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27 de junio 2022

Diego Labra

CUANDO LA FICCIÓN SUPERA A LA REALIDAD

Tiempo de lectura: 9 minutos

“Un compañerito tuyo se ató el dedo a no sé dónde y se lo arranco cuando saltó para volar como Superman”, me anotició mi madre. Yo era chico, tendría cinco o seis años, pero la moraleja era tan clara que no hizo falta explicitarla: realidad y ficción son asuntos separados. Pero había un segundo corolario solapado en tan contundente microrrelato, el cual de seguro no hubiese sido capaz de articular entonces. Era la razón por la cual los magos doblados en México siempre comenzaban sus trucos con la advertencia “no prueben esto en casa, niños”, y porque mi tía le prohibía a mi primo mirar Los Caballeros del Zodíaco conmigo: si bien no eran lo mismo, existía un temor muy real de que se confundieran los tantos. La relación entre ficción y realidad era, cuanto menos, complicada.

En respuesta a los tiroteos masivos acontecidos recientemente en Buffalo, Nueva York, y en una escuela primaria en Uvalde, Texas, un grupo compuesto por más de 200 artistas norteamericanos lanzaron el hashtag #ShowYourSafety. Una suerte de compromiso voluntario, ésta iniciativa busca reflexionar acerca de “cómo se presenta la violencia con armas de fuego en la pantalla”. Lo de los tiroteos en Estados Unidos no es nada nuevo. Aunque no salgan siempre en televisión, es una realidad diaria y específicamente propia al país del norte. Tampoco lo es la sensación de “esto no da para más”, siendo el mismo clima de punto de quiebre palpable tras Columbine, Sandy Hooks, Parkland, etc. Lo que sí podría pensarse como una novedad es una acción colectiva que nace desde el sector demócrata liberal progressive direccionada contra la ficción.

En la carta abierta con que se lanza la movida, queda claro que entienden que el problema no nace allí, apuntando el dedo acusador a “las laxas leyes sobre armas apoyadas por aquellos políticos que tienen más miedo de perder el poder que de salvar vidas”. Pero, desde la frustración que les genera no poder torcer una cultura nacional que los excede, no importa cuántos millones le donen al senador correspondiente, personalidades como Amy Schumer, JJ Abrams, Mark Ruffalo, Kathleen Kennedy y Shonda Rhimes buscan adoptar un rol proactivo llamando a que se “limiten las escenas que incluyan niños y armas”. Es decir, saben que el problema de fondo no es la televisión y el cine, pero en la desesperación por hacer algo, subrayan con falta de modestia “el poder de generar cambios” que atribuyen a las historias que ellos mismos producen.

Lo que sí podría pensarse como una novedad es una acción colectiva que nace desde el sector demócrata liberal progressive direccionada contra la ficción

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Los discursos que establecen una correlatividad entre ficciones violentas con hechos violentos y, por ende, la necesidad de censurarlos de alguna manera, suelen endilgarse a sectores conservadores. La cultura pop exportada desde Hollywood no nos deja olvidar que en el origen de los pánicos norteamericanos de fin de siglo producidos por el heavy metal y los videojuegos se puede encontrar el hambre proselitista del republicanismo neoconservador o el aburrimiento de soccer moms cristianas con demasiado tiempo libre. En el miedo a lo diferente que atormenta a rubios deportistas necesitados de chivos expiatorios, como aparece representado en la más reciente temporada de Strangers Things. Acá, difícilmente se pueda sostener una discusión sobre censura sin que surja tarde o temprano alguna comparación con la última dictadura.

Sin embargo, la investigación sobre casos puntuales muestra que este no es el caso, o que por lo menos no siempre lo es. Historiadores que se han detenido a reconstruir el “pánico moral” estadounidense en torno a las historietas de mediados del siglo XX, que decantó en la conformación bajo presión estatal de un ente regulador privado llamado Comic Code Authority que transformó irrevocablemente a esa industria cultural, señalan que acciones de tal calibre solo fueron posibles gracias a la connivencia de sectores religiosos y conservadores, sí, pero también de intelectuales de New York que se ubicaban en las antípodas ideológicas de estos. La postura de estos intelectuales frente a la cultura masiva y su posible efecto (nocivo) en las masas que los consumían estaba informada por el marxismo crítico de los pensadores de la Escuela de Frankfurt, como Theodor Adorno y Max Horkheimer, exiliados en dicha ciudad cosmopolita desde mediados de los años treinta.

Saben que el problema de fondo no es la televisión y el cine, pero en la desesperación por hacer algo, subrayan con falta de modestia “el poder de generar cambios” que atribuyen a las historias que ellos mismos producen

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A lo que voy es que, por derecha o por izquierda, desde la asociación simple y directa entre historias violentas y violencia real promovida por sectores conservadores (mayormente como una cortina que desvíe la atención de su preciada Segunda Enmienda, pero a los efectos es lo mismo), y el voluntarismo frustrado de Hollywood que atenta con “generar cambios” con el “poder” de sus historias, existe un consenso acerca de la relación entre ficción y realidad como una fuerte y unívoca. Que la ficción puede trastocar y, de hecho, trastoca la realidad de quienes la producen y consumen. Aunque si fuera tan prístina la cosa podríamos preguntarnos por qué sigue habiendo tanto bully suelto, siendo que todas las películas de los ochenta para acá son manifiestos en su contra que los presentan sin resquemores como villanos despreciables.

Los que nos criamos acá durante los noventas mamamos mucho de estos debates a través de los mismos consumos culturales, o hasta de alguna intervención vernácula con olor a lobby importado. Nuestros padres parecieron empezar a atender con particular atención a lo que mirábamos cuando, ante la irrupción del anime en la televisión por cable, los dibujos animados comenzaron a desafiar lo que ellos entendían que un dibujo animado podía o debía mostrar. O, como lo hubiese fraseado mi tía, ¿por qué en esos dibujitos hay tanta sangre y gente desnuda?

Queda claro a esta altura del texto que la preocupación acerca de la (falta de) distinción entre la realidad y la ficción no recae igualmente sobre todos los consumidores. En los albores de la industria cultural como la conocemos hoy, a fines del siglo XVIII y a lo largo del XIX, eran las mujeres lectoras la que más alarma generaban, pues se consideraba que no tenían el mismo dominio de la razón que sus contrapartes masculinas y, por ende, podían llegar a confundir el mundo de las novelas con el de sus propias vidas. La supuesta enfermedad tenía nombre y todo: “bovarismo”, en honor a la titular protagonista de la novela de Flaubert. Luego, vendría el resquemor ante el consumo cultural de las masas. Un ejemplo clásico de esto es la desaprobación con la que intelectuales ochentistas argentinos recibieron el éxito de los primeros best-sellers autóctonos, las novelas de folletín sobre gauchos malos como Juan Moreira.

En los albores de la industria cultural como la conocemos hoy, a fines del siglo XVIII y a lo largo del XIX, eran las mujeres lectoras la que más alarma generaban, pues se consideraba que no tenían el mismo dominio de la razón que sus contrapartes masculinas y, por ende, podían llegar a confundir el mundo de las novelas con el de sus propias vidas

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Hoy, el miedo cae sobre otro sujeto que se presume en un estado de minoridad e indefensión total: las niñas y los niños. Por eso la alarma de los padres ante la excesiva y melodramática violencia que sufrían los santos de Atena, los inesperados romances homosexuales que podían verse en Sailor Moon o Card Captor Sakura o hasta algún torso femenino desnudo que se le haya escapado al programador de Magic Kids, ¿no era la idea misma detrás de los canales infantil garantizar que en su pantalla solo pudiera verse contenido apto para niños?

Es interesante en ese respecto remarcar la contradicción en términos que plantean una sociedad conservadora como lo es la japonesa y la existencia de dibujos animados nipones que escandalizaron al resto del mundo a partir de exportación a fines del siglo XX. Mas, como señalan los investigadores, la producción de cultura masiva con una buena cuota de transgresión y representación de sexualidades ambiguas en un contexto de reglas sociales más bien rígidas en lo que respecta a los roles de género se explica por la aguda distinción que existe en esa sociedad entre fantasía y realidad. Por eso, como ejemplifica el académico australiando Mark McLelland, las mujeres japonesas pueden consumir ávidamente “entretenimiento popular que parece trastocar límites sexuales y de género” como el subgénero BL o Boy’s Love abocado enteramente al romance entre chicos lindos, mientras que continúan comprometida “a la normatividad de género en sus vidas diarias”. Una cosa es lo que pasa en la biblioteca y otra lo que pasa en la calle.

(Quizás por eso, pienso con los dedos, los videojuegos japoneses se caracterizan por ofrecer al jugador un punto de vista en tercera persona, dejando en claro que se está disfrutando una historia que le pasa a otros, mientras que los norteamericanos en cambio privilegian la primera persona, en una búsqueda de buscar la mayor inmersión e identificación posible.)

En la posterior circulación global se suma aun otra capa de complejidad. Porque si bien ese fue el contexto nipón de su producción, la recepción de esos consumos culturales en otras sociedades no está ancladas en la misma caracterización de la relación entre ficción y realidad. Hoy es consenso que la eclosión de series animadas e historietas con influencias estilísticas mangaescas y representación de diversidades de género es producto directo del consumo de Sailor Moon por una generación de mujeres norteamericanas que encontraron en las Sailor Scouts una imagen de empoderamiento que ni sabían que necesitaban. Como he detallado en otra parte, en la Argentina donde la lucha feminista del #Niunamenos ha venido a potenciar la emergencia de una nueva cohorte de mujeres artistas que ya estaba en marcha, la marca del manga es igualmente innegable.

La ficción es un discurso entre muchos otros, contra los que se relaciona, compite, retroalimenta: los del Estado (la escuela), los medios, la iglesia y todas las esferas que hacen a la vida pública y privada

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En definitiva, volvemos al comienzo afirmando que el problema de la realidad y la ficción es uno complejo, como cualquiera que haga a nuestra vida en sociedad. Lo que es seguro es que también es un problema históricamente contingente y no una constante como, supongamos, la fuerza de gravedad. Esto quiere decir que está condicionado/condiciona a otras esferas sociales, tanto a nivel local, como a nivel global, en tanto y en cuanto una sociedad esté permeada por la circulación global cultural (que en la era de internet es decir de manera total). El ejemplo anterior es clara muestra de lo impredecible que puede resultar la circulación de productos culturales en escala global. Ninguno de los comentaristas contemporáneos indignados por la indecente “invasión japonesa” de los noventas pudo prever que ese consumo decantaría décadas después en un elemento a considerar tanto en una ola de militancia feminista y una reacción conservadora. A lo sumo temían que sus hijos le preguntaran por qué esos dos nenes se estaban dando de la mano.

Este último punto es interesante porque en la ausencia de una educación sexual en el espacio público (escuela) o el privado (familia), muchas veces productos culturales como la pornografía terminan siendo el único discurso disponible. En ese sentido, la potencia continuada de una importación cultural como el anime y el manga se puede entender en cuanto muestra o dice algo sobre temas que no eran nombrados en la cultura vernácula. He escrito en otro lado como encontré allí, en mi pubertad, imágenes de una masculinidad alternativa al übermensch de acción que las películas populares americanas presentaban como role model. Como señala el académico Federico Álvarez Gandolfi, su atractivo se basaba en que era un producto mainstream, con toda la potencia de una industria cultural atrás, pero “alternativo”, diferente a lo que mayormente se podía conseguir.

La ficción es un discurso entre muchos otros, contra los que se relaciona, compite, retroalimenta: los del Estado (la escuela), los medios, la iglesia y todas las esferas que hacen a la vida pública y privada. Esto es cierto incluso a nivel particular, intrafamiliar: hay casas donde la ficción es más importante, como la mía, que si había algo eran novelas de ciencia ficción y VHS con películas de Hollywood; y otras donde no tiene mucha cabida. Es también un discurso que, como vimos en el contraste entre Estados Unidos y Japón, esta socialmente jerarquizado. Cada sociedad le da un lugar específico a la ficción. En ese sentido, decir que la ficción altera la realidad es invitar a que esta lo haga.

Después queda en los científicos sociales o periodistas pensar esa relación en una sociedad dada en un momento histórico especifico. Claramente hay una correlación que sea en Estados Unidos, el país con más armas de fuego per cápita , donde la posesión de armas es un hito culturalmente definitorio para una gran parte de su población, donde se inventaron los videojuegos donde la principal manera de interactuar con el mundo sea a los tiros . De ahí, a poder determinar una correlación causa lista, ya es otra cosa.

¿Cómo les ira a #ShowYourSafety? ¿Lograrán hacer mella en la cultura norteamericana como otros hashtags hollywoodenses recientes? Lo más seguro que no. Encima tienen la mala suerte lanzar la movida durante el mismo verano boreal en que el mundo por fin se dio cuenta que no hay nada mejor que ir al cine a ver a Tom Cruise corriendo y cagándose a tiros. Aunque como intenté defender acá, la relación entre ficción y realidad existe por fuera de la linealidad que haría a esta pregunta una pertinente. Dicho de otro modo, con la ficción no alcanza, pero sin la ficción no se puede.

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