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25 de agosto 2022

Juan Rapacioli

EL CUERPO ES LA REALIDAD

Tiempo de lectura: 4 minutos

Más de una vez, a lo largo de las décadas, David Cronenberg ha evitado definirse como un cineasta. Dicho de otro modo, ha eludido fijar en el cine su última intención expresiva. “Si el cine desaparece, igual voy a escribir una novela”, dijo alguna vez, señalando que sus películas no nacen del amor a otras películas. En ese sentido, Cronenberg se mueve por la vereda opuesta de Scorsese, Tarantino y Sean Baker, pero también de John Carpenter o Wes Craven, reformuladores de una tradición del horror que el director de The Fly mira con distancia. Más cercana a la de un escritor o filósofo, su obra se resiste -a pesar de la insistencia de cierta crítica especializada-, a ser concebida en base a temas. Es decir, Cronenberg no está pensando en el tema del cuerpo intervenido por la tecnología, sino que, desde que irrumpió en 1975 con Shivers, está preguntándose por la violenta realidad del cuerpo como territorio en disputa, zona de operaciones secretas y, en definitiva, organizador de la existencia. ¿Qué es un cuerpo?, la pregunta que el canadiense viene haciéndose desde hace más de 50 años, alcanza en Crimes of the Future dos dimensiones simultáneas: la de un ensayo biopolítico y la de un poema distópico más inmediato que futurista.

Cronenberg no está pensando en el tema del cuerpo intervenido por la tecnología, sino que, desde que irrumpió en 1975 con Shivers, está preguntándose por la violenta realidad del cuerpo como territorio en disputa, zona de operaciones secretas y, en definitiva, organizador de la existencia.

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Ambientada en una suerte de playa terminal ballardiana, la película -filmada en Atenas- condensa muchas obsesiones del autor de Rabid: un mundo en decadencia, una sexualidad que se tensiona con la pulsión de muerte, una disputa de poder sobre el control de los cuerpos. En ese futuro impreciso, donde la especie humana ya no siente dolor y la cirugía es el nuevo sexo, Saul Tenser y Caprice, una pareja de artistas performáticos, ofrecen un espectáculo que fascina al público frívolo: una disección en vivo de los órganos que se multiplican en el interior de Saul, extraídos con erótica teatralidad por Caprice. El acto de intervenir un cuerpo y producir, al mismo tiempo, efectos repulsivos y atractivos es una clave de la poética de Cronenberg y, en esta película, encuentra resonancias con hitos de su carrera como Videodrome y Dead Ringers, donde la transformación de la carne produce una nueva realidad (long live the new flesh). Pero no se trata de una invasión externa, sino de una asimilación interior: una extensión de las posibilidades físicas llevadas al extremo.

La pregunta, entonces, no es solo sobre el qué del cuerpo, sino sobre el cómo: cómo funcionan (o no) los cuerpos enfermos, intervenidos, operados, quebrados y vueltos a armar. Es en las entrañas, sugiere Cronenberg, donde se aloja la semilla del futuro con su potencia destructiva, pero también creativa. Por eso, aunque se siga insistiendo en llamarlo el maestro del body horror, habría que revisar y cuestionar esta etiqueta, ya que lo que muchas veces es leído como terrorífico en su obra, no es otra cosa que la contundente revelación de la finitud y la extinción humana, mediante un doloroso proceso de transformación. Pero ese dolor, visceral, metafísico, no solo tiene que ver con el terror de la muerte, sino con la liberación. La mutación de la carne engendra la posibilidad del futuro.

En el medio de la batalla está, claro, el cuerpo y sus posibilidades. Cronenberg, una vez más, piensa el presente con los ojos del futuro. Lo que alguna vez hizo con la mass media, la mecánica o la psicología, ahora lo hace con la contaminación ambienta.

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Aunque es evidente, el comentario político de Crimes of the Future no es didáctico, sino que se apoya en figuras marginales y escurridizas que atentan contra el orden establecido. Como en Scanners o Crash, son estos grupos los que intentan romper los límites de una normalidad vigilada mediante una reconfiguración que implica la autodestrucción. Frente al control institucional que busca preservar a la humanidad a través del registro de órganos, los rebeldes quieren llevar la especie a su próxima fase a partir de la digestión del plástico. En el medio de la batalla está, claro, el cuerpo y sus posibilidades. Cronenberg, una vez más, piensa el presente con los ojos del futuro. Lo que alguna vez hizo con la mass media, la mecánica o la psicología, ahora lo hace con la contaminación ambiental. Tal vez, parece decir Cronenberg no sin ironía, el destino de los residuos no esté afuera sino adentro. Si bien la trama de la película, por momentos, se desdibuja por el peso de su clima y de su idea, el efecto más poderoso es lírico. Hay una melancolía sugestiva, poética, que sobrevuela el relato con la calidez de alguien que observa su camino recorrido. Cronenberg, de alguna manera, habla del futuro pero mira su pasado, no solo por el hecho de que la película tiene el mismo nombre que una de sus primeras producciones. Quizás, estemos ante la obra más personal de David Cronenberg: la de un artista que, una y otra vez, exhibe sus órganos para seguir interrogando cuál es la realidad detrás de la realidad del cuerpo.

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