
Lo que hasta hace muchos años era apenas una polvadera que se intuía en el horizonte, hoy está entre nosotros. Vaya a saber por qué, pero ciertos discursos ¿irracionales? se producen y se reproducen en nuestras lecturas diarias, en las noticias y en las imágenes que abundan. Intensidad discursiva, declamación atronadora, blancos y negros dominan el discurso público del exabrupto. Hagamos algunas hipótesis.
Primero: ¿son irracionales esos discursos? Si los nombramos así tenemos el riesgo de sacar la discusión de lo político e ideológico. Anularíamos al otro. Nos quedamos solos. Y a pesar de que siempre estamos solos, nunca lo estamos. Es una imposibilidad. El par racional/irracional no nos sirve para pensar aquí. Ya sabemos que la “razón” no asegura nada, como bien mostraron los muchachos de la Escuela de Frankfurt respecto del nazismo. Se puede hacer de la razón el instrumento para el exterminio.
Segundo: estos discursos parecen decir “cualquier cosa”. Ejemplos al azar: la denuncia por envenenamiento de la vacuna rusa o los padres militantes que retienen sus hijos lejos de las escuelas. La indignación es la reacción inicial, casi primaria, ante estos discursos. Pero hay receptores para esas palabras, porque hay una época que produce esos textos y esos sujetos.
Una certeza: “Decir cualquier cosa” no es decir “cualquier cosa”. Estos discursos impactan, pero -como todo discurso- tienen límites y actúan dentro de un campo político específico (a veces hasta demasiado específico). Sirven para decir algo, pero también para reproducir algo. Ayudan a crear -de a poco, casi en forma invisible, como la gota que horada la piedra- un mundo de discursos posibles. Y aquí está el punto de hervor, a lo que hay que prestar más atención. Pasamos del exabrupto, de algo ocasional, a la sistematicidad. Lo que en un momento era sagrado, ahora es relativizado y hasta exagerado. El ejemplo del negacionismo es patente. De una discusión sin mucho rebote se pasó al hastag fijo en el día de la conmemoración del Golpe del Estado de 1976. El pudor de ayer es la reivindicación de hoy.
Ahora potenciados por los algoritmos de las redes, estos discursos se hablan y se reproducen dentro de comunidades. Y toda esta trama es lo contrario a “decir cualquier cosa”. Estos discursos ya son más que quien los pronuncia. Uno los dice pero también es dicho por ellos.
El par racional/irracional no nos sirve para pensar aquí. Ya sabemos que la “razón” no asegura nada, como bien mostraron los muchachos de la Escuela de Frankfurt
No podemos despojarnos de la ropa de nuestra contemporaneidad: estamos presos de discusiones, incluso del tono y la intensidad que se produce a nuestro alrededor. En las batallas por el sentido no podemos elegir el escenario, pero sí la forma de atravesarlo. El modelo ideal de intercambio de ideas está lejos de darse. Muchas veces solo parece que vemos a dos borrachos peleando entre ruinas y barro.
Con cierta ingenuidad podemos pensar: “Cómo puede ser que se discuta esto en plena pandemia”. Justamente: lo que estamos viendo es la introducción de nuevos valores, es decir, de nuevas formas de hacer las cosas en el mundo. Es por eso que aquellos “consensos básicos de la democracia” nunca son tales. Al consenso hay que sostenerlo día a día, como se dice. Construir las condiciones para que los valores en los que creemos puedan perdurar. Es una tarea que cuyo hacedor es la multitud. Ya decía Platón: “lo bello es difícil” y esto también.
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