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25 de abril 2017

Agustín Cosovschi

EL GOBIERNO DE CAMBIEMOS, ENTRE HAVEL Y LACLAU

Tiempo de lectura: 6 minutos

En su libro “Making Capitalism Without Capitalist”, Gil Eyal, Ivan Szelenyi y Eleanor Townsley analizaron la transición poscomunista de los años ’90 en Europa Central como el producto de una nueva alianza social formada por dos grandes sectores: por un lado, tecnócratas y gerentes de empresas estatales del período socialista, convencidos de la necesidad de abrir el mercado y privatizar la economía para imponer una lógica de gestión racional sobre las empresas; por otro lado, intelectuales disidentes desencantados con el proyecto del comunismo y convencidos desde los años ’70 de la imposibilidad de reformar el socialismo desde adentro. Según los autores, este nuevo bloque social es el que no sólo habría conducido la transición poscomunista en Checoslovaquia, Hungría y Polonia, sino que habría sido la fuerza social capaz de articular un proyecto por demás ambicioso: el de intentar construir un capitalismo allí donde no existían los capitalistas. Una revolución capitalista desde arriba.

Una afinidad electiva explica la convergencia de estos grupos sociales: la que se produjo entre el proyecto económico de tecnócratas y gerentes, formulado ya desde los años ’70 ante las limitaciones que el comunismo oponía al desarrollo del mercado, y el discurso de oposición al régimen articulado por los intelectuales disidentes desde los años ’80. Este discurso, organizado alrededor del concepto de sociedad civil, tenía ante todo la virtud de la sutileza: según los autores, fue la herramienta que permitió a una intelectualidad otrora de izquierda socializarse en un nuevo sistema de valores. El lenguaje de la sociedad civil, horizonte utópico y moralista de individuos autónomos, libres y responsables, no hacía mención de la burguesía, ni de la explotación, ni de la desigualdad económica.

asumir las premisas del liberalismo sin aceptar explícitamente el capitalismo

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La intelectualidad disidente pudo así asumir las premisas del liberalismo sin aceptar explícitamente el capitalismo. Al menos no en sus inicios: más tarde, con la articulación de una oposición formal al comunismo, la apertura electoral y la introducción de la economía de mercado llevarían al poder a tecnócratas, gerentes e intelectuales que gobernarían Europa Central en los años ’90 con un discurso que se apoyaba en dos pilares: el liberalismo político de los años ’80 y el monetarismo. Entre ambos existía más de una afinidad: por caso, el ideal de un sinceramiento que debía ser político ante el autoritarismo a la vez que económico ante las distorsiones de la interferencia estatal, la concepción no intervencionista del gobierno y el fuerte legalismo eran todos rasgos que habilitaban la conjugación de ambos discursos en un proyecto de reforma integral de la sociedad.

Fruto fresco de esta nueva alianza fue la terapia de shock. En el contexto de los tempranos años ’90, el recorte masivo del empleo público y la oleada de privatizaciones fueron conceptualizados por los intelectuales, formadores de opinión en la esfera pública, como el costo que las sociedades centroeuropeas tenían que pagar por haber sido cómplices económicos y morales de los regímenes comunistas. Había que atravesar el dolor del ajuste para expiar los pecados del pasado: no sólo el pecado económico de haber vivido del paternalismo estatal por encima de las posibilidades, sino el pecado moral de haber callado durante décadas de represión y censura. La terapia de shock no era solamente un sacrificio económico, sino un ritual de educación y purificación ciudadana.

Había que atravesar el dolor del ajuste para expiar los pecados del pasado

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La experiencia poscomunista centroeuropea tiene algunas resonancias en la Argentina contemporánea. Desde diciembre de 2015, el actual gobierno argentino ha articulado un discurso que dice a propios y a ajenos, a locales y extranjeros, que Cambiemos es la fuerza política de la transición argentina. Según el discurso del presidente Macri y de muchos de sus principales voceros, la Argentina está atravesando un proceso de cambio que no es sólo de orden económico y político, sino social, cultural y hasta espiritual. Se habló de una revolución de la alegría, fórmula insustancial si las hay. Pero la fraseología new age es más que un artificio de comunicación política. Es uno de los signos que revela que el gobierno busca operar un cambio estructural en la sociedad argentina, en sus costumbres y sus valores.

Como toda transición, la de la Argentina tiene un costo que deberán pagar sus habitantes: el de los crímenes del pasado. “Argentina se está poniendo de pie tras el despilfarro y la corrupción”, sostuvo el presidente en marzo. El gobierno, así como muchos de los actores que lo acompañan, han caracterizado el período precedente como uno de paternalismo y dependencia. La sociedad argentina, considera, no sólo se ha acostumbrado a vivir por encima de sus posibilidades, sino que además tiene el vicio de creer que hacerlo forma parte de sus derechos. Luego de años de oscuridad, ahora es preciso operar sobre ella una transformación: como diría Carlos Pagni, la de una sociedad subsidiada en una sociedad competitiva.

Según el discurso del presidente Macri, la Argentina está atravesando un proceso de cambio que no es sólo de orden económico y político, sino social, cultural y hasta espiritual

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Esta transformación se realiza por dos vías paralelas. Por un lado, la de la reforma económica, en particular a través de medidas como el aumento de los servicios públicos y la apertura a las importaciones. El uso del concepto de sinceramiento expresa que se trata de medidas de orden moral: la sociedad argentina ha sido partícipe de un engaño, y debe pagar un costo para poder vivir de manera auténtica. El costo es alto, pero necesario: si la vida anterior era más barata, era porque no era la vida real. La autenticidad cuesta caro.

Por otro lado, estas medidas económicas se combinan con la articulación de un discurso pedagógico: “si en invierno estás en remera y en patas, consumís de más”. Al gobierno se le puede reprochar frivolidad, pero no falta de esfuerzos comunicativos. Desde diciembre de 2015, el presidente, sus voceros y ministros no han dejado de transmitir a la sociedad la necesidad de aceptar la frugalidad como valor central. Los intelectuales centroeuropeos recurrían a su trayectoria como disidentes durante el comunismo para legitimar el pedido de un sacrificio a la sociedad durante los años ‘90: si nosotros nos entregamos para luchar contra el régimen, ustedes pueden sacrificar su comodidad. En la Argentina actual, no hay intelectuales sacrificados entre los voceros de la transición, sino empresarios y gerentes cuyo pedido de austeridad se legitima en el prestigio que confieren sus trayectorias. Si han sabido gestionar una empresa, bien deben saber gestionar una vida.

si la vida anterior era más barata, era porque no era la vida real

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Al menos dos grandes diferencias separan este experimento argentino de refundación económica y espiritual de las experiencias centroeuropeas de los años ’90.

En primer lugar, es evidente que las reformas económicas del gobierno de Cambiemos han constituido apenas un shock tibio. Más allá de las declamaciones de quienes analizan la política del gobierno sólo en busca de confirmar su disidencia, la política del gobierno es eminentemente gradualista. Una decisión cuyas consecuencias pueden pesar en la balanza de pagos del futuro, sobre todo en la medida en que uno de los mecanismos elegidos para contrarrestar algunos de los efectos sociales más graves del ajuste ha sido el de sostener el gasto público y financiarlo a través del endeudamiento externo. Pero el punto es otro: dado que nuestro país no sale del comunismo sino apenas de un populismo mild, a diferencia de lo que ocurrió en la Europa Central de los años ’90, el shock en la Argentina actual es una terapia de baja intensidad. Al lado de la economía húngara, que se redujo un 20% en tres años y que destruyó más de un millón de puestos de trabajo con la desarticulación del sistema comunista, la economía argentina parece gozar de buena salud.

La otra gran diferencia es más bien reciente y concierne, una vez más, a la caracterización del pasado. Más específicamente, al hecho de que el gobierno ha comenzado a modular su identidad política de una forma novedosa. Si en un principio el discurso de Cambiemos presentaba los dolores de la transición como un costo a pagar por la complicidad de la sociedad con un régimen de despilfarro y corrupción, la radicalización del último mes parece indicar que esta lectura puede modificarse. Apoyado por encuestas de opinión y por la marcha del 1 de abril, el gobierno comienza a apuntar contra actores sociales que ha reconocido como representantes del Antiguo Régimen. Docentes, sindicalistas y piqueteros, así como también científicos y actores, han sido identificados por su complicidad con un sistema de derroche e irresponsabilidad que perjudicó al resto de la población. En las redes sociales, siempre listas para traducir a un lenguaje de mayor intensidad todo lo que venga de la política, es fácil ver cómo esta tensión se alimenta de una fantasía recurrente en el imaginario argentino según la cual “todos reciben subsidios menos yo” y “toda iniciativa estatal es un kiosco de corrupción”. Estaríamos ahora en vías de recorrer el camino que va de la unión de los argentinos a la unión de algunos argentinos: los buenos, los que trabajan, contra los otros, aquellos incapaces de renunciar a la tutela del Estado, la corrupción y la dependencia.

Docentes, sindicalistas y piqueteros, así como también científicos y actores, han sido identificados por su complicidad con un sistema de derroche e irresponsabilidad que perjudicó al resto de la población

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Vale la pena detenerse aquí, donde parece avistarse un giro en la construcción discursiva de Cambiemos. La eventual decisión de reemplazar el discurso de la expiación social integral por el lenguaje de la división social radical quizás señale una forma novedosa de abordar la tarea del gobierno. Tal vez se trate de un período nuevo y, si así fuera, deberíamos cambiar la literatura con la que analizamos la estrategia de la alianza gobernante. Quizás debamos devolver los libros de Vaclav Havel a la biblioteca y reemplazarlos, una vez más, por los de Ernesto Laclau.

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