del cuerpo, al servicio de nosotros mismos. Es lo que hacemos con ella y no otra cosa.

Comentábamos unos párrafos antes que cada tanto el arte nos sorprende y anticipa al futuro, una de las interpretaciones posibles que nos deja la obra de Benjamin. A decir de Alejandro Dolina, los refutadores de leyendas pueden olerme la yugular y acotar que los autos no vuelan, y que los avances tecnológicos de películas como Volver al futuro se han quedado cortos. Si se permiten dudar, lean sobre Aquiles Sioen, quien en 1879 escribió Buenos Aires en 2080. Con maquiavélica proporción áurica, este inmigrante francés acertó en cosas como la población de Buenos Aires de hoy y… prometí no spoilear. Quiero sin embargo traer a colación a Oscar Wilde, quien en un ensayo interesantísimo titulado de The decay of lying expuso que es la vida quien imita al arte, más que el arte a la vida. Propedéutico a ello, es la naturaleza la que en última instancia termina copiando al arte.
De esto último hay en Black Mirror tantos ejemplos posibles como situaciones en las que nos reconozcamos. Permitáseme la estética del “Lobo” Cordone para este apartado ¿Sistema de puntos para calificar a una persona? Hay un episodio de ello en Black Mirror, ¿una muerte inducida por el hostigamiento en redes sociales? Eso ya se ha visto ¿desequilibrios emocionales severos por la calificación que recibimos en una plataforma? Ja, contame otro ¿elecciones políticas maquilladas por el efecto de la tecnología? Vos también mostro ¿Simulacros digitales provocan distorsiones analógicas? Eso está por verse. Bueno, si ya jugabas videojuegos en el siglo pasado (perdón por el golpe bajo), habrás notado que muchas transmisiones de partidos -del último mundial sin ir más lejos- se han terminado por asemejar a los videojuegos. Fuerzas de seguridad entrenando con videojuegos, invasiones que se recrean y simulan antes en mesas de arena que no son otras cosas que partidas de videojuegos. La lista puede seguir y seguir, hasta terminar por parecerse demasiado a sí misma.
El orden que dilucida Black Mirror parece tan insípido como insumiso, y a pesar de ello sería tan mezquino domesticar ese caos como absurdo pedirle al mundo que se detenga y deje de innovar tecnológicamente.
¿El mundo será Tlön?
Tal vez no quede del todo claro cómo vamos a terminar, las consecuencias últimas de nuestras acciones, aquel lugar hacia el que nos dirigimos. El orden que dilucida Black Mirror parece tan insípido como insumiso, y a pesar de ello sería tan mezquino domesticar ese caos como absurdo pedirle al mundo que se detenga y deje de innovar tecnológicamente. No todo se ha ido a la mierda, que es la palabra que me dictaba mi inconsciente y gritaban mis ganas un rato antes. Charlie Brooker expone su obra, yo la profano y la hago propia, me sorprendo de lo entibiado que estoy en la cocción de la tecnología y las redes sociales, entre plataformas varias. Una nueva notificación llega al celular, y siento que la necesidad de ver de qué se trata es más fuerte que yo. Tal vez ahí haya deshumanización también. No lo sé, me asusta pensarme así. Espero que alguna producción artística audaz y valiente hable de nosotros, hable de este trance, y se atreva a poner el dedo en la llaga, también ahí donde nos incomoda y más nos cuesta vernos: la generación intermedia, la que estuvo mientras lo viejo moría y lo nuevo nacía, la que vio entre los claroscuros las dentelladas de los monstruos que creó.
Si nos paramos en el punto de encuentro que hay entre las visiones tanto de Benjamin como de Wilde, quizás la pregunta no sea ya si Skynet va a regir nuestras vidas en un futuro, sino cuan entibiados estaremos para aquel momento.