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16 de abril 2022

Juan Di Loreto

EL FIN DE LA POSMODERNIDAD

Tiempo de lectura: 4 minutos

Un cambio de época es, sobre todo, un cambio en el lugar que ocupan las cosas. Por eso el sentido se desplaza. En algún momento nos damos cuenta que eso ya no es lo que era. Y un poco sucede con la vieja y querida posmodernidad. Para los cánones “modernos”, es decir, para los movimientos de los años setenta para atrás los “posmos” eran tipoS livianos, que no se tomaban las cosas en serio.

La posmodernidad fue un momento de la historia política, intelectual y estética que respondía a la caída de los llamados “grandes relatos”. En la Modernidad todo se escribía en mayúsculas: Estado, Sujeto, Revolución, Trabajo, etc. Porque los movimientos de la sociedad privilegiaban una estructura macro sobre la particularidad, lo diverso, que vino a recuperar (y bien) la posmodernidad. El trazo de una época era afinado por los muchachos que escribían allá por los ochenta y noventa.

La posmodernidad ya fue, murió entre pastiches y parodias de parodias y la ilusión de eternidad del comercio de los bloques económicos

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Una época también son las palabras que usamos para pensarla. Así, a los posmos se los tildaba de despolitizados porque dejaban de lado categorías como “clase”, que ya no explicaban del todo lo que estaba pasando. En su extremo, llegaron a decretar el fin de la Historia (en términos de hoy: cancelaron a Hegel y a Marx), porque el mundo bipolar de conflictos había finalizado con la implosión de la Unión Soviética. Si no hay clases, no hay lucha y sin lucha no hay Historia que avance. 

Pero la posmodernidad ya fue, murió entre pastiches y parodias de parodias y la ilusión de eternidad del comercio de los bloques económicos. Un tiempo que parecía liviano, pero que no era un tiempo de desesperanza absoluta (aunque parecía). Pero no porque lo posmoderno sea “bueno”, sino porque, al menos en Argentina, armó relatos que hacían sentido y organizaban el campo político cultural. Es decir, una mala época pero con significado. El gran ejemplo posmoderno era el menemismo, que organizó y creó un país con un sólido relato (incluso demasiado sólido, lo que finalizó con una catastrófica salida de la convertibilidad y un tendal social). Las reglas de la época eran tan claras como terribles: libre mercado a ultranza, importación, alineamiento occidental. Pero a pesar de lo dura, no era una época sin esperanzas porque se tenía por qué o contra qué luchar. Tener un poder claro del otro lado es una tranquilidad porque organiza los proyectos políticos. En algún punto, la posmodernidad se estiró hasta la primera década del Siglo XXI, pero el giro cultural (¿conservador?) que hoy vemos ya estaba ahí, minúsculo, todavía fragmentado. Un solo ejemplo: cuando se propuso borrar los cigarrillos de fotografías de íconos culturales. En nombre de una buena causa (lucha contra el tabaquismo) se proponía falsear documentos históricos.  

Más allá de la posmodernidad, la actualidad nos encuentra en un momento difícil de visualizar lo que antes era claro. Lo que llamamos “el poder” es del estilo de la esfera de Pascal: está en todos lados y en ninguno al mismo tiempo. El Estado sigue siendo un lugar con dirección postal, pero el otro poder se mudó hacía aquella frase de Marx: “todo lo sólido se desvanece en el aire”. Volviendo: el campo político y cultural no está claro y Portantiero vuelve como Pancho por su casa y la lectura del “empate hegemónico” encuadra perfectamente con nuestra realidad. Hay fuerza para impedir, pero poca fuerza a la hora de instituir, de construir algo aceptado por más del 30% de la población. Esto se traduce en una falta total de sentido, donde “no hay manera de proyectar NADA”, como dice el escritor Horacio Bonafina.

Lo que llamamos “el poder” es del estilo de la esfera de Pascal: está en todos lados y en ninguno al mismo tiempo. El Estado sigue siendo un lugar con dirección postal, pero el otro poder se mudó hacía aquella frase de Marx: “todo lo sólido se desvanece en el aire”

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Un momento del mundo ocupado en la impugnación de cualquier acción del otro, con una moralidad a flor de piel que prácticamente ha acabado con cualquier discurso que incomode un poco. No porque esos discursos no existan, sino porque la amenaza de cancelación hace trabajar la autocensura como nunca. Estamos a la deriva, sin proyecto moderno ni proyecto posmoderno que haga metáfora en un gobierno que no va a ningún lado (y si va, no se nota o es tapado por la total falta de logística política para resolver la gestión). Una era sin sentido donde lo social termina encontrando su forma y contenido en las posiciones más extremas y simplistas. Por eso las derechas son efectivas: simplifican y dan soluciones (no importa realmente si esto funciona, pero sí funcionan en términos de creencia). “Dolarizar”, por ejemplo, soluciona de un plumazo el gran drama argentino. Trabajar el sentido común es hablar el lenguaje de lo social sin tamiz político. Fórmulas sencillas y convincentes

Diferente, aggiornada, retorcida, social mediada… esta época que no sabemos cómo se llama pero sí sabemos qué es lo que le falta: la construcción de un sueño colectivo, de un proyecto de país. Sí es una época del retorno de lo peor de la Modernidad, guerras, discursos de odio y un horizonte sombrío adornado con la premisa que hizo famosa Mark Fisher: un mundo que solo puede imaginar su fin. Ya sabemos dónde es ese fin, falta saber cuándo.

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